Una noche muy larga

Dov Alfon

Fragmento

Capítulo 2
2

Mientras tanto, en Tel Aviv, a la teniente Oriana Talmor se la llevaban a toda prisa a una reunión especial.

Era la primera vez que le pedían que representase a su unidad en Camp Rabin, el cuartel general del Tzáhal en HaKirya, y el enorme complejo de las Fuerzas de Defensa de Israel la impresionó. El atlético agente de la policía militar que le habían asignado como escolta la guió por un laberinto de toscos barracones de hormigón y torres de cristal de aspecto futurista. Las calles del interior tenían nombres tan inverosímiles como «Paseo de los Lirios» o «Camino de los Prados».

Al cabo de veinte minutos y de varios controles de seguridad, la teniente Talmor llegó a la planta que albergaba la oficina ejecutiva del jefe de Inteligencia del Tzáhal. Había tanta gente que el vestíbulo estaba desbordado, y su guía la condujo a un pasillo lateral. Oriana alcanzó a ver cómo un corpulento capitán cargado con un buen fajo de carpetas se sentaba en el mostrador de recepción ignorando las miradas hostiles de la recepcionista.

La teniente encontró sitio al lado de una ventana con vistas a Tel Aviv. Delante de ella, una masa de edificios bajos, salpicada por algún que otro punto verde, se derramaba hacia la pálida costa mediterránea. Lo que no se veía era el mar, emblanquecido por el sol y eclipsado por las torres residenciales y los bloques hoteleros.

Enfrente del inmenso complejo militar, al otro lado de la calle, había gente haciendo cola en restaurantes de moda, montando en bicicletas eléctricas de diseño, o intercambiando saludos, direcciones confidenciales, noticias de familiares y recetas veganas. Más cerca de la entrada, un pequeño grupo de mujeres vestidas de negro reclamaba el final de la ocupación militar de los territorios palestinos, sin captar la atención de los turistas estadounidenses y los generales israelíes que, educadamente ajenos a su presencia, entraban en el centro comercial de delante. Junto al aparcamiento, entre los cubos de basura, merodeaban decenas de gatos callejeros, a la espera de que el soldado de guardia tirase los restos del rancho del día.

La intensidad que emanaba aquel lugar era perceptible incluso desde las alturas donde se encontraba Oriana. En los últimos años, todo eran elogios para Tel Aviv, ensalzada como la ciudad más cool del mundo. Aun así, era el único sitio de Israel que a ella no acababa de gustarle.

La teniente se alejó de la ventana y se detuvo ante los extraños objetos expuestos en las paredes: un sombrero de vaquero, regalo del entonces director de la CIA; una espada de plata maciza, regalo del jefe de los servicios de seguridad de Zimbabue; un anuncio antiguo de Toblerone, del director de la contrainteligencia suiza... Trató de adivinar con qué regalos habría correspondido el jefe de la Inteligencia israelí.

A las doce en punto, la puerta de madera maciza se abrió y todos pasaron a la sala de reuniones, donde el aire acondicionado funcionaba a tope. Una gran mesa presidía la sala, y Oriana se sentó en la esquina más próxima a la puerta.

Hubo un pequeño rifirrafe cuando los representantes de las unidades de recopilación de datos de inteligencia se disputaron la cabecera de la mesa con los del departamento de investigación, que se quejaban en voz alta de que los asientos estaban preasignados. El asistente del jefe de Inteligencia, un ambicioso veinteañero que respondía al nombre de Oren, reconvino a los dos bandos, aunque era evidente que se sentía desbordado por la situación. La representante de la división de inteligencia naval, la única mujer presente además de Oriana, se sentó tranquilamente al lado del sitio reservado al presidente de la reunión. Con su uniforme blanco, parecía que hubiera venido a casarse. Aun así, el jefe de investigación, que acababa de entrar por una puerta lateral, apenas la miró, y le exigió que se hiciese a un lado. En la batería de retratos colgada en las paredes, los jefes de Inteligencia de generaciones anteriores contemplaban el barullo desde la seguridad de su magnificencia en blanco y negro.

Finalmente, todos consiguieron sentarse y el asistente empezó a pasar lista, un ritual escolar que no hizo sino acentuar lo infantil del ambiente.

—¿Seguridad de la información?

—Aquí.

—¿Grupo de inteligencia aérea?

—Aquí.

—¿Departamento de inteligencia naval?

—Aquí.

A las divisiones de investigación las llamó por sus números. Luego pasó a las unidades de recopilación de inteligencia, dos de las cuales Oriana ni siquiera sabía que existían. El Mosad estaba representado nada menos que por tres personas.

—¿504?

—Aquí.

—¿8200?

El asistente pronunció el número de la unidad como un novato: «ocho mil doscientos», en vez de «ocho doscientos».

—Aquí.

Todos miraron a Oriana de un modo demasiado vehemente para su gusto, y de hecho algunos con una expresión descaradamente lujuriosa. Oren, por su parte, tenía otros problemas.

—Esta reunión ha sido convocada por el jefe de Inteligencia militar, el general Rotelmann, con la petición explícita de que hoy estuviera presente en ella el jefe de la Sección Especial de la 8200.

—Ahora mismo la sección no tiene jefe, capitán. La adjunta, y jefa en funciones, soy yo —dijo Oriana.

El asistente del general era capitán, sólo un grado por encima de ella en el escalafón, pero su rango le otorgaba mucho más poder. Oriana se repitió mentalmente el consejo que se daba siempre en esas situaciones: «No sonrías como si tuvieran que perdonarte algo. No te repitas. Si esperan que entres en detalles, que esperen.»

Fue el asistente quien cedió primero.

—El jefe de la Sección Especial de la Unidad 8200 es el teniente coronel Shlomo Tiriani —dijo buscando por la sala al teniente coronel en cuestión—. ¿Me está diciendo que se encuentra de permiso?

—Lo relevaron ayer —respondió Oriana—. Su sustituto está en un viaje de formación por el extranjero. La previsión es que se ponga al frente a su regreso.

—Habíamos entendido que vendría Tiriani —dijo el joven, de ojos grandes y con unos labios que incluso en reposo formaban una «o», como si aún tuvieran hambre del pecho materno.

Las alas de paracaidista en el pecho completaban la imagen de niño engalanado para el Purim.

—Siento que mi presencia sea una decepción —repuso Oriana.

Se oyeron algunas risas, que Oren, sin embargo, silenció rápidamente antes de acabar de pasar lista y levantarse para abrir una puerta lateral.

—Estamos preparados —anunció en voz alta.

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