Cualquier otro día

Dennis Lehane

Fragmento

Prólogo
Prólogo

Debido a las restricciones para viajar impuestas por el Departamento de la Guerra a los equipos de la liga nacional de béisbol, la Serie Mundial de 1918 se jugó durante el mes de septiembre y se dividió en dos sedes distintas. Los Cubs de Chicago albergaron los tres primeros partidos y los cuatro últimos se disputaron en Boston. El 7 de septiembre, después de perder los Cubs el tercer partido, los dos equipos montaron en un tren de la Michigan Central Railroad para emprender un viaje de veintisiete horas, y Babe Ruth se emborrachó y se puso a robar sombreros.

De entrada, hubo que llevarlo al tren a empujones. Después del partido se había ido a un local que quedaba a escasas manzanas al este de Wabash donde cualquiera podía encontrar una partida de cartas, una provisión fiable de alcohol y una o dos mujeres, y si no llega a ser por Stuffy McInnis, que sabía dónde buscarlo, habría perdido el tren de vuelta a casa.

Así las cosas, Ruth vomitó desde la plataforma trasera del furgón de cola mientras el tren abandonaba lentamente la estación central, poco después de las ocho de la tarde, y se abría paso entre los apartaderos de ganado. Por culpa del humo y el hedor que emanaba del ganado sacrificado, el aire parecía espeso como la lana, y a Ruth le resultaba imposible encontrar una sola estrella en la negrura del cielo. Bebió un trago de su petaca, hizo buches y gárgaras para enjuagarse el vómito con el whisky de centeno y luego lo escupió por encima de la barandilla de hierro y se quedó contemplando cómo se alzaban ante sus ojos los destellos del perfil arquitectónico de Chicago a medida que el tren iba alejándose. Tal como solía ocurrirle cuando abandonaba una ciudad con el cuerpo cargado de licor, se sentía gordo y huérfano.

Bebió un poco más de whisky. A los veintitrés años, se estaba convirtiendo por fin en uno de los bateadores más temidos de la liga. De los noventa y seis home runs contabilizados por la liga en una temporada, él había conseguido once. Ahí es nada, casi el doce por ciento. Aun contando con el bajón de tres semanas que había sufrido en junio, los lanzadores habían empezado a tratarlo con respeto. Y también los bateadores de los equipos rivales, no en vano Ruth había llevado con su bate a los Sox esa temporada hasta las trece victorias. Además, había empezado cincuenta y nueve partidos en la posición de exterior izquierdo y trece como primera base.

Sin embargo, no era capaz de golpear pelotas lanzadas por un zurdo. Era su punto débil. Incluso cuando todas las plantillas estaban ya bajo mínimos porque muchos jugadores se habían alistado en el ejército, Ruth tenía una debilidad que los entrenadores rivales habían empezado a explotar.

Que se jodan.

Se lo dijo al viento, antes de beber otro trago de la petaca, un regalo de Harry Frazee, el dueño de la franquicia. Ruth había abandonado el equipo en julio. Se había ido a jugar con los Chester Shipyards de Pensilvania porque Barrow, el entrenador, lo valoraba más como lanzador que como bateador, y Ruth estaba harto de lanzar. Si eliminas a los bateadores rivales con tus lanzamientos, te llevas un aplauso. Si consigues un home run bateando, la masa entra en erupción. El problema fue que en los Chester Shipyards también lo preferían como lanzador. Cuando Frazee amenazó con demandarlos, los de Pensilvania mandaron a Ruth de vuelta a casa.

Frazee había ido a recogerlo a la estación y lo había escoltado hasta el asiento trasero de su cupé Rauch & Lang Electric Opera. Era un coche granate con embellecedores negros y a Ruth siempre le asombraba comprobar que se podía ver reflejado en el acero a cualquier hora del día, hiciera el tiempo que hiciese. Le preguntó cuánto costaba un bólido como aquél y Frazee, sin dejar de acariciar la tapicería gris mientras el conductor avanzaba por Atlantic Avenue, contestó:

—Más que usted, señor Ruth. —Y le entregó la petaca.

La inscripción grabada en el peltre rezaba:

RUTH, G. H.

CHESTER, Penna

7/1/18 - 7/7/18

En aquel furgón de cola, Babe Ruth rozó los surcos en la superficie de la petaca y bebió otro trago grande mientras la peste a grasa de la sangre de las vacas se mezclaba con el olor metálico de los barrios fabriles y los raíles calientes. «¡Soy Babe Ruth!», quería gritar desde el tren. Y cuando no estoy borracho y solo en la plataforma trasera de un furgón de cola, soy alguien a tener muy en cuenta. Soy una rueda más en el engranaje, sí, lo sé muy bien, pero una rueda recubierta de diamantes. La madre de todas las ruedas. Algún día...

Ruth alzó la petaca y brindó por Harry Frazee y por todos los Harry Frazee del mundo con una ristra de epítetos indecentes y una sonrisa radiante. Luego bebió un trago que le subió directo a los párpados y se los cerró de un tirón.

—Me voy a dormir, puta vieja —susurró a la noche, al horizonte de la ciudad, al olor a carne descuartizada. A los oscuros campos del Medio Oeste que se extendían hasta la lejanía. A todas las poblaciones cenicientas y fabriles que quedaban entre aquel punto y Governor’s Square. Al cielo cargado de humo, sin una sola estrella.

Se metió a trompicones en el compartimento de lujo reservado para él, Jones, Scott y McInnis, y cuando se despertó, a las seis de la mañana, con toda la ropa puesta, estaba en Ohio. Desayunó en el vagón comedor y se bebió dos cafeteras mientras contemplaba el humo que brotaba de las chimeneas de las fundiciones y de las fábricas de acero agazapadas en las colinas. Le dolía la cabeza. Echó unas gotas del líquido de su petaca a la taza de café, y dejó de dolerle. Jugó un poco a la canasta con Everett Scott y luego el tren se detuvo un buen rato en Summerford, una población llena de fábricas como cualquier otra, y todos bajaron a estirar las piernas en un campo que quedaba junto a la estación, y entonces fue cuando, por primera vez, oyó hablar de una huelga.

Eran Harry Hooper, el capitán de los Sox, jardinero derecho, y Dave Shean, el segunda base, que hablaban con el jardinero izquierdo de los Cubs, Leslie Mann, y con el receptor, Bill Killefer. McInnis decía que esos cuatro se habían pasado todo el viaje tramando algo juntos, como uña y carne.

—¿Algo como qué? —preguntó Ruth, aunque no estaba seguro de que le importara demasiado.

—No lo sé —contestó Stuffy—. ¿Dejar pasar las bolas altas a cambio de dinero, por ejemplo? ¿O amañar resultados?

Hooper cruzó el campo para acercarse a ellos.

—Chicos, vamos a hacer huelga.

Stuffy McInnis le contestó:

—Estáis borrachos.

Hooper dijo que no con la cabeza.

—Nos están jodiendo, chicos.

—¿Quién?

—La Comisión. ¿A ti quién te parece? Heydler, Hermann, Johnson. Esa gente.

Stuffy McInnis esparció algo de tabaco en un papel de fumar que luego lamió con delicadeza mientras retorcía los dos extremos.

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