La chica del vestido azul

Laia Vilaseca

Fragmento

ChicaVestidoAzul-3.xhtml

1

El silencio y la oscuridad me rodean en cuanto apago el motor del coche.

Hay una farola en la vieja escuela, al lado de casa, pero hace tres años que los del ayuntamiento de Falgar tienen que arreglarla y nunca terminan de encontrar el momento. Avanzo a tientas con la única ayuda de una luna tenue y desganada, revolviendo el bolso en busca de las llaves que abrirán la puerta de mi santuario.

Observo desde el balcón las cuatro casas dormidas, a ambos lados de la calle Mayor, que conforman Treviu. No hay luz en ninguna ventana, ningún sonido que perturbe el rumor de las ramas y la incesante corriente del agua del río. Ningún ruido humano dispuesto a romper el silencio una vez que te has instalado en él, aunque el silencio absoluto, como el de la muerte, es más difícil de encontrar de lo que parece. La casa es vieja y, como cuando era pequeña y mi abuela me contaba cuentos de conejos antes de irme a dormir, gimotea y habla un idioma que ahora no quiero entender.

Cojo la radio, la botella de José Cuervo, el pijama y dos Trankimazin, y subo a la habitación.

Mañana será otro día.

Me despiertan unas voces demasiado agudas y chillonas. Miro el reloj: las nueve de la mañana. Las vigas de madera me recuerdan que estoy en Treviu.

Abro la ventana. Hay un grupo de gente en la plaza de la iglesia, moviendo los brazos y gesticulando exageradamente.

Ha pasado algo gordo.

Me debato entre volver a la cama o bajar a la plaza. Quizá un pequeño drama rural sea exactamente la distracción que necesito. Por otra parte, tarde o temprano tendré que ir a ver a Marian y a Linus, así que me conviene aprovechar la confusión del grupo para ahorrarme más preguntas de las necesarias.

Cojo rápidamente los vaqueros y la camiseta que dejé en la silla del dormitorio y, calzada con las chancletas, bajo a toda prisa por la calle Mayor hasta llegar a la plaza.

A medida que me acerco voy reconociendo a algunas de las personas que se amontonan en la puerta de la iglesia, aunque hace años que no las veía. La señora Encarna, con el rostro arrugado y mucho más encorvada que la figura que yo guardaba en mi recuerdo, se mueve de un lado al otro de la plaza moviendo la cabeza como si negara algo compulsivamente y murmura «Virgen santísima, Virgen santísima», mientras Pere Duran, detrás de ella en el trayecto de cuatro metros que hace y deshace repetitivamente, intenta calmarla como puede. Cerca de la iglesia y de la puerta contigua al pequeño cementerio se aglutina un grupo de diez o doce personas, entre las que distingo a Joan Linus y Marian. Todo son murmullos de sorpresa y de confusión.

—Alguien debería avisar a la policía de Falgar.

Reconozco la voz de Eva, de la fonda.

Avanzo hacia el grupo y toco tímidamente el brazo de Linus para llamar su atención. Sus ojos tardan unos segundos en reconocerme, los mismos que necesito para identificar los cambios que el tiempo y la experiencia han causado en su fisonomía.

—¿Martina? —Aún no me ha dado tiempo a asentir con la cabeza cuando sus brazos me rodean y me levantan con tanta fuerza que mis pies apenas tocan el suelo. Luego me suelta suavemente y me pregunta—: ¿Qué haces aquí? ¿Cuándo has llegado? —Su piel morena, curtida por el sol de muchos mediodías trabajando en el campo, resalta el brillo de sus ojos, profundamente azules.

—Anoche. Me quedaré un par de semanas o tres.

O quizá para siempre, pienso para mis adentros, si encontrara una manera de sobrevivir trabajando desde aquí.

—¡Qué alegría! ¡Mira, mamá! —dice tirando del brazo de Marian y arrastrándola fuera del círculo de gente, donde conversaba con Robert, el marido de Eva—. ¡Mira a quién tenemos aquí!

—¡Martina! ¡Qué cambiada estás! ¡Casi no te había conocido con este pelo tan rubio!

El efecto de su sonrisa me pilla completamente desprevenida y me descubro abrazándola con más efusividad de lo que me habría considerado capaz. A veces no somos conscientes de hasta qué punto hemos echado de menos a alguien hasta que volvemos a verlo. En este momento tengo la sensación de que, en este entorno, con esta gente, podría recuperar una parte de mi infancia.

—Ha venido a pasar unos días —le dice Linus, contento. Y después, con una sonrisa de oreja a oreja y algo enigmática, añade—: Parece que a Martina le gusta la tranquilidad y la soledad de Treviu, como cuando era pequeña…

Por un momento me pregunto si las palabras de Linus tienen doble sentido, pero me doy cuenta de que es del todo imposible que sepa nada de lo que pasó en Barcelona. Por si acaso, evito que la conversación se centre en mí y cambio de tema.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué está todo el mundo en la puerta de la iglesia?

—En la puerta de la iglesia no, en la del cementerio —dice Marian—. Pere quería entrar, pero el cura ha dicho que era mejor que no pisáramos el suelo ni tocáramos nada, porque quizá la policía podría averiguar algo, y que no debíamos contaminar la escena del crimen. Creo que este cura ha visto muchas series de televisión. Ya me dirás qué va a encontrar aquí la policía. Y eso si se dignan a venir…

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo a alguien?

—No, mujer, no. Un acto de vandalismo, o quizá algún animal… El caso es que han profanado algunas tumbas de los mineros, la del abuelo de los Fabra y no sé qué otra, y ahora todo es un revoltijo de trozos de madera podrida y huesos. —Y añade mirando a Linus—: Ve a casa y llama a la policía de Falgar, porque aquí todo el mundo mira y charla, pero nadie se decide a hacer nada. Cuanto antes lleguen, antes acabaremos con este teatro.

Linus asiente con la cabeza y camina los escasos metros que lo separan de la puerta del jardín justo cuando la señora Encarna repara en mi presencia y se dirige decididamente hacia nosotros. Al llegar, hace un leve movimiento de cabeza a Marian y, mirándome fijamente, me pregunta:

—¿Tú no eres la hija de los Casajoana?

Suspiro para mis adentros. La resignación se me debe de dibujar en la cara, pero me da igual.

—Martina, sí.

—¡Qué alta estás, niña! ¡Y qué cambiada! Y mira que no parecía que fueras a crecer demasiado, con lo bajita que has sido siempre.

Marian interviene en la conversación antes de que yo pueda contestar:

—Linus ha ido a llamar a la policía, a ver si vienen. Mientras tanto… —Y ahora me mira a mí—. ¿Por qué no vienes y te doy un par de margaritas y pensamientos, que tengo un montón en las jardineras de la entrada? Te irán bien para arreglar un poco tu jardín, si es que piensas quedarte una temporada.

—¿Has venido sola? —me pregunta Encarna con cierto escepticismo—. Creo que la vuestra es mucha casa para una persona sola. Y con lo que ha pasado…

Ya estamos. Lo que me faltaba.

—Pero, bueno —sigue diciendo—, al menos ahora tienes al lado a los de la casa nueva, que alquilan habitaciones, así que si te pasa algo, pegas un grito y te oirán…

—¡Aquí no hay ningún peligro, Encarna! Esto lo han hech

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos