Entry Island

Peter May

Fragmento

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PRÓLOGO

Resulta evidente, por el modo en que están insertadas las piedras en la falda de la colina, que este sendero fue construido por unas manos que trabajaron con ahínco. Ahora está cubierto de maleza, y a un lado se aprecia vagamente el hueco de una acequia. El hombre va bajando por él con cuidado, en dirección a lo que queda de la aldea, perseguido por la extrañísima sensación de estar volviendo sobre sus propios pasos. Y ello a pesar de que es la primera vez que viene a este lugar.

Siguiendo el contorno de la colina desnuda de árboles, allá arriba, discurre la silueta de un muro de piedra seca derruido. El hombre sabe que, al otro lado, hay una media luna de arena color plata que se extiende hacia el cementerio y las moles de piedra que descansan, verticales, en lo alto del cerro. A sus pies se distinguen a duras penas los cimientos de varias casas, entre el suelo de turba y la alta hierba que se mece y cabecea al viento: el último vestigio de unas paredes que antaño cobijaron a las familias que vivieron y murieron aquí.

El hombre sigue el sendero que avanza entre las ruinas, en dirección a la playa de guijarros, en la que una desigual hilera de piedras toscamente talladas desaparece entre las olas que arrojan su espuma contra la orilla, resoplando y escupiendo. Esa hilera de piedras es lo único que queda de la pretensión, ya olvidada hace mucho tiempo, de construir un embarcadero.

Puede que, por aquel entonces, hubiera aquí unas diez o doce casas. Sus techumbres de paja se combaban sobre los gruesos muros de piedra, y por las grietas y las hendiduras que había en ellas escapaba un humo de turba que enseguida se disipaba en el viento helado de los temporales de invierno. Al llegar al corazón de la aldea, el hombre se detiene para rememorar el lugar exacto en que yacía el viejo Calum, desangrándose con el cráneo abierto, todos sus años de heroísmo borrados de un solo golpe. Se agacha en cuclillas para tocar la tierra, y al hacerlo se siente en conexión directa con la historia, en comunión con los espíritus, porque él mismo es un fantasma que persigue su pasado. Aun así, ese pasado no es el suyo.

Cierra los ojos e imagina cómo debió de ser, qué debió de sentirse, consciente de que aquí es donde comenzó todo, en otra época, en la vida de otra persona.

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CAPÍTULO 1

Por la puerta principal de la casa de verano se entraba directamente en el cuarto de estar, después de dejar atrás un mosquitero que había en el porche. Era una estancia grande, y ocupaba la mayor parte de la planta baja de una casa que el asesinado utilizaba para alojar a unos invitados que nunca tenía.

Un estrecho pasillo situado al pie de la escalera llevaba hasta un cuarto de baño y un dormitorio pequeño que había en la parte de atrás de la vivienda. En el salón había una chimenea abierta, enmarcada por un cerco de piedra. El mobiliario era oscuro y macizo, y acaparaba casi todo el espacio disponible. Sime se dijo que, aunque la casa había sido remodelada, aquellos muebles debían de ser los originales. Era como viajar al pasado. Sillones generosos y antiguos provistos de antimacasares, alfombras raídas extendidas sobre unos suelos de tablones desiguales pero recién barnizados, óleos de marcos gruesos colgados en las paredes, y hasta el último centímetro disponible atestado de adornos y fotos familiares. Allí dentro incluso olía a viejo, y aquel olor le trajo a la memoria la casa que tenía su abuela en Scotstown.

Había un cable de color blanco que iba hasta el dormitorio de atrás, donde él pensaba instalar sus monitores. Sime colocó dos cámaras con trípode una junto a la otra y las enfocó hacia el sillón que estaba orientado hacia el ventanal, un lugar en el que la mujer que acababa de enviudar estaría bien iluminada. Después, situó el sillón donde se sentaría él de espaldas a la ventana para que la mujer no pudiera verle el rostro; sin embargo, él podría captar con toda claridad hasta el más minúsculo gesto que cruzara el semblante de ella.

Oyó un crujido de tablones en el piso de arriba y se volvió hacia la escalera en el preciso instante en que una agente de policía bajaba; la luz le daba de lleno, y su expresión era de desconcierto.

—¿Qué está haciendo?

Sime le explicó que estaban preparándolo todo para la entrevista.

—Supongo que ella está en la planta de arriba —dijo.

La agente asintió con la cabeza.

—Pues entonces dígale que baje —pidió.

Sime permaneció unos momentos junto a la ventana, sosteniendo el visillo hacia un lado, y recordó lo que les dijo el investigador de la policía que conocieron en el único puerto que había en la isla: «Al parecer, fue ella quien lo hizo.» El sol le daba en la cara, de modo que se vio reflejado en el cristal. Observó sus delgadas facciones, tan familiares, y su mata de cabello rubio y tupido. Advirtió el cansancio que reflejaban sus ojos y las sombras que le hundían las mejillas, y de inmediato dirigió la mirada a lo lejos, hacia el mar. La alta hierba del borde del acantilado se zarandeaba empujada por el viento, y los penachos blancos del oleaje recorrían la extensión del golfo, procedentes del suroeste. A lo lejos, divisó un amenazador frente de nubes negras que se formaba con rapidez en el horizonte.

El crujido de la escalera hizo que se volviera de nuevo, y, durante un momento que se le antojó una eternidad, su mundo se detuvo.

La mujer estaba de pie en el último peldaño, con su melena castaña echada hacia atrás. Eso le permitía apreciar las delicadas facciones de su rostro. Tenía el cutis de color claro manchado de sangre seca. Sobre los hombros, llevaba una manta que cubría parcialmente su camisón, también manchado de sangre. Sime observó que era alta y que se mantenía erguida, como si el orgullo le impidiera dejarse acobardar por las circunstancias.

Sus ojos eran azules oscuros, como de cristal tallado, con un cerco casi negro alrededor de las pupilas. Eran unos ojos tristes, llenos de tragedia. Sime se fijó en las ojeras que los bordeaban, producto de las horas que llevaba sin dormir; era como si alguien le hubiera dibujado sendos trazos en las mejillas con el dedo manchado de hollín.

Oyó el lento tictac de un viejo reloj de péndulo que reposaba sobre la chimenea y distinguió un sinfín de motas de polvo suspendidas en la luz que se filtraba oblicuamente por las ventanas. Vio que la mujer movía los labios, aunque no emitía sonido alguno. Los movió en silencio una vez más, formando unas palabras que él no logró oír, hasta que de repente se percató del tono de irritación que traslucía su voz:

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?

Fue como si alguien hubiera soltado el botón de pausa y el mundo hubiera vuelto a girar. Sin embargo, el sentimiento de confusión persistió.

—Perdone —se disculpó Sime—. ¿Usted es...?

En aquel momento captó el estado de ansiedad de la mujer.

—Soy Kirsty Cowell. Me han dicho que deseaba hacerme unas preguntas.

Y en medio del torbellino que le

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