Los muros que nos encierran

Nova Ren Suma

Fragmento

Título

Amber:

Enloquecimos

Aquella noche calurosa enloquecimos. Aullamos, gritamos, perdimos el control. Éramos chicas —algunas de catorce y quince años; otras de dieciséis, diecisiete—, pero cuando las cerraduras se desactivaron, las puertas de nuestras celdas se abrieron de par en par y no había nadie que nos metiera a empujones, hicimos el sonido de animales salvajes, de hombres.

Desbordamos los pasillos, nos amontonamos en la oscuridad fría, confinada. Abandonamos nuestros colores asignados: verde para la mayoría; amarillo para las que estábamos segregadas; naranja de conos de tráfico, para las que tenían la desgracia de ser nuevas. Abandonamos nuestras pieles de overoles. Enseñamos nuestros tatuajes flácidos y furiosos.

Cuando afuera retumbó un rayo, irrumpimos en las alas A y B. Incluso nos arriesgamos en el ala D, de suicidas y en aislamiento.

Éramos gasolina que avanzaba hacia un cerillo encendido. Mostrábamos los dientes. Teníamos los puños cerrados. Éramos una estampida de pies resbaladizos. Enloquecimos, como cualquiera hubiera hecho. Perdimos el control, frágil de por sí.

Procuren entender. Considerando los crímenes por los que nos encerraron, considerando los actos horribles de los que nos acusaron y por los que nos condenaron, las cosas que algunas habíamos hecho sin remordimientos y las que algunas habíamos jurado no haber cometido (habíamos jurado por nuestras madres, si las teníamos; habíamos jurado por nuestras mascotas, si teníamos un cachorrito o un gato escuálido; habíamos jurado por nuestras míseras vidas, si no teníamos a nadie), después de tanto tiempo tras las rejas, esta noche éramos libres, éramos libres, éramos libres.

A algunas nos pareció aterrador.

Esta noche, el primer sábado del ahora infame agosto, había cuarenta y un chicas encerradas en la Correccional para Adolescentes Aurora Hills, en la frontera norte del estado, lo cual quiere decir que nos faltaba una para llegar a nuestra capacidad total. Todavía no éramos cuarenta y dos.

Para nuestro asombro, nuestro deleite, las celdas de las alas B, C y A, e incluso la D, se habían abierto y nos encontrábamos de pie en la oscuridad: un estruendo de corazones palpitantes. De pie afuera de nuestras jaulas. De pie, afuera.

Nos asomamos a las estaciones de los guardias: estaban vacías.

Nos asomamos a las rejas corredizas al final de nuestros pasillos: estaban abiertas de par en par.

Levantamos la vista hacia los reflectores en los techos altos: la luz de los focos era tenue.

Nos asomamos (o lo intentamos; así nos empujaron nuestros cuerpos) por los resquicios de las ventanas para ver la tormenta, todo el complejo. Si tan sólo hubiéramos podido ver más allá del perímetro con triple cerca, más allá de los rollos de alambre de púas. Más allá de las torres de vigilancia. Más allá del camino estrecho que se precipitaba colina abajo a la reja de hierro que se erguía al fondo. Recordamos, de aquella vez que el pequeño autobús pintado de azul del reclusorio del condado nos había subido hasta aquí, recordamos que no estábamos tan lejos de la avenida.

Entonces lo entendimos, que tendríamos muy poco tiempo antes de que los celadores del reformatorio regresaran a sus puestos. Quizá debimos haber sido más prudentes con respecto a nuestra repentina libertad, cuidadosas. No lo fuimos. No cuestionamos las cerraduras abiertas. No entonces. No nos detuvimos a preguntarnos por qué no se habían activado las luces de emergencia, por qué no sonaban las alarmas. Tampoco pensamos en los celadores que se suponía estaban de guardia aquella noche, a dónde habrían ido, por qué sus cabinas estaban desocupadas, sus sillas, vacías.

Nos separamos, nos dispersamos. Atravesamos barreras que antes siempre habían estado cerradas para nosotras. Corrimos.

La noche empezó de golpe como sucede en un buen disturbio, cuando se extiende en el patio, nadie sabe quién lo empezó y a nadie le importa. Los gritos, alaridos y hurras. Cuarenta y un delincuentes adolescentes, de las peores del estado libres, sin aviso, motivo ni guardias armados que nos detuvieran. Era hermoso y poderoso, como controlar los truenos con nuestras manos.

Algunas no estábamos pensando y sólo queríamos romper a patadas los cristales de las máquinas expendedoras de la cafetería, para quedarnos con las botanas, o robar los medicamentos de la clínica para meternos una dosis. Algunas queríamos golpear a alguien en la cara, atacar a alguien, a quien fuera, sin importar quién. Otras queríamos salir por la puerta de atrás y jugar basquetbol bajo la lluvia y el cielo brumoso.

Las demás, las inteligentes, respiramos profundo.
Y pensamos. Porque sin celadores reprimiéndonos con macanas, sin alarmas activadas ni intercomunicadores que transmitieran órdenes con interferencia para regresarnos a todas a nuestras celdas, la noche era nuestra, de verdad, por primera vez en días. Semanas. Meses. Años.

¿Y qué puede hacer una chica en su primera noche libre en años?

Las más violentas —las que asesinaron a sus papis, las que le cortaron la garganta a algún desconocido, las que dispararon a empleados suplicantes de una gasolinería— admitirían más tarde que la suntuosa oscuridad les dio una sensación de paz, una especie de justicia que las cortes juveniles les habían negado.

Sí, algunas sabíamos que no merecíamos aquel indulto. Ninguna era inocente del todo, no cuando nos obligaban a pararnos bajo la luz y quedaban expuestos nuestros defectos, caries y amalgamas. Cuando enfrentábamos esta verdad que albergábamos en nuestro interior, de algún modo nos parecía más desagradable que el día que habíamos visto a un juez decir “culpable” y habíamos escuchado la celebración de la sala.

Por eso algunas nos quedamos. No salimos de nuestras celdas, en donde guardábamos nuestros dibujos y cartas de amor. En donde escondíamos nuestro único cepillo bueno y nuestras canastitas Reese’s de chocolate rellenas con crema de cacahuate, que en Aurora Hills eran como doblones de oro porque no podíamos manejar efectivo. Algunas nos quedamos quietas en el lugar que conocíamos.

Porque… ¿qué nos esperaba allá afuera? ¿Quién nos protegería en el exterior?

En serio, ¿a dónde iría una chica de Aurora Hills? Una chica que había decepcionado a su familia, asustado a sus profesores de inglés, a trabajadores sociales, abogados defensores y a cualquiera que había intentado ayudarla. Una chica que había aterrorizado a su colonia, que era basura (le habían dicho), de quien seguro era mejor olvidarse (había leído esto en las cartas que venían de casa). ¿A dónde iría una chica así?

La mayoría intentó correr, incluso si era sólo por costumbre. Algunas habíamos estado corriendo toda la vida. Corríamos porque podíamos o porque no podíamos. Corríamos por nuestras vidas, aún creíamos que valía la pena correr por eso.

La mayoría no llegamos lejos. Nos distrajimos. Nos emocionamos. Nos sentimos abrumadas. En algún punto, un par nos de

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