1
Después todos se acordarían: el camarero del servicio de habitaciones, las dos ancianas del ascensor, el matrimonio del pasillo de la cuarta planta. Dijeron que el hombre era enorme, y todos mencionaron el olor: a sudor.
Collini subió a la cuarta planta. Fue mirando los números, habitación 400, suite Brandemburgo. Llamó a la puerta.
—¿Sí?
El hombre que apareció en el marco de la puerta tenía ochenta y cinco años, pero parecía mucho más joven de lo que esperaba Collini, a quien le corría el sudor por la nuca.
—Buenos días. Soy Collini, del Corriere della Sera. —Lo dijo de manera casi ininteligible, preguntándose si el hombre le pediría que le enseñara una acreditación.
—Ya, encantado. Pase, por favor. Será mejor que hagamos aquí la entrevista.
El hombre le tendió la mano y Collini reculó: no quería tocarlo. Todavía no.
—Estoy sudando —repuso. Se arrepintió de haberlo dicho, sonaba raro. Nadie diría algo así, pensó.
—Sí, hoy hace un calor sofocante, va a caer un chaparrón —comentó el anciano amablemente, aunque no era verdad: allí la temperatura era agradable, el aire acondicionado apenas se oía.
Entraron en la habitación: moqueta beige, madera oscura, ventanal, todo caro y de calidad. Desde la ventana se veía la puerta de Brandemburgo, que a Collini se le antojó extrañamente cercana.
Veinte minutos después, el hombre había muerto. Tenía cuatro proyectiles alojados en el occipucio; uno giró en el cerebro, y al salir le arrancó media cara. La moqueta beige absorbió la sangre, el cerco oscuro iba extendiéndose poco a poco. Collini dejó la pistola en la mesa, se acercó al hombre que yacía en el suelo y miró fijamente las manchas de la edad que éste tenía en el dorso de las manos. Le dio la vuelta al muerto con el pie y, de pronto, le clavó el tacón en la cara, lo miró, volvió a pisarlo. No podía parar de golpearlo una y otra vez, sangre y masa encefálica salpicaron las perneras del pantalón, la moqueta, la cama. Más tarde, el médico forense no fue capaz de determinar el número de pisotones; debido a la violencia, los pómulos, la mandíbula, la nariz y el cráneo quedaron deshechos. Collini sólo se detuvo cuando se le rompió el tacón del zapato. Se sentó en la cama, el sudor le corría por la cara. Su pulso tardó en apaciguarse. Esperó hasta volver a respirar con normalidad. Luego se levantó, se santiguó, salió de la habitación y fue a la planta baja en ascensor. Cojeaba, ya que le faltaba un tacón, y los clavos que sobresalían arañaban el mármol. En el vestíbulo le dijo a la joven de recepción que llamara a la policía. Ella hizo preguntas, se puso a gesticular. Él se limitó a decir: «Habitación cuatrocientos, está muerto.» A su lado, en el panel electrónico del vestíbulo, se leía: «23 de mayo de 2011, 20.00, salón Spree: Asociación Alemana de Ingeniería Mecánica.»
Se sentó en uno de los sofás azules del vestíbulo. Si deseaba tomar algo, le preguntó el camarero. Collini contestó que no. Miró detenidamente el suelo: las huellas de sus zapatos podían seguirse por el mármol de la planta baja hasta el ascensor y de ahí a la suite. Collini esperaba a que lo detuvieran. Se había pasado la vida esperando, siempre en silencio.
2
—Caspar Leinen, letrado de guardia.
En la pantalla del teléfono aparecía un número del juzgado de instrucción.
—Juzgado de instrucción de Tiergarten, soy Köhler, juez instructor. Tenemos a un imputado sin asistencia letrada. La fiscalía solicita prisión provisional por asesinato. ¿Cuánto necesita para llegar al juzgado?
—Unos veinticinco minutos.
—Bien, haré que el imputado comparezca dentro de cuarenta minutos. Preséntese en la sala doscientos doce.
Caspar Leinen colgó. Al igual que muchos abogados jóvenes, se había apuntado al turno de oficio para cubrir las guardias del Colegio de Abogados. Los fines de semana, los abogados recibían un teléfono móvil y tenían que estar disponibles. La policía, la fiscalía y los jueces hacían uso de esos teléfonos. Si alguien era detenido y solicitaba un abogado, las autoridades podían llamarlos. Así era como los abogados jóvenes conseguían sus primeros pleitos.
Leinen era abogado desde hacía cuarenta y dos días. Después de aprobar los exámenes pertinentes, se había tomado un año sabático y había viajado por África y Europa, casi siempre alojándose en casa de antiguos amigos del internado. Desde hacía unos días, en el portal de su casa había una placa: CASPAR LEINEN - ABOGADO. Le parecía un tanto pomposo, pero aun así le gustaba. El bufete, de dos habitaciones, se encontraba en un piso interior de una bocacalle de la Kurfürstendamm. Aunque carecía de ascensor y los clientes tenían que subir por una escalera estrecha, Leinen era su propio jefe, no tenía que rendir cuentas a nadie.
Era domingo por la mañana, llevaba horas poniendo orden en el despacho. Había cajas de la mudanza abiertas por todas partes, las sillas para los clientes eran de un mercadillo, el armario metálico para las actas estaba vacío. La mesa se la había regalado su padre.
Tras la llamada del juez, Leinen buscó la americana, que encontró bajo un montón de libros. Cogió la toga nueva del tirador de la ventana, la metió en la cartera y salió a la carrera. Veinte minutos después estaba en la sala del juez instructor.
—Soy Leinen, el abogado, buenos días. Me ha telefoneado. —Jadeaba un poco.
—Ya, del turno de oficio, ¿no? Bien, bien. Soy Köhler.
El juez se levantó para estrecharle la mano. Tendría unos cincuenta años, llevaba una americana jaspeada y gafas de lectura. Parecía afable, quizá algo despistado. Engañaba.
—El caso Collini. ¿Quiere hablar con su cliente? De todas formas, tenemos que esperar al fiscal. Va a venir incluso el jefe del departamento, el fiscal jefe Reimers, y eso que es fin de semana... Bueno, probablemente sea para que conste en acta. Entonces, ¿quiere hablar con él?
—Me gustaría —respondió Leinen.
Por un momento pensó qué podría ser tan importante en ese asesinato para que acudiera Reimers en persona, pero se olvidó de ello cuando el agente judicial abrió una puerta. Tras ella bajaba una escalera de piedra estrecha y empinada. Por ella se conducía a los detenidos desde el calabozo ante el juez. En el primer escalón, en la penumbra, aguardaba un hombre gigantesco, apoyado contra la pared encalada; su cabeza eclipsaba casi por completo la única luz existente. Tenía las manos esposadas a la espalda.
El agente dejó pasar a Leinen y a continuación cerró la puerta. El abogado se quedó a solas con el hombre.
—Buenos días, me llamo Leinen, soy abogado.
En el escalón no había mucho sitio, el hombre estaba demasiado cerca.
—Fabrizio Collini. —Miró un instante a Leinen—. No necesito ningún abogado.
—Me temo que sí. Según la ley, en un caso como éste un abogado ha de encargarse de su defensa.
—No quiero defenderme —afirmó Collini. También su cara era enorme. El mentón ancho, la boca una mera raya, la frente abombada—. Maté a ese hombre.
—¿Ya le tomaron declaración en comisaría?
—No.
—En ese caso será mejor que no diga nada ahora. Hablaremos cuando haya leído el expediente.
—No quiero hablar —replicó en tono grave y como ausente.
—¿Es usted italiano?
—Sí, pero llevo treinta y cinco años en Alemania.
—¿Quiere que informe a su familia?
—No tengo familia —repuso Collini sin mirarlo.
—¿Amigos?
—No tengo a nadie.
—Bien, en tal caso empezaremos.
Leinen llamó, y el agente judicial abrió de nuevo la puerta. En la sala, el fiscal jefe Reimers ya estaba sentado a la mesa, Leinen se presentó brevemente. El juez sacó un expediente del montón que tenía delante. Collini tomó asiento en un banco de madera tras una balaustrada baja, y el agente se situó a su lado.
—Por favor, quítele las esposas al inculpado —ordenó Köhler.
El agente obedeció, y Collini se frotó las muñecas. Leinen jamás había visto unas manos tan grandes.
—Buenos días. Me llamo Köhler y soy el juez instructor del caso. —Señaló al fiscal—: Éste es el fiscal jefe Reimers, a su letrado ya lo conoce. —Carraspeó, su tono se volvió neutro, pasó a hablar sin ninguna entonación—. Fabrizio Collini, está hoy aquí porque el ministerio fiscal ha solicitado prisión provisional para usted por asesinato. En esta comparecencia decidiré si ratifico dicha petición. ¿Entiende usted bien el alemán?
Collini asintió.
—Por favor, díganos cuál es su nombre completo.
—Fabrizio Maria Collini.
—¿Fecha y lugar de nacimiento?
—Veintiséis de marzo de 1934 en Campomorone, Génova.
—¿Nacionalidad?
—Italiana.
—¿Domicilio actual?
—Böblingen, Taubenstrasse, número diecinueve.
—¿A qué se dedica?
—Fabricaba herramientas. Trabajé treinta y cuatro años en la Daimler, acabé siendo jefe. Estoy jubilado desde hace dos años.
—Gracias.
El juez pasó a Leinen el auto de prisión, dos hojas en papel rojo. Estaba sin firmar. Los datos procedían del atestado de la brigada de Homicidios. Köhler lo leyó en voz alta: Fabrizio Collini se reunió con Jean-Baptiste Meyer en la suite número 400 del hotel Adlon y lo mató de cuatro disparos en el occipucio. Todavía no había prestado declaración, pero había sido detenido por las huellas dactilares halladas en el arma homicida, la sangre en la ropa y los zapatos, los restos de pólvora en las manos y las declaraciones de testigos.
—Señor Collini, ¿ha entendido de qué se le acusa?
—Sí.
—Según la ley, es usted libre de contestar a las preguntas que se le formulen. Si guarda silencio, no podrá ser utilizado en su contra. Puede solicitar la obtención de pruebas, por ejemplo nombrar testigos. Y consultar a un abogado siempre que lo desee.
—No quiero decir nada.
Leinen no podía dejar de mirar las manos de Collini.
—Hágalo constar: el acusado no quiere declarar —dijo Köhler a la secretaria judicial. Y, acto seguido, a Leinen—: ¿Le gustaría decir algo en favor del inculpado, letrado?
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