La granja

Tom Rob Smith

Fragmento

9788415631330-2

Hasta que sonó el teléfono, había sido un día normal. Volvía a casa cargado con la bolsa de la compra por Bermondsey, un barrio de Londres, justo al sur del río. Era una tarde de agosto sofocante y cuando sonó el móvil pensé en no contestar; me moría de ganas de llegar a casa y ducharme. Vencido por la curiosidad, reduje el paso, saqué el teléfono del bolsillo y me lo llevé a la oreja; el sudor humedeció la pantalla. Era mi padre. Se había trasladado a Suecia recientemente y no solía llamar; apenas usaba el móvil, y llamar a Londres le salía muy caro. Mi padre estaba llorando. Me paré en seco y solté la bolsa de la compra. Nunca lo había oído llorar. Mis padres siempre habían tenido la precaución de no discutir ni perder los nervios en mi presencia. En casa no había discusiones furibundas ni broncas al borde de las lágrimas.

—¿Papá? —dije.

—Tu madre... no está bien.

—¿Está enferma?

—Es muy triste.

—¿Triste? ¿Está enferma? ¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa a mamá?

Mi padre seguía llorando. Lo único que pude hacer fue esperar en silencio hasta que dijo:

—Imagina cosas; cosas terribles, muy terribles.

Esa referencia a la imaginación de mi madre, y no a una dolencia física, fue tan extraña y sorprendente que tuve que agacharme y apoyar una mano en el suelo de hormigón caliente y agrietado para no caerme. Observé una mancha de salsa roja que se filtraba por la base de la bolsa de la compra.

—¿Desde cuándo? —pregunté por fin.

—Lleva así todo el verano.

Meses, y yo sin saberlo. Había estado en Londres, sin enterarme, mientras mi padre me ocultaba los problemas, como tenía por costumbre.

—Estaba convencido de que podía ayudarla —añadió, leyéndome el pensamiento—. Es posible que haya esperado demasiado, pero los síntomas empezaron poco a poco: ansiedad y comentarios extraños, eso puede pasarnos a todos. Luego vinieron las acusaciones. Tu madre asegura que tiene pruebas, habla de indicios y de sospechosos, pero no son más que disparates y mentiras.

Estaba empezando a hablar más alto, desafiante, categórico, y ya no lloraba. Había recuperado la soltura. Su voz transmitía algo más que tristeza.

—Tenía la esperanza de que se le pasara, creía que sólo necesitaba tiempo para adaptarse a la vida en Suecia, en el campo. Pero fue de mal en peor. Y ahora...

Mis padres pertenecían a una generación que sólo iba al médico si sufría una herida que pudieras ver con tus propios ojos o palpar con los dedos. Eso de atosigar a un desconocido con los detalles íntimos de su vida les parecía inimaginable.

—Papá, dime que ha ido al médico.

—El doctor dice que sufre un episodio psicótico. Daniel...

Mi madre y mi padre eran las únicas personas del mundo que no abreviaban mi nombre para llamarme Dan.

—Tu madre está en el hospital. La han internado.

Al oír esta última noticia abrí la boca para hablar sin tener ni idea de qué decir, quizá sólo para exclamar, pero al final no dije nada.

—¿Daniel?

—Sí.

—¿Me has oído?

—Te he oído.

Pasó un coche abollado. Frenó para mirarme, pero no se detuvo. Eché un vistazo al reloj. Eran las ocho de la tarde y había pocas posibilidades de encontrar un vuelo para esa misma noche. Viajaría por la mañana temprano. En lugar de rendirme a las emociones, me impuse la obligación de ser eficiente. Hablamos un poco más. Los dos estábamos recuperando la normalidad, controlados y contenidos después de la agitación de los primeros minutos.

—Buscaré un vuelo para mañana por la mañana —dije—. Te llamaré cuando tenga la reserva. ¿Estás en casa? ¿O en el hospital?

Estaba en casa.

Después de colgar, rebusqué en la bolsa de la compra. Empecé a sacar los productos y a dejarlo todo en el suelo, hasta que encontré el frasco agrietado de salsa de tomate. Lo levanté con cuidado, porque lo único que sujetaba los vidrios rotos era la etiqueta. Fui a tirarlo a una papelera cercana antes de volver a mi compra esparcida y quitar la salsa con pañuelos de papel. Puede que esto parezca innecesario —al infierno la bolsa, mi madre está enferma—, pero el frasco resquebrajado podría haber terminado de romperse y entonces la salsa de tomate lo habría pringado todo, y, además, la sencillez monótona de la tarea me resultaba reconfortante. Recogí la bolsa y, a un paso más rápido, llegué a mi casa, en el último piso de una antigua fábrica convertida en edificio de apartamentos. Me metí bajo el agua fría de la ducha y pensé en llorar; ¿no debería llorar? Me lo pregunté como si fuera lo mismo que decidir si me fumaba un cigarrillo. ¿Acaso no era mi deber de hijo? El llanto debería ser instintivo. Sin embargo, yo siempre me detengo antes de mostrar mis emociones. Soy cauto ante las miradas de los desconocidos. En este caso no era una cuestión de prudencia, sino de incredulidad. No podía dar una respuesta emocional a una situación que no comprendía. No iba a llorar. Había demasiadas preguntas sin responder para ponerse a llorar.

Después de la ducha, me senté delante del ordenador a repasar los correos electrónicos que mi madre me había enviado en los últimos cinco meses, preguntándome si habría pasado por alto alguna pista. No había visto a mis padres desde su traslado a Suecia, en el mes de abril. En su fiesta de despedida de Inglaterra brindamos por una apacible jubilación y todos los invitados se quedaron delante de su antigua casa para despedirse con cariño. No tengo hermanos ni hermanas, no hay tíos ni tías, cuando hablo de la familia me refiero a nosotros tres, mi madre, mi padre y yo: un triángulo como un fragmento de una constelación, tres estrellas brillantes muy juntas, con un montón de espacio alrededor. Nunca habíamos hablado con detalle de esa falta de parientes. Había algunas pistas: mis padres vivieron infancias difíciles, separados de sus propios padres, y yo estaba seguro de que su promesa de no discutir nunca delante de mí se originaba en un deseo poderoso de proporcionarme una educación muy distinta de la que ellos habían vivido. La motivación no respondía a la tradicional reserva británica. No escatimaban amor o felicidad, esos sentimientos se expresaban a la menor oportunidad. Si los tiempos eran buenos, lo celebraban; si no lo eran tanto, lo vivían con optimismo. Por eso alguna gente consideraba que me protegían demasiado: sólo había visto buenos tiempos. Los malos quedaban ocultos. Yo era cómplice de ese pacto. No hacía preguntas. La fiesta de despedida había sido uno de esos buenos momentos. Todos los asistentes vitorearon cuando mis padres partieron para embarcarse en una gran aventura que iba a llevar a mi madre de regreso al país del que se había marchado cuando sólo tenía dieciséis años.

Poco después de su llegada a una antigua granja remota, situada en el extremo sur de Suecia, mi madre había escrito con regularidad. Los mensajes de correo describían lo maravillosa que era su vida allí, la belleza del campo, la calidez de la gente del lugar. Si había algún atisbo de problemas era sutil, y yo no había sabido interpretarlo. La longitud de sus mensajes se fue reduciendo con el transcurso de las semanas y las frases que expresaban su fascinación se hicieron más escasas. Yo lo había interpretado como algo po

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