Ardores de agosto (Comisario Montalbano 14)

Andrea Camilleri

Fragmento

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2

No se equivocaron en su previsión. El mar grisáceo había recuperado su color; la arena mojada tiraba a marrón claro, pero dos horas de sol le devolverían el tono dorado. Quizá el agua estaba un poco fría, pero a mediodía, con el calor que ya hacía a las siete de la mañana, estaría como un caldo. Ésa era justo la temperatura que le gustaba a Livia, mientras que a Montalbano le desagradaba, le daba la impresión de introducirse en una bañera de balneario, y cuando salía, se sentía debilitado y sin fuerzas.

Livia llegó a Pizzo a las nueve y media y se enteró de que el inicio de la mañana había sido normal; no habían encontrado ni escarabajos ni ratones ni arañas, y tampoco se habían registrado nuevas visitas tipo escorpiones o víboras. Laura, Guido y Bruno ya estaban preparados para bajar a la playa.

Estaban a punto de cruzar la pequeña verja de la terraza cuando sonó el teléfono. Guido, que era ingeniero, trabajaba en una empresa especializada en la construcción de puentes y a quien dos días atrás habían llamado desde Génova a causa de un problema que él había intentado explicarle a Montalbano pero acerca del cual éste no había entendido absolutamente nada, dijo:

—Id bajando que ya os alcanzo.

Y entró en la casa para contestar al teléfono.

—Tengo que hacer pis —le dijo Laura a Livia.

Y entró también en la casa. Livia la siguió, porque, como todo el mundo sabe, orinar es contagioso; basta con que alguien se esté aguantando para que en cuestión de un momento a todos les ocurra lo mismo. Fue al otro cuarto de baño.

Cuando todos hubieron terminado de hacer sus cosas y se reunieron en la terraza, Guido cerró la puerta cristalera, la verja, cogió el parasol porque le correspondía llevarlo a él siendo el hombre, y se encaminaron hacia la escalerita de toba que llevaba a la playa. Pero antes de iniciar el descenso, Laura miró alrededor y preguntó:

—¿Dónde está Bruno?

—A lo mejor ha empezado a bajar solo —dijo Livia.

—¡Dios mío, pero si solo no puede! Siempre tengo que cogerlo de la mano —replicó Laura.

Se asomaron a mirar. Desde allí se veían unos veinte peldaños, pero después la escalerita giraba hacia un lado. Bruno no estaba a la vista.

—Es imposible que haya podido bajar más —dijo Guido.

—¡Ve a ver, por el amor de Dios! ¡Puede haberse caído! —exclamó Laura, que ya empezaba a ponerse nerviosa.

Guido, seguido por las miradas de Laura y Livia, bajó corriendo, desapareció al llegar a la curva y volvió a aparecer en ella al cabo de menos de cinco minutos.

—He recorrido toda la escalera. No está; id a ver en casa, a lo mejor lo hemos dejado encerrado dentro —indicó, levantando la voz y respirando afanosamente.

—Pero ¿cómo lo hacemos? ¡Las llaves las tienes tú!

Guido, que había tratado de ahorrarse la subida, llegó arriba soltando maldiciones, abrió la verja de la terraza y la puerta cristalera. E inmediatamente se oyó un coro:

—¡Bruno! ¡Bruno!

—Este imbécil de niño es capaz de pasarse todo un día escondido debajo de una cama sólo para fastidiarnos —dijo Guido, que ya estaba perdiendo la paciencia.

Lo buscaron por toda la casa, debajo de las camas, dentro del armario, encima del armario, debajo del armario, en el trastero de las escobas. Nada. En determinado momento, Livia dijo:

—Pues tampoco se ve a Ruggero...

Era verdad. El gato, que por regla general se metía entre los pies de la gente como bien sabía Guido, también parecía haber desaparecido.

—Cuando lo llamamos, Ruggero suele venir o maullar. Vamos a llamarlo —sugirió Guido.

Era una ocurrencia lógica: puesto que el niño no hablaba, el único que en cierto modo podía contestar era el gato.

—¡Ruggero! ¡Ruggero!

No hubo respuesta gatuna.

—Pues entonces Bruno tiene que estar fuera —concluyó Laura.

Salieron todos a buscar alrededor de la casa, comprobaron el interior de los dos vehículos aparcados. Nada.

—¡Bruno! ¡Ruggero! ¡Bruno! ¡Ruggero!

—A lo mejor se ha ido por el caminito que lleva a la carretera provincial —apuntó Livia.

La reacción de Laura fue inmediata:

—Pero si llega hasta allí... ¡Oh, Dios mío, allí hay un tráfico tremendo!

Entonces Guido subió al coche y recorrió el caminito que llevaba a la provincial; al volver atrás vio que ante la puerta de la casita rural había un campesino de unos cincuenta años muy mal vestido y tocado con una sucia boina, mirando al suelo con tanta atención que parecía estar contando las hormigas.

Guido paró y se asomó por la ventanilla:

—¿Ha visto pasar a un niño?

—¿Qué?

—Un niño de tres años.

—¿Por qué?

«¿Qué coño de pregunta es ésa?», pensó Guido, que tenía los nervios a flor de piel. Pero aun así contestó.

—Porque no lo encontramos.

—¡Ay, ay, ay! —exclamó el cincuentón, adoptando de repente una expresión preocupada y girándose unos tres cuartos de circunferencia hacia la casa.

Guido se sorprendió.

—¿Qué significa «ay, ay, ay»?

—Ay, ay, ay sólo significa ay, ay, ay. Yo a ese niño no lo he visto, y de todos modos, nada sé y nada quiero saber de esa historia —declaró el hombre en tono perentorio; luego entró en la casa y cerró la puerta.

—¡Pues no, oiga! —gritó Guido enfurecido—. ¡Ésa no es manera de contestar! ¡Usted es un maleducado!

Tenía ganas de armar jaleo y desahogarse un poco. Bajó del coche y llamó a la puerta, la emprendió a patadas con ella, pero no hubo forma: la puerta permaneció cerrada. Soltando maldiciones volvió a subir al coche, lo puso en marcha, pasó por delante de la otra casa, la que tenía un aspecto más civilizado, se le antojó que estaba vacía, siguió adelante y regresó al chalet.

—¿Nada?

—Nada.

Laura abrazó a Livia y se echó a llorar.

—¿Habéis visto? ¿No os decía yo que ésta es una casa maldita?

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