El ladrón de meriendas (Comisario Montalbano 3)

Andrea Camilleri

Fragmento

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Dos

—Pase, pase —dijo jovialmente la señora Cosentino, una pelota bigotuda de irresistible simpatía.

Montalbano entró en un comedor con sala de estar. La mujer se dirigió muy preocupada a su marido.

—No has podido descansar, Pepè.

—El deber. El deber es el deber.

—¿Usted ha salido esta mañana, señora?

—Nunca salgo antes de que regrese Pepè.

—¿Conoce a la señora Lapecora?

—Sí, señor. Cuando coincidimos esperando el ascensor, charlamos un poco.

—¿Hablaba también con el marido?

—No, señor. No me caía bien. Si me permite un momento...

La mujer se retiró.

—¿Dónde presta usted servicio?

—En el depósito de sal. Desde las ocho de la tarde a las ocho de la mañana.

—Ha sido usted quien ha descubierto el cadáver, ¿verdad?

—Sí, señor. Debían de ser las ocho y diez como máximo, el depósito está a dos pasos de aquí. Pulsé el botón de bajada del ascensor...

—¿No estaba abajo?

—No. Recuerdo muy bien que lo hice bajar.

—Como es natural, usted no sabe en qué piso estaba detenido.

—Lo he pensado, comisario. Por el rato que tardó en bajar, para mí que estaba en el quinto. Creo que lo he calculado bien.

No encajaba. Elegantemente vestido, el señor Lapecora...

—Por cierto, ¿cómo se llamaba?

—Aurelio, pero lo llamaban Arelio.

... en lugar de bajar, había subido un piso. El sombrero gris indicaba que estaba a punto de salir a la calle y no iba a visitar a nadie del edificio.

—¿Y después qué hizo?

—Pues nada. Bueno, al llegar el ascensor, abrí la puerta y vi al muerto.

—¿Lo tocó?

—¿Cree que soy tonto? Yo tengo experiencia en estas cosas.

—¿Cómo se dio cuenta de que estaba muerto?

—Ya se lo he dicho, tengo experiencia. Corrí a la verdulería y les llamé a ustedes. Después monté guardia junto al ascensor.

Entró la señora Cosentino con una taza de humeante café.

—¿Le apetece un poco de café?

Al comisario le apeteció. Después se levantó para marcharse.

—Espere un momento —dijo el guardia jurado, abriendo un cajón y entregándole un pequeño bloc de notas y un bolígrafo—. Es que tiene usted que tomar notas —explicó al ver la inquisitiva mirada del comisario.

—¿Acaso estamos en la escuela? —contestó Montalbano en tono enojado.

No soportaba a los policías que tomaban notas. Cuando veía alguno que lo hacía en la televisión, cambiaba de canal.

En el apartamento de al lado vivía la señora Gaetana Pinna, la de las piernas como troncos de árbol. En cuanto vio a Montalbano, la mujer lo atacó.

—¿Por fin se han llevado al muerto?

—Sí, señora. Puede utilizar el ascensor. No, no cierre. Tengo que hacerle unas cuantas preguntas.

—¿A mí? Yo no tengo nada que decir.

Se oyó una voz desde el interior, pero más que una voz parecía un retumbo.

—¡Tanina! ¡No seas grosera! ¡Haz pasar al señor!

El comisario entró en el consabido comedor-sala de estar. Sentado en camiseta en un sillón, con una sábana sobre las rodillas, había un elefante, un hombre de proporciones gigantescas. Los pies descalzos que asomaban por debajo de la sábana parecían patas; e incluso la nariz, larga y colgante, era como una trompa.

—Siéntese —dijo el hombre, que evidentemente estaba deseando hablar, indicándole una silla—. A mí, cuando mi mujer se pone tan antipática, me entran ganas de... de...

—¿... barritar? —se le escapó a Montalbano.

Por suerte, el otro no lo entendió.

—... de partirle la cabeza. Dígame.

—¿Usted conocía al señor Aurelio Lapecora?

—Yo no conozco a nadie de este edificio. Vivo aquí desde hace cinco años y no conozco ni a un perro. Desde hace cinco años no llego ni siquiera al rellano. No puedo mover las piernas, me cuesta un gran esfuerzo. Como no cabía en el ascensor, aquí arriba me subieron cuatro descargadores del muelle. Me embalaron como un piano.

Soltó una carcajada semejante a un fragor de truenos.

—Yo conocía al señor Lapecora —terció la mujer—. Era un hombre antipático. Le costaba horrores saludar a la gente.

—Y usted, señora, ¿cómo se enteró de que había muerto?

—¿Que cómo me enteré? Tenía que salir para hacer la compra y llamé al ascensor. Pero nada, no subía. Pensé que alguien se habría dejado la puerta abierta, tal como suele ocurrir con esta gentuza que vive en el edificio. Bajé a pie y vi al guarda jurado que montaba guardia junto al cadáver. Y, cuando regresé de la compra, tuve que subir la escalera a pie, y aún me falta la respiración.

—Menos mal, así hablarás menos —dijo el elefante.

FAM. CRISTOFOLETTI, decía la placa de la puerta del tercer apartamento, pero, a pesar de lo mucho que llamó al timbre el comisario, nadie abrió. Volvió a llamar a la puerta del apartamento de los Cosentino.

—Dígame, comisario.

—¿Sabe usted si la familia Cristofoletti...?

El guardia jurado se dio un manotazo en la frente.

—¡Olvidé decírselo! Con eso del muerto, se me fue de la cabeza. Los señores Cristofoletti están en Montelusa. A la señora Romilda la han operado, cosas de mujeres. Está previsto que regresen mañana.

—Gracias.

—De nada.

Montalbano dio dos pasos en el rellano, retrocedió y volvió a llamar.

—Dígame, comisario.

—Antes usted me ha dicho que tenía experiencia con los muertos. Y eso, ¿por qué?

—Trabajé varios años como enfermero.

—Gracias.

—De nada.

Bajó al quin

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