La forma del agua (Comisario Montalbano 1)

Andrea Camilleri

Fragmento

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Dos

—Otra vez.

—No —dijo Livia, sin dejar de mirarlo, con los ojos iluminados por la tensión amorosa.

—Por favor.

—No, he dicho que no.

«Me gusta que me fuercen un poquito», recordó que ella le había susurrado una vez al oído; entonces, presa de la excitación, trató de introducirle una rodilla entre los apretados muslos mientras le sujetaba fuertemente las muñecas y le abría los brazos como si estuviera crucificada.

Se miraron un momento con afanosa respiración y ella cedió de repente.

—Sí —dijo—. Sí. Ahora.

Justo en aquel momento, sonó el teléfono. Sin abrir tan siquiera los ojos, Montalbano alargó el brazo, pero no para coger el teléfono, sino más bien para asir los bordes fluctuantes del sueño que inexorablemente se estaba desvaneciendo.

—¡Diga!

Estaba furioso con el inoportuno comunicante.

—Señor comisario, tenemos un cliente.

Reconoció la voz del sargento Fazio. El otro de igual graduación, Tortorella, aún estaba en el hospital por una grave herida en el vientre causada por la bala que le había disparado uno que quería hacerse pasar por mafioso, pero que, en realidad, era un cabrón de tres al cuarto. En su jerga, un cliente significaba un muerto del que se tenían que encargar.

—¿Quién es?

—Aún no lo sabemos.

—¿Cómo lo han matado?

—No lo sabemos. Es más, ni siquiera sabemos si lo han matado.

—No lo entiendo, sargento. ¿Me despiertas sin saber una mierda?

Respiró hondo para que se le pasara aquel enfado que el otro aguantaba con más paciencia que un santo.

—¿Quién lo ha encontrado?

—Dos basureros en el aprisco, en el interior de un coche.

—Voy enseguida. Entretanto, llama a Montelusa, que vengan los de la Policía Científica, y avisa al juez Lo Bianco.

Mientras se duchaba, llegó a la conclusión de que el muerto tenía necesariamente que pertenecer a la cosca, la familia mafiosa, de los Cuffaro de Vigàta. Ocho meses atrás, probablemente como consecuencia de repartos territoriales, había estallado una encarnizada guerra entre los Cuffaro y los Sinagra de Fela; un muerto al mes, de manera alterna y sistemática: uno en Vigàta y otro en Fela. El último de ellos, un tal Mario Salino, había sido tiroteado en Fela por los vigateses, por lo que estaba claro que, esta vez, le había tocado a uno de los Cuffaro.

Antes de salir de casa —vivía solo en un pequeño chalet en la playa, al otro lado del aprisco—, sintió el deseo de llamar a Livia a Génova. Ella contestó de inmediato, medio adormilada.

—Perdona, quería oír tu voz.

—Estaba soñando contigo —le dijo ella—. Estabas conmigo.

Montalbano iba a decirle que él también había soñado con ella, pero se lo impidió un absurdo pudor. En su lugar, preguntó:

—¿Qué hacíamos?

—Lo que no hacemos desde hace demasiado tiempo —contestó ella.

En la comisaría, aparte del sargento, encontró sólo a tres agentes. Los demás estaban con el propietario de una tienda de ropa que le había pegado un tiro a su hermana a causa de una herencia y después se había largado. Abrió la puerta de la sala de seguridad. Los dos basureros estaban sentados en el banco muy pegados el uno al otro y con el semblante pálido a pesar del sofocante calor.

—Esperadme, vuelvo enseguida —les dijo Montalbano.

Le miraron resignados, sin molestarse en contestar. Era bien sabido que, cuando alguien se topaba con la ley por la razón que fuera, la cosa siempre iba para largo.

—¿Alguno de vosotros ha avisado a los periodistas? —preguntó el comisario a sus hombres.

Los agentes negaron con la cabeza.

—Mucho ojo, no quiero que estén a todas horas tocándome los cojones.

Galluzzo se adelantó tímidamente y levantó dos dedos como si pidiera permiso para ir al retrete.

—¿Ni siquiera a mi cuñado?

El cuñado de Galluzzo era el periodista de Televigàta que llevaba la sección de sucesos, y Montalbano se imaginaba la trifulca familiar si Galluzzo no le decía nada. De hecho, Galluzzo lo miraba con expresión suplicante y desesperada.

—Bueno. Que vaya cuando se haya levantado el cadáver. Y sin fotógrafos.

Se fueron en el automóvil de servicio, dejando a Giallombardo de guardia. Conducía Gallo, quien, junto con Galluzzo, era aficionado a cuchufletas del tipo «Comisario, ¿qué se cuenta en el gallinero?», y Montalbano, que lo conocía muy bien, le advirtió:

—No hace falta que corras.

Pero, al llegar a la curva de la iglesia del Carmen, Peppe Gallo no pudo más, aceleró y derrapó. Sintieron un golpe seco, como un pistoletazo, y el coche patinó. Bajaron. El neumático posterior derecho colgaba reventado; habían estado trabajándolo un buen rato con una hoja muy afilada y los cortes se veían con toda claridad.

—¡Cabrones, hijos de la gran puta! —estalló el sargento.

Montalbano se enfadó en serio.

—¡Pero si ya sabéis que una vez cada quince días nos rajan los neumáticos! ¡Maldita sea! Y eso que cada mañana os lo digo: ¡echadles un vistazo antes de salir! ¡Y a vosotros, en cambio, os importa una mierda, capullos! ¡Hasta que alguien se rompa la crisma!

Entre una cosa y otra, fueron necesarios diez minutos largos para cambiar la rueda y, cuando llegaron al aprisco, los de la Científica de Montelusa ya se encontraban en el lugar de los hechos. Estaban en la fase meditativa, como la llamaba Montalbano: es decir, cinco o seis agentes dando vueltas alrededor del coche, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos o en la espalda. Parecían filósofos enfrascados en profundos pensamientos, pero en realidad caminaban con los ojos muy abiertos, buscando en el suelo un indicio, un rastro, una huella. En cuanto Jacomuzzi, el jefe de la Científica, lo vio, corrió a su encuentro.

—¿Cómo es posible que no haya periodistas?

—Yo no he querido.

—Esta vez te van a pegar un tiro por hacerles perder una noticia de semejante calibre. —Jacomuzzi estaba visiblemente alterado—. ¿Sabes quién es el muerto?

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