El color del sol

Andrea Camilleri

Fragmento

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A finales de la primavera de 2004 me trasladé de Roma a Siracusa para asistir a la representación teatral de una tragedia clásica que me interesaba mucho por la novedad y originalidad del montaje, que había suscitado cierto revuelo en la prensa. Tal vez «revuelo» sea una palabra excesiva dado el escaso interés que las televisiones y los periódicos dedican hoy en día a todo lo relacionado con el arte, aunque a aquel espectáculo se le había dedicado algo de espacio. Suficiente para despertar mi curiosidad.

Además, llevaba casi cincuenta años sin visitar Siracusa, y sentía nostalgia por ver de nuevo aquel teatro donde había trabajado de joven precisamente en el montaje de una tragedia de Eurípides. Como es bien sabido, estas representaciones se realizan a la luz del día en el extraordinario y mágico Teatro Griego, desde la tarde hasta el anochecer, y suelen convocar a un considerable número de espectadores.

Pero había otra razón que me empujaba a viajar a Sicilia. Necesitaba, para una novela que estaba escribiendo, oír el sonido de la especial habla de los cataneses, y por eso había decidido llegar el sábado por la tarde, asistir al espectáculo dominical, desplazarme el lunes a primera hora a Catania para pasar todo el día en la ciudad y desde allí regresar a Roma con el último vuelo de la tarde.

Nada más entrar en el hotel, tuve una desagradable sorpresa. En el vestíbulo estaba esperándome un periodista de una televisión local con su correspondiente cámara. Por lo visto, el conserje del hotel había avisado de mi llegada. El periodista me entrevistó a propósito de la nueva novela y preguntó si iba a quedarme hasta el lunes, ya que en tal caso me invitaba a la inauguración de una librería. Le di las gracias pero aduje que, por desgracia, pensaba marcharme el lunes por la mañana. Él me comunicó amablemente que aquella misma noche el reportaje se pondría en antena. Me sentía un poco cansado y decidí reposar hasta el anochecer. A la hora de cenar fui a Ortigia, donde sabía de un buen restaurante que, en efecto, hizo honor a su fama, y después me senté en la terraza de un café y pedí un helado. De vez en cuando, algún viandante me reconocía y me dirigía un saludo; es más, dos o tres se acercaron para estrecharme la mano.

Por la mañana, sobre las diez, me llamó una chica a quien no conocía; me dijo que se había enterado por la televisión de mi presencia en la ciudad, que ella estudiaba en la Universidad de Catania y que estaba terminando una tesis sobre una novela mía de carácter histórico, Il re di Girgenti. ¿Sería yo tan amable de concederle una entrevista?

No pude negarme. Resultó una joven agradable e inteligente, pero me entretuvo más de dos horas. Apenas me dio tiempo a comer y descansar media horita antes de ir al teatro.

Había mucha gente y los espectadores ya estaban sentados a la espera del comienzo del espectáculo. Por suerte, unos días atrás le había mandado comprar la entrada al conserje del hotel donde me hospedaba durante mi estancia siracusana.

Cuando llegué finalmente a mi localidad, señalada por un cojín rojo sobre la dura piedra, el asiento de mi izquierda todavía estaba libre. Me alegré en mi fuero interno; ganaría un poco de espacio y podría estar más cómodo, puesto que los espectadores estaban apretados los unos contra los otros, casi con los codos en estrecho contacto.

Mi esperanza de una mínima libertad de movimientos duró muy poco, pues el sitio, justo antes del inicio de la función, fue desconsideradamente ocupado por un sujeto bastante metido en carnes, ligeramente apopléjico, sudoroso y resollante. Al sentarse, poco faltó para que depositara su posadera derecha sobre mi pierna izquierda. Yo me aparté lo mejor que pude y él ni siquiera se disculpó. Por su aspecto —desgarrada camisa azul vaquera con un pañuelo rojo anudado al cuello, cabello crespo y alborotado, bigote poblado y descuidado, y cierta vulgaridad casi deliberadamente exhibida en sus gestos (me bastó ver y oír cómo se sonaba la nariz)—, poco o nada aparentaba tener en común con la representación de una tragedia clásica. Parecía que acabara de terminar de descargar cajas de pescado en el mercado y hubiera corrido al teatro sin tiempo para quitarse la ropa de trabajo y lavarse.

Por fortuna nos encontrábamos al aire libre, y poco después una agradable brisa empujó el olor a pescado en otra dirección. Antes de que la representación, mucho menos emocionante de lo que esperaba, tocara a su fin, mi vecino se levantó y se fue.

Yo, en cambio, creo que fui el último espectador en abandonar el teatro. Aún recordaba con toda claridad el juego de las golondrinas al anochecer, cuando, volando bajo las construcciones escenográficas de cartón piedra, les daban misteriosamente vida, impregnadas de verdaderos graznidos de dolor, de verdadera sangre. Aquella última noche siracusana estaba invitado a cenar en casa de unos amigos a los que llevaba tiempo sin ver. Fuera del teatro vacilé un momento, sin saber si dar un largo paseo hacia Ortigia e ir después directamente a casa de mis amigos o bien pasar primero por el hotel. Decidí esto último, sobre todo para cambiarme el traje, pues se me antojaba que el que vestía todavía apestaba a pescado.

Al entregarme la llave de mi habitación, el conserje me dijo que alguien había llamado hacía unos minutos para preguntar si yo había regresado, pero no había querido dejar nombre ni teléfono.

No debía de ser nada importante, pues, de lo contrario, el anónimo comunicante me habría brindado la posibilidad de llamarlo a mi vez. Subí a la habitación.

Grande fue mi sorpresa cuando, al pasar los objetos personales de un traje a otro, en el bolsillo izquierdo de la chaqueta que llevaba en el teatro descubrí una nota que no recordaba haber puesto allí.

La nota, aproximadamente media página arrancada de un cuadernito cuadriculado, estaba dirigida «al escritor Andrea Camilleri», y el texto sin firma consistía en un verbo en infinitivo, «telefonear», un adverbio de tiempo, «enseguida», y un número de teléfono. Pero había una inquietante posdata: «Llamar desde una cabina pública.»

No me cupo la menor duda: aquella nota me la había metido en el bolsillo aquel desagradable individuo sentado a mi lado y que muy probablemente había sido enviado al teatro sólo con ese propósito.

Me lo confirmó inmediatamente el conserje: sí, la víspera, mientras yo estaba cenando, una voz femenina había preguntado por el número de mi localidad en el teatro. Se había enterado de mi llegada a la ciudad por la televisión y quería encontrar una plaza libre a mi lado.

Pedí al conserje que llamara a la oficina de información para que le facilitaran el nombre y la dirección del titular del teléfono que figuraba en la misteriosa nota. Poco después el conserje me llamó pa

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