El mercader de la muerte

Gervasio Posadas

Fragmento

Capítulo 1

1

Los primeros rayos iluminaban la bahía de Mónaco. Sobre las aguas tranquilas de la mañana, distinguí un cuerpo flotando entre los veleros amarrados en esa parte del puerto. Un par de hombres, utilizando un bichero, intentaban sacarlo del agua. A pesar de llevar toda la noche despierto, la curiosidad me empujó a acercarme para ver qué pasaba. Un tipo grande, con un buen traje que no disimulaba su aspecto de policía o detective privado, me cortó el paso.

S’il vous plais, monsieur, pas votre affaire —dijo con corrección, pero con firmeza, mientras me indicaba que siguiera mi camino.

Hice amago de obedecer y retrocedí. Cuando mi interlocutor giró la cabeza, entré en el siguiente pantalán, desde donde, oculto por los barcos, podía observar bastante bien la escena. Los dos individuos del bichero acababan de sacar del agua un cuerpo. Parecía un hombre de mediana edad, gordo, con la cara marcada de viruela, vestido con un esmoquin, o al menos un traje oscuro. Y claramente estaba muerto. Los tipos, sin mucha consideración, revisaron los bolsillos del cadáver. Encontraron la cartera, pero me dio la sensación de que, en vez de sacar nada, metían unos cuantos billetes en ella. Luego volvieron a tirar el cuerpo al agua, se sacudieron las manos y se dirigieron hacia la salida del puerto como si tal cosa. Estupefacto, no supe qué hacer. ¿Qué significaba aquello? ¿En vez de buscar documentación o dinero le dejan una propina al fiambre?

Vous inquietez pas, monsieur, c’est normal ici —dijo una voz a mi espalda en un francés rasposo con acento italiano. Me di la vuelta y vi a un hombre de pelo blanco que, con la colilla de un cigarrillo en el extremo de la boca, recogía un cabo entre el codo y la mano—. Son empleados del casino. Ya sabe la mala publicidad que dan los suicidas a su negocio. En cuanto sale una noticia así en los periódicos franceses empiezan los de siempre a lamentarse de lo malo que es el juego, de cómo arruina a los hombres más sensatos, cómo los empuja a la muerte. Por eso los del casino están siempre pendientes; cuando aparece un cuerpo se las apañan para llegar antes que la policía y llenarle de billetes los bolsillos. Ya sabe, ¡ningún jugador se suicida si todavía le quedan aunque sea cinco francos en la cartera! —exclamó con una carcajada sorda. Le interrumpió un ataque de tos, soltó un esputo que cayó en el agua y luego volvió a sonreír con su dentadura incompleta—: Bienvenue a Monte-Carlo! Como dirían en el casino: «Ici la maison gagne toujours, ¡la banca siempre gana!

Rien ne va plus. Sin embargo, no había ido a Mónaco a apostar a la ruleta, sino a jugarme mi futuro.

Mientras aún le daba vueltas al episodio que acababa de presenciar, busqué una pensión barata cerca del puerto y me di cuenta de que muchas todavía no habían abierto. El otoño era un periodo muerto entre el verano, cada vez más de moda gracias a las excentricidades de los turistas americanos, los primeros en empezar a adorar al sol, y la tradicional temporada de invierno, la de toda la vida en la Riviera, según las crónicas de sociedad. Finalmente encontré una que debía de estar cerca del mercado, a juzgar por el olor a pescado que llenaba la recepción.

José Ortega, espagnol, journaliste —dijo el propietario mientras sostenía a la altura de los ojos la ficha de registro y la observaba a través de sus viejos quevedos—. Ya que se trata de un huésped distinguido, ¿le gustaría disfrutar de nuestra suite con vistas? Son solo unos francos más.

Las vistas resultaron ser a un callejón donde los gatos se disputaban los restos de la mercancía que tiraban los del mercado. Entre dos edificios se podía entrever una muy estrecha franja del azul del Mediterráneo. El tratamiento a los clientes de las presuntas suites también incluía un buen café au lait y un cruasán en el comedor de la pensión y «una selección de prensa internacional», un montón de periódicos atrasados que debían de haber dejado otros huéspedes.

Entre ellos encontré lo que casi me pareció un lujo insólito: un ABC de la semana anterior, del 5 de octubre de 1933. Hacía mucho que no leía prensa española y me lancé sobre las páginas con avidez: un editorial advirtiendo del peligro de la secesión de Cataluña; rumores de disolución de las Cortes y convocatoria de nuevas elecciones; las fiestas de Albacete y Antequera; también una entrevista con Herman Goering, la mano derecha de Hitler. «El alemán es un pueblo pacífico, nadie en el mundo dudará de que queremos mantener la paz a toda costa». Las palabras sonaban bien, pero al mismo tiempo los nazis anunciaban que se retirarían de la Liga de las Naciones y de la conferencia mundial de desarme. Desde que había salido de Berlín hacía seis meses, intentaba no enterarme demasiado de lo que pasaba allí. Aún dolían demasiado los recuerdos.

Tomé unas vacaciones y, como no tenía ganas de volver a España con el rabo entre las piernas, pasé el verano en la granja de unos parientes de mi madre cerca de Lyon, reverdeciendo el francés de la escuela. Cuando quise enterarme, me había quedado sin trabajo: «Pepe. Stop. De momento no tenemos hueco para ti. Stop. Ya sabes cómo están las cosas por aquí. Stop. Te avisaré para trabajos puntuales. Stop». Veinticinco palabras exactas, para no pasarse al tramo superior de tarifa de los telegramas, menudo cabrón el redactor jefe de El Heraldo. De corresponsal en Berlín a desempleado. Mi carrera de periodista, que nunca había acabado de despegar del todo, pasaba, en el mejor de los casos, al purgatorio. Sin embargo, ahora que había perdido una oportunidad caída del cielo que no valoré en su momento, estaba decidido a luchar por continuar en mi profesión.

Revisé el ABC de arriba abajo, pero no conseguí encontrar ni rastro de la noticia que me había traído hasta allí. Había leído en la prensa francesa que Alfonso XIII se encontraba pasando unos días en Montecarlo y sabía que si lograba una entrevista, o al menos unas palabras, del rey destronado —que llevaba meses sin hablar con ningún medio—, volverían a contar conmigo, ya fuera en El Heraldo o cualquier otro periódico de renombre. Por ese motivo, había viajado toda la noche en tren desde Lyon, esperando que mi presa no levantara el vuelo antes de mi llegada. Estaba apostando mi futuro a una sola carta, no me quedaba más remedio.

—¿Ha venido usted a jugar? —preguntó el dueño de la pensión; y sin esperar se respondió a sí mismo—: Por supuesto, es a lo que vienen todos aquí, los ricos y los pobres, los emperadores y los plebeyos. Todos menos los ciudadanos de Mónaco, que lo tenemos prohibido por ley —dijo con un guiño.

Parecía un contrasentido que un Estado que se financiaba con el juego se lo prohibiera a sus ciudadanos, pero no me interesaban mucho las timbas, las apuestas ni ninguna de esas cosas. No obstante, resultaba lógico empezar la búsqueda de don Alfonso por el ca

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