La búsqueda del tesoro (Comisario Montalbano 20)

Andrea Camilleri

Fragmento

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2

Decidió no irse a dormir. Seguramente dos o tres horas de sueño no lo beneficiarían, sino todo lo contrario: lo dejarían más aturdido.

«El episodio que he vivido esta noche ha sido igual que una pesadilla —pensó mientras iba a la cocina a preparar otra cafetera de cuatro tazas—. Las pesadillas afloran a la superficie de golpe en cuanto despiertas, y luego la memoria las prolonga, aunque cada vez más borrosas, a lo largo del día, hasta que tras otra noche de sueño desaparecen; entonces cuesta recordarlas, sus contornos y detalles se difuminan poco a poco, se convierten en una especie de mosaico deteriorado por el tiempo, con manchas de pared grisácea en el lugar de los azulejos caídos. Así que veinticuatro horas más de paciencia y olvidarás lo que has visto y te ha sucedido en casa de los Palmisano.»

Porque lo cierto es que no conseguía quitarse de la cabeza la fuerte impresión que le había causado aquel piso.

El bosque de crucifijos, la muñeca hinchable que había envejecido con su propietario, el cuarto de los pianos con las telarañas, el ratón concertista, la luz trémula de las lámparas de petróleo... y Gregorio desnudo, más seco que un esqueleto, y Caterina con un solo diente... Como película de terror no estaba mal.

El problema es que no se trataba de una historia de ficción, sino verdadera, de una realidad, aunque a esa realidad tan absurda le faltara muy poco para ser ficción.

De todos modos, el verdadero problema, que él había intentado soslayar hablando de pesadillas, verdad y ficción, consistía en algo que no quería afrontar, es decir: la diferencia de comportamiento entre sus hombres y él.

Y que tampoco ahora afrontó, aprovechando que el café ya estaba hecho.

Se lo llevó a la galería, se sentó y tomó la primera taza de la segunda cafetera.

Contempló largamente el cielo, el mar, la playa. El día que estaba naciendo quería ser saboreado poco a poco, como una confitura demasiado dulce.

—Buenos días, comisario —lo saludó el habitual y solitario pescador matutino, que estaba trajinando en su barca.

Él respondió levantando un brazo.

—¡Buena pesca! —le deseó.

«¿Puedo hablar? —inquirió Montalbano segundo, apareciendo de improviso, y atacó sin esperar respuesta—: El problema que estás tratando de evitar puede reducirse a dos preguntas. La primera: ¿por qué Gallo y Galluzzo no estaban nada asustados por el bosque de crucifijos e incluso los apartaban con cierta indiferencia? La segunda: ¿por qué Mimì Augello, al ver la muñeca hinchable, no pareció impresionado e incluso sonrió pensando que Gregorio era un viejo gorrino?»

«Bueno, cada uno está hecho de una manera y se comporta en consecuencia», dijo Montalbano primero, desarmado.

«Eso es una perogrullada. El problema es que hubo un tiempo en que nuestro comisario habría reaccionado como Gallo y Galluzzo ante los crucifijos y como Mimì ante la muñeca. Un tiempo pasado.»

«¿Vamos al grano?», sugirió, comprendiendo adónde quería ir a parar el otro.

«Ya concluyo. A mi entender, de entonces a ahora, el señor comisario ha cambiado por culpa de la edad, pero le cuesta bastante admitirlo, mejor dicho, más que costarle, se niega a aceptarlo. Por así decirlo, está como si le hubieran hecho un trasplante de ojos.»

«Pero ¿qué bobada es ésa?»

«Ya sé que todavía no hemos llegado al trasplante de ojos. Pero a él la edad le ha hecho esa operación. Ahora tiene unos ojos diferentes, implantados en una cabeza que envejece.»

«¿Diferentes en qué sentido?»

«Bastante más sensibles. No sólo ven las cosas, sino que también perciben el halo que las rodea, una especie de ligero vapor acuoso que desprenden y que...»

«Y, según tú, ¿qué halo había alrededor de la muñeca hinchable?», preguntó desafiante Montalbano primero.

«El halo de la desesperación, de la soledad. La soledad de un hombre que pasa la noche abrazado a una muñeca inerte con la ilusión de que es una criatura viva, e incluso la llama “amor mío”.»

«Vamos, acaba.»

«En conclusión: al comisario empieza a fallarle la frialdad, el distanciamiento ante los hechos. Se deja involucrar, turbar. También antes se dejaba atrapar, pero ahora, con la edad, se ha vuelto demasiado... ¿cómo decirlo?... demasiado vulnerable.»

—¡Ya está bien! —exclamó Montalbano, levantándose de golpe—. Estoy hasta las pelotas de vosotros dos.

Contrariamente a lo que había decidido, se acostó para dormir un par de horas, y cuando sonó el despertador se levantó, tal como había previsto, totalmente aturdido.

Ducha, afeitado y muda limpia no mejoraron mucho las cosas, aunque al menos consiguieron ponerlo en condiciones de presentarse en la comisaría.

Cuando lo vio entrar, Catarella se puso en pie de un salto y empezó a aplaudir.

—¡Bravo, dottori! ¡Bravo!

—¿Qué te pasa? ¿Acaso estamos en el teatro?

—¡Ah, dottori, dottori! ¡Qué valiente, madre mía! ¡Qué ágil! ¡Qué rápido! ¡Un equilibrista de circo, eso paricía!

—¿Quién?

—¡Usía, dottori! ¡Era mejor que en el cine! ¡Esta mañana lo hemos visto en la tilivisión!

—¡¿A mí?!

—¡Sí, siñor dottori, a usía! Cuando subía por la escalera de los bomberos, revólver en mano, ¿sabe de quién era la viva estampa?

—No.

—Era clavado a Brus Uillis. ¿Conoce a ese actor amiricano que siempre se encuentra en medio de tiroteos, edificios que estallan y barcos que se hunden...?

—Bueno, bueno, cálmate y mándame a Fazio.

¡Joder, lo que le faltaba! ¡Ahora, la media ciudad que no lo había visto por la noche en vivo y en directo podía descojonarse a sus espaldas viéndolo en la televisión! ¡Bruce Willis, nada menos! Pero ¡si lo que parecía era una película de los hermanos Marx!

—Buenos días, dottore.

—¿Cómo acabó la cosa con los Palmisano?

—¿Cómo quiere que acabara? El fiscal Tallarita les ha imputado un montón de cargos: resistencia a la autoridad, intento de homicidio múltiple, tentativa de masacre...

—¿Adónde los han llevado?

—A una clínica para enfermos mentales, sometidos a vigilancia poli

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