El juego de la luz (Inspector Armand Gamache 7)

Louise Penny

Fragmento

9788415631705-3

UNO

«¡Pero no! ¡No y no!», pensó Clara Morrow mientras caminaba hacia las puertas cerradas.

Veía las sombras y siluetas moviéndose de un lado a otro como espectros, de aquí para allá, de aquí para allá tras el cristal esmerilado. Aparecían y desaparecían. Distorsionadas, pero humanas.

«Seguía lamentándose el difunto.»

Llevaba todo el día con esas palabras en la cabeza: aparecían y desaparecían. Un poema a medio recordar. Palabras que flotaban hacia la superficie y volvían a hundirse. El cuerpo del poema, más allá de su alcance.

¿Cómo era el resto?

Le parecía importante.

«¡Pero no! ¡No y no!»

Las siluetas borrosas que había al otro extremo del largo pasillo parecían líquidas, o vaporosas. Presentes, pero sin sustancia. Fugaces. Huidizas.

Ella también deseaba huir.

Había llegado: allí terminaba su viaje. Y no sólo el que habían hecho ese día. Ella y su marido, Peter, habían conducido desde su pueblecito de Quebec hasta el Musée d’Art Contemporain de Montreal, un lugar que conocían muy bien. De forma íntima. ¿Cuántas veces habían acudido al MAC para maravillarse ante alguna exposición nueva o para apoyar a algún amigo también artista? O sólo para sentarse en silencio en el centro de la elegante galería un día cualquiera, entre semana, cuando el resto de la ciudad estaba en el trabajo.

Para ellos el arte era su trabajo. Pero también mucho más que eso, qué remedio. Si no, ¿para qué soportar todos aquellos años de soledad? ¿O de fracaso? De silencio por parte de un mundo artístico perplejo y desconcertado.

Peter y ella no habían dejado de trabajar, día sí y día también, cada uno en su diminuto estudio, en su pequeño pueblo, viviendo vidas insignificantes. Felices. Aunque anhelasen mucho más.

Clara avanzó unos pasos por el interminable pasillo de mármol blanco.

Aquello era su «mucho más»: lo que había al otro lado de esas puertas, por fin. La culminación de todos sus esfuerzos, de todos sus caminos, de toda su vida.

El primer sueño que tuvo de niña, el último sueño de esa misma mañana, casi cincuenta años más tarde, estaba al otro extremo del exigente corredor blanco.

Ambos daban por hecho que el primero en cruzar ese umbral sería Peter. Era con diferencia el artista de mayor éxito de los dos, gracias a sus estudios exquisitos y minuciosos sobre la vida. Con tantos detalles y precisión que un pedazo de naturaleza acababa resultando abstracto y distorsionado. Irreconocible. Peter tomaba lo natural y le daba una apariencia desnaturalizada.

Sin embargo, la gente disfrutaba de sus cuadros. Gracias a Dios. Así siempre había comida en la mesa y los lobos que merodeaban por su pequeño hogar de Three Pines no se acercaban a la puerta. Gracias a Peter y a sus obras de arte.

Clara lo miró un momento; caminaba algo más adelantado que ella, con una sonrisa en su apuesto rostro. Sabía que cuando los presentaban, la mayoría daba por sentado que ella no era su esposa. En vez de eso, lo emparejaban con cualquier ejecutiva esbelta que sostuviese una copa de vino con elegancia. Ejemplo de selección natural. Atracción entre iguales.

Era imposible que el distinguido artista de pelo entrecano y rasgos nobles hubiese escogido a la mujer que agarraba una cerveza con lo que, más que manos, parecían guantes de boxeo. La que tenía restos de paté en la melena encrespada y el estudio lleno de esculturas realizadas con piezas de viejos tractores y cuadros de repollos con alas.

No. Peter Morrow no podía haberla elegido. Habría resultado extraño.

Aun así, lo había hecho.

Y ella a él.

De no estar a punto de vomitar, Clara le habría devuelto la sonrisa.

«¡Pero no! ¡No y no!», pensó una vez más mientras lo veía caminar con seguridad hacia la puerta cerrada y hacia los espectros del arte que esperaban a emitir su juicio. A juzgarla a ella.

A medida que avanzaba a ritmo pausado, pero impulsada por una fuerza innegable, por una mezcla grosera de emoción y terror, se le quedaron las manos frías y entumecidas. Quería salir corriendo hacia las puertas, abrirlas de golpe y gritar: «¡Aquí estoy!»

Aunque más que nada quería dar media vuelta, salir huyendo y esconderse.

Retroceder atropelladamente por aquel pasillo tan largo, tan lleno de luz, de arte y de mármol. Y admitir que se había equivocado. Que cuando le preguntaron si quería hacer una exposición individual nada menos que en el Musée, al responder a si deseaba que sus sueños se hiciesen realidad, había dado la respuesta incorrecta.

Había contestado mal: había dicho que sí. Por eso estaba allí.

Alguien había mentido. O no había dicho toda la verdad. En su sueño, el único sueño que había tenido y que se repetía una y otra vez desde su infancia, hacía una exposición individual en el Musée d’Art Contemporain. Recorría aquel pasillo. Serena y compuesta. Hermosa y esbelta. Ingeniosa y aclamada.

Y recibía el abrazo de un mundo que la adoraba.

Sin terror. Sin náuseas. Sin criaturas que la mirasen a través del cristal esmerilado, esperando a devorarla. A diseccionarla. A subestimarla tanto a ella como a sus creaciones.

Alguien había mentido. No le había advertido que tal vez también hubiese algo más aguardando.

El fracaso.

«¡Pero no! ¡No y no! —recordó Clara—. Seguía lamentándose el difunto.»

¿Cómo era el resto del poema? ¿Por qué se le escapaba?

En aquel momento, a tan sólo unos metros del final de su viaje, lo único que quería era huir a casa, a Three Pines. Abrir la cerca de madera. Apresurarse por el camino flanqueado de manzanos en flor. Entrar en casa y cerrar la puerta de golpe. Apoyarse en ella. Cerrarla con llave. Apretujar su cuerpo contra ella y mantener el mundo fuera.

En ese instante, ya demasiado tarde, cayó en quién le había mentido.

Había sido ella misma.

El corazón le golpeaba las costillas como un ser enjaulado, aterrorizado y desesperado por escapar. Se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración y no sabía desde cuándo. Para compensar, empezó a respirar deprisa.

Peter le hablaba, pero su voz sonaba como con sordina, lejana, sofocada por los gritos de su cabeza y el martilleo en el pecho.

Y por el ruido al otro lado de la puerta, que iba en aumento a medida que se acercaba.

—Ya verás qué bien lo pasamos —dijo Peter con una sonrisa tranquilizadora.

Clara abrió la mano y dejó caer el bolso. Éste aterrizó en el suelo con un ruido sordo, pues estaba casi vacío y tan sólo contenía un caramelo mentolado y un pincel pequeño del primer kit de pintura que le regaló su abuela para pintar uniendo los puntos numerados.

Se arrodilló y fingió estar recogiendo objetos invisibles para guardarlos en el bolso de mano. Agachó la cabeza en un intento de recuperar el aliento y se preguntó si estaba a punto de desmayarse.

—Inspira profundamente —oyó—. Suelta todo el aire.

Dejó de contemplar el bolsito sobre el reluciente suelo de mármol y se fijó en el hombre que se había arrodillado frente a ella.

No era Peter.

En lugar de a su

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