Ícaro

Deon Meyer

Fragmento

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Contenido

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Epílogo

Agradecimientos

Glosario

Créditos

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Les ennemis du vin sont ceux qui ne le conaissent pas.

(«Los enemigos del vino son los que no lo conocen.»)

Cita atribuida al profesor Dr. Sellier, Journal de Médecine (Vlok Delport: Boland, Wynland, Nasionale Boekhandel, 1955) y al profesor Portman, probablemente profesor Michel Portmann, doctor en Medicina, de Burdeos (www.alpes-flaveurs.com).

«En un contexto clínico, algunos individuos con depresión muestran una elevada tendencia a la culpa del superviviente, es decir, culpa por haber sobrevivido a la muerte de un ser querido, o culpa por estar mejor que otros.»

Lynn E. O’Connor, Jack W. Berry, Joseph Weiss y Paul Gilbert: «Guilt, fear, submission, and empathy in depression», Journal of Affective Disorders, 71 (2002), pp. 19-27.

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Cielo y tierra conspiraron para sacar a la luz el cadáver de Ernst Richter; al parecer, el universo se empeñaba en echar una mano a la justicia.

Primero vino la tormenta del 17 de diciembre, que se desató poco después de las ocho de la mañana. Fue un temporal poco corriente pero no extraordinario, generado por una borrasca convectiva de presiones bajas: una monstruosa nube azul oscuro que llegó atronando desde el océano Atlántico, justo al norte de la isla Robben.

Las masas nubosas lanzaron unas lenguas bífidas blancas espectaculares sobre el mar y la tierra, arrastrando consigo una densa cortina de lluvia. En menos de media hora, una precipitación de 71 milímetros inundó Bloubergstrand y Parklands, así como Killarney Gardens y Ze­ezicht.

Hubo daños por las riadas y caos circulatorio. Los principales medios y las redes sociales hablaron sin cesar del gran causante: el calentamiento global.

Sin embargo, en relación con el cadáver que la tormenta dejó al descubierto, la contribución del planeta fue más modesta; se limitó a que el contorno del veld que se extiende más allá de Blouberg —donde el viento del sudeste había moldeado las dunas al azar, como un escultor ciego— canalizara el agua, y ésta se llevara la arena en torno a los pies de Ernst Richter: uno estaba descalzo y con aspecto trágico, mientras que del otro colgaba, cómicamente, como a media asta, un calcetín negro.

El último eslabón en la cadena de casualidades fue el destino, que hizo que un cámara de veintinueve años llamado Craig Bannister se detuviera a las 11.17 h junto a Otto du Plessis Drive: la carretera costera entre Blouberg y Melkbosstrand. Bannister bajó de su vehículo y evaluó las condiciones meteorológicas. El viento había amainado y las nubes empezaban a abrirse. Quería probar su nuevo dron radiodirigido, el DJI Phantom 2 Vision Plus con cámara de vídeo de alta resolución estabilizada. El Phantom, llamado «cuadrirrotor», era un milagro tecnológico en miniatura. Estaba equipado con GPS y conexión wifi, lo que permitía a Bannister controlar la cámara con su iPhone y ver el vídeo en la pantalla del móvil sólo unos milisegundos después de que el Phantom lo grabara desde el cielo.

Justo pasadas las 11.31 h, Bannister vio una imagen extraña que le hizo torcer el gesto. Maniobró para que el Phantom volara más bajo y se aproximara. Lo mantuvo en el aire a sólo un metro de la anomalía hasta que estu­vo seguro.

Arena, plástico negro y pies: estaba muy claro.

No dijo nada. Levantó la mirada del iPhone para determinar con precisión dónde se hallaba suspendido el Phantom y echó a andar hacia allí a paso ligero. Le parecía como si la imagen del vídeo fuera ficción, una escena de telefilme increíble. Siguió una ruta serpenteante, entre matorrales, subiendo y bajando por las dunas. Hasta que llegó a lo alto de la última no lo vio con sus propios ojos. Se acercó más, dejando una línea solitaria de pisadas en la arena compactada por la lluvia.

Los pies asomaban por debajo del grueso plástico negro en el que aparentemente habían envuelto el cadáver. El resto continuaba enterrado en la arena.

—Mierda.

Bannister sacó el teléfono, que estaba todavía conectado al radiocontrol. Se dio cuenta de que el Phantom continuaba suspendido un metro por encima del suelo, grabándolo todo en vídeo. Aterrizó el cuadrirrotor y lo desconectó. Entonces hizo la llamada.

A las 13.14 h, en el Ocean Basket de Kloof Street, sonó el teléfono del capitán de la policía Benny Griessel, que miró la pantalla y vio que lo llamaba la comandante Mbali Kaleni: su nueva jefa en la Unidad de Delitos Graves y Violentos de la Dirección de Investigaciones Criminales Prioritarias (DICP, más conocida como los Halcones). Una posible escapatoria. Respondió con rapidez, ligeramente esperanzado.

—Benny, siento interrumpirte la comida...

—No importa —dijo.

—Te necesito en Edgemead. Farmersfield Road. Vaughn también va en camino.

—Llegaré en veinte minutos.

—Por favor, discúlpame con tu familia.

Kaleni sabía de la «ocasión especial» que Alexa Barnard, la novia de Benny, había preparado.

—Lo haré.

Colgó. Alexa, Carla y el joven Van Eck habían oído la conversación. Estaban mirándolo. Su hijo, Fritz, aún tenía la nariz enterrada en el teléfono móvil.

—Ai, pappa —dijo Carla, su hija, con una mezcla de comprensión y decepción en la voz.

Alexa le tomó la mano y se la apretó para mostr

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