Complot en Estambul (Serie Thomas Kell 2)

Charles Cumming

Fragmento

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CONTENIDO

Portada

Dedicatoria

Lema

Turquía

1

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Londres. Tres semanas más tarde

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Agradecimientos

Créditos

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A Christian Spurrier

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Algunas personas [...] sienten una inclinación natural por vivir en ese peculiar mundo del espionaje y el engaño, y se adscriben con la misma facilidad a uno u otro bando, siempre que se satisfaga su anhelo de aventuras del tipo más escabroso.

JOHN MASTERMAN,
THE DOUBLE-CROSS SYSTEM

[...] No estás aquí ni allá,

una urgencia por la que fluyen cosas extrañas y sabidas,

mientras grandes y suaves zarandeos alcanzan el lateral del coche

y toman por sorpresa el corazón y lo abren de un soplo.

SEAMUS HEANEY, POSDATA

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TURQUÍA

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1

El estadounidense se apartó de la ventana abierta y le pasó los prismáticos a Wallinger.

—Voy a por cigarrillos —dijo.

—No hay prisa —repuso Wallinger.

Eran casi las seis de una tarde de marzo gris y apacible, faltaba menos de una hora para que anocheciera. Wallinger dirigió los prismáticos hacia las montañas y enfocó el palacio abandonado de Ishak Pasha. Tras ajustar las dos lentes con un movimiento suave de ambas manos, localizó la carretera de montaña y siguió su trazado hacia el oeste, hasta las afueras de Dogubayazit. La carretera estaba desierta. El último taxi de turistas había regresado a la ciudad. No se veían tanques patrullando la llanura ni dolmus cargados de pasajeros volviendo de las montañas.

Tras oír el ruido sordo de la puerta al cerrarse a su espalda, Wallinger se dio la vuelta y echó un vistazo a la habitación. Landau se había dejado las gafas de sol en la cama más alejada de las tres que había. Se acercó a la cómoda y miró la pantalla de su BlackBerry. Ni una palabra de Estambul todavía; ni una palabra de Londres todavía. ¿Dónde demonios estaba HITCHCOCK? Se suponía que el Mercedes había entrado en Turquía antes de las dos, así que en ese momento los tres debían de estar en Van. Wallinger regresó a la ventana y, entornando los ojos, observó los postes de telégrafo, las torres de alta tensión y los bloques de pisos, de aspecto ruinoso, de Dogubayazit. Muy por encima de las montañas, un avión cruzaba el cielo despejado de oeste a este; una estrella blanca y silenciosa que pasaba hacia Irán.

Wallinger miró su reloj. Las seis y cinco. Landau había empujado la mesa de madera y la silla frente a la ventana, y aplastado su último cigarrillo en un cenicero de Efes Pilsen lleno de marcas y rebosante de filtros amarillentos. Wallinger lo vació por la ventana. Ojalá Landau volviera con algo de comida. Estaba hambriento y cansado de esperar.

La BlackBerry de Wallinger, su único medio de contacto con el mundo exterior, sonó en lo alto de la cómoda. Leyó el mensaje.

Pasan Vértigo a las 17.50 h. Compra tres entradas.

Era la noticia que estaba esperando. HITCHCOCK y el correo habían cruzado la frontera en Gürbulak, en el lado turco, a las seis menos diez. Si todo iba según lo planeado, al cabo de media hora Wallinger avistaría el vehículo por la carretera de montaña. Sacó de la cómoda el pasaporte británico que había recibido por valija diplomática en Ankara una semana antes. Con ese documento, HITCHCOCK podría franquear los controles apostados en la carretera a Van y embarcar en un avión con destino Ankara.

Wallinger se sentó en la cama de en medio. El colchón era tan blando que el somier cedió bruscamente bajo el peso de su cuerpo. Para no perder el equilibrio, se sentó más atrás en la cama, y al hacerlo lo asaltó el recuerdo de Cecilia, y su mente se relajó unos instantes ante la maravillosa perspectiva de pasar unos días con ella. El miércoles tenía previsto volar a Grecia en una avioneta Cessna para asistir a la reunión de la Dirección en Atenas, y el jueves por la noche llegaría a Quíos, a tiempo para cenar con ella.

Se oyó la fricción una llave en la puerta. Landau entró en la habitación con dos paquetes de Prestige con filtro y un plato de pide.

—He traído algo de comer —dijo—. ¿Alguna novedad?

El pide despedía el olor agrio del queso cuajado caliente. Wallinger cogió el plato blanco desconchado y lo dejó en la cama.

—Han entrado por Gürbulak justo antes de las seis.

—¿Sin problemas?

Tuvo la impresión de que a Landau no le preocupaba mucho la respuesta. Wallinger dio un mordisco a la masa blanda, todavía caliente.

—Me encantan —dijo el estadounidense, haciendo lo mismo—. Se parecen a esas pizzas con forma de barquito, ¿sabes las que te digo?

—Sí —dijo Wallinger.

No le caía bien Landau. No confiaba en la operación. Ya no confiaba en los Primos. Se preguntaba si realmente, al otro lado de ese mensaje, estaba Amelia preocupándose por Shakhouri. En fin, los riesgos de una operación conjunta. Wallinger era un purista, y siempre le pasaba lo mismo cuando se trataba de cooperar entre agencias, prefería no tener que compartir nada con nadie.

—¿Cuánto tiempo crees que tendremos que esperar? —preguntó Lan

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