Penitencia

Pablo Rivero

Fragmento

Capítulo 1

1

Llevaba recorridos poco más de setenta kilómetros, pero parecía que había pasado una eternidad desde que salió de Madrid. Una hora daba para pensar mucho. Tiempo de sobra para confirmar que había tomado la decisión acertada. No tenía la menor duda. El simple hecho de poner el pie en el acelerador resultaba liberador después de tantos años acostumbrado a sentarse en el asiento de atrás, mirando el móvil compulsivamente, como si la vida se le fuera en ello, como si no hubiera nada más importante que lo que dijeran de él en ese momento. Porque lo dicho en el instante anterior ya lo había visto y revisado, por supuesto. Ahora tenía el control, por eso pisaba a conciencia el acelerador. Necesitaba sentirlo, reafirmárselo con cada acción. Pero pasados los primeros minutos superando los límites permitidos, estableció la velocidad media en ciento veinte kilómetos por hora. Ni más ni menos: más le acojonaba y menos le impacientaba. Quería llegar cuanto antes. Había tomado la decisión hacía bastante tiempo, pero esperó a que todo estuviera listo para comunicarla de forma precipitaba, «sobre todo teniendo en cuenta la magnitud de sus consecuencias», como le habían reprochado. Por muchas vueltas que le diera, no le quedaba otra opción, si no quería dar mucho margen a chantajes e intentos para que se quedara. Tenía que ser un golpe seco que pusiera fin a todo. Ahora, después de tanta espera, no podía esperar a llegar a su destino. Pero la leve sonrisa de confianza, que le provocaba ver por el retrovisor cómo dejaba atrás su querida Madrid, se transformó en un gesto serio conforme recorría kilómetros, y la incertidumbre, que le provocaba lo desconocido, se hacía cada vez más presente. Por fin era dueño de su porvenir, pero ¿resultaría todo como había planeado? ¿Realmente encontraría lo que estaba buscando? ¿Dejaría atrás todo aquello que le perturbaba y que temía que acabara sacando lo peor de él? ¿Conseguiría volver a ser el mismo de siempre?

El corazón le dio un vuelco al divisar el cartel que anunciaba la distancia y el nombre del lugar elegido. Por tonto que sonara, tenía la corazonada de que aquel cambio de rumbo, aquella decisión que pocos compartían, cambiaría su vida para siempre. Aminoró la velocidad y fue serpenteando las curvas contemplando el paisaje. Cauteloso, estudiando cada finca, cada urbanización, cada sendero de acceso a las casas desperdigadas por las laderas. Haciendo hincapié en las señales que anunciaban el camino hacia el pueblo. Su mirada se afilaba como la de un águila en busca de su presa, y en cuanto veía el menor riesgo de cruzarse con alguien, aceleraba para evitar llamar su atención. Se había cortado su larga melena impuesta por contrato. Llevaba gorra y gafas de sol: era prácticamente imposible que alguien le reconociera tan de pasada, más aún dentro de aquel vehículo. Nadie, ni siquiera él mismo, podría imaginarse que condujese un coche así, pero, aun así, toda precaución le parecía poca. Le había costado la vida dejar aparcado su cochazo, aquel que contradecía su discurso de que no le gustaba llamar la atención y que, por supuesto, seguía siendo el mismo de siempre. No lo era, ese era el problema y por eso tenía que cortar por lo sano. Su deportivo último modelo gris oscuro, con las ruedas y demás elementos externos en negro, pedía a gritos que le miraran: «Mírame bien, voy de que no, pero tengo un coche que tú no te lo podrías permitir ni en tus mejores sueños», podría haber sido perfectamente su eslogan. Le encantaba su coche pero había tenido que prescindir de él. Era tan espectacular que llamaba demasiado la atención y no solo por su diseño, sino porque, además, todo el mundo lo asociaba a él: la marca se lo había cedido tres años a cambio de subir un post mensual a sus redes sociales: maravillosas fotografías megaestudiadas acompañadas de textos en los que —aunque cantara La traviata, no habían sido escritos por él— no había podido cambiar ni una sola coma. La agencia de publicidad le obligaba a transcribirlos literalmente para asegurarse de que llegara su mensaje tal y como lo habían diseñado. Jon consideraba que ese peloteo mediático resultaba bochornoso y que realmente no era más que una manera de prostituirse. De ahí venía su conflicto: si lo pensaba fríamente, él ya tenía un buen coche y además el noventa y cinco por ciento de las veces le llevaban y le traían de vuelta. Pero, por otro lado, su parte en la transacción resultaba ridícula y tener el último modelo en el mercado a cambio de tan poco esfuerzo resultaba de lo más tentador. Al fin y al cabo, ¡¿qué eran unas cuantas fotos más, comparadas con la exposición constante a la que se veía sometido?! Así que aceptó el trato. No podía negar que había sido una buena gestión de Julio. Él era su mejor amigo y representante. En ese orden, aunque lo segundo llevara a lo primero. Jon se sentía afortunado por ello: en el mundillo de los actores había mucho encantador de serpientes y no era fácil encontrar gente noble a la que le importaras de verdad. Julio se preocupaba por él, le cuidaba y mimaba en el día a día. Jon llevaba tantos años en los que el ámbito profesional se había impuesto al personal que, al final, se habían fundido en uno solo y lo había acabado compartiendo con él al cien por cien. La prueba de fuego para su amistad vino el día en el que Jon le contó que quería rescindir el contrato. En un primer momento puso el grito en el cielo, pero después terminó entendiendo la situación. Al menos de momento, porque Julio no se daba por vencido tan fácilmente. Pero Jon se lo perdonaba porque sabía que, por encima de todo, Julio era un buen tipo. Por eso Jon le dejó su coche con dos condiciones: que no se lo destrozara y que dejara de repetirle que estaba tomando la decisión equivocada.

Cada vez faltaba menos para llegar según el GPS, que le indicaba que serpenteara el pequeño núcleo urbano. Así lo hizo, siguió conduciendo hasta alcanzar una de las zonas más altas que rodeaban al pueblo. Desde ahí se podían ver las estrechas calles que daban a la plaza principal, donde estaban el ayuntamiento, el mercado y los principales servicios. Aunque a esa altura todo parecía una maqueta, resultaba igual que en las fotos que había estudiado. La carretera continuaba hacia arriba y Jon siguió subiendo. Conforme el camino se estrechaba, el verde predominante desaparecía y el paisaje se volvía más árido y rocoso. A su mente vinieron miles de imágenes de los programas de Félix Rodríguez de la Fuente que veía cuando era pequeño. Las encinas y los alcornoques predominaban en el monte. En aquella época del año, sin apenas hojas, resultaban imponentes: sus enormes ramificaciones, con todo tipo de deformaciones, recordaban a largos brazos que parecía que quisieran agarrarle. No podía evitar imaginárselo, era el precio que pagaba por haberse criado viendo películas de terror sin parar. Pisó el acelerador. Tomó un par de curvas cerradas más y continuó hasta el final de la carretera, casi al borde del precipicio. Ahí, en medio de la nada, aparecía la vieja

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