Un dulce olor a muerte

Guillermo Arriaga

Fragmento

Un dulce olor a muerte

I. ADELA

1

Ramón Castaños sacudía el polvo del mostrador cuando oyó a lo lejos un chillido penetrante. Aguzó el oído y no escuchó más que el rumor de la mañana. Pensó que había sido el gorjeo de una de las tantas chachalacas que andaban por el monte. Prosiguió con su tarea. Tomó un anaquel y se dispuso a limpiarlo. De nuevo brotó el grito, ahora cercano y claro. Y a este grito sobrevino otro y otro. Ramón dejó el anaquel a un lado y de un brinco saltó la barra. Salió a la puerta para averiguar qué sucedía. Era domingo temprano y no encontró a nadie, sin embargo los gritos se hicieron cada vez más frenéticos y continuos. Caminó hasta la mitad de la calle y a la distancia vio venir a tres niños que corrían vociferando:

—¡Una muerta…, una muerta…!

Ramón avanzó hacia ellos. Atajó a uno mientras los otros dos se perdían por entre el caserío.

—¿Qué pasó? —le preguntó.

—¡La mataron…, la mataron…! —bramó el niño.

—¿A quién? ¿Dónde?

Sin mediar palabra, el chiquillo arrancó hacia la misma dirección por la que había llegado. Ramón lo siguió. Corrieron a lo largo de la vereda que conducía al río hasta que toparon con un sorgal.

—Ahí —exclamó sobresaltado el niño, y con su índice señaló una de las orillas de la parcela.

Entre los surcos yacía el cadáver. Ramón se aproximó lentamente, con el corazón tironeándolo a cada paso. La mujer estaba desnuda, tirada de cara al cielo sobre un charco de sangre. Apenas la miró y ya no pudo quitarle los ojos de encima. A sus dieciséis años había soñado varias veces contemplar una mujer desnuda, pero jamás imaginó encontrársela así. Con más asombro que lujuria recorrió con la mirada la piel suave e inmóvil: era un cuerpo joven. Con los brazos estirados hacia atrás y una de sus piernas ligeramente doblada, la mujer parecía pedir un abrazo final. La imagen lo sobrecogió. Tragó saliva y respiró hondo. Percibió el dulce aroma de un barato perfume floral. Tuvo ganas de darle la mano a la mujer, de levantarla y decirle que terminara con la mentira de que estaba muerta. Ella siguió desnuda y quieta. Ramón se quitó la camisa —su camisa de domingo— y la cubrió lo mejor que pudo. Al acercarse pudo reconocerla: era Adela y la habían apuñalado por la espalda.

2

Guiado por los otros niños llegó un tropel de curiosos. Aparecieron por la vereda armando escándalo hasta casi tropezarse con el cadáver. El espectáculo de la muerte los hizo callar en seco. En silencio circundaron el lugar. Algunos escudriñaron furtivamente a la muerta. Ramón se percató de que el cuerpo aún mostraba su desnudez. Con las manos cortó cañas de sorgo y tapó las partes descubiertas. Los demás lo observaron extrañados, como intrusos irrumpiendo en un rito privado.

Un hombre gordo y canoso se abrió paso. Era Justino Téllez, delegado ejidal de Loma Grande. Se detuvo un instante sin atreverse a traspasar el círculo que rodeaba a Ramón y a la muerta. Le hubiera gustado quedarse al margen, como uno más de la muchedumbre. Sin embargo, él era la autoridad y como tal tuvo que intervenir. Escupió en el suelo, se adelantó tres zancadas y cruzó unas palabras con Ramón que nadie escuchó. Se arrodilló junto al cuerpo y levantó la camisa para mirarle el rostro.

El delegado examinó el cadáver durante largo rato. Al terminar lo cubrió de nuevo y se incorporó con dificultad. Chasqueó la lengua, sacó un paliacate del bolsillo de su pantalón y se limpió el sudor que resbalaba por su cara.

—Traigan una carreta —ordenó—, hay que llevarla al pueblo.

Nadie se movió. Al no ver cumplida su orden Justino Téllez escrutó los diversos rostros que lo observaban y se detuvo en el de Pascual Ortega, un muchacho flaco, desgarbado y patizambo.

—Ándale, Pascual, vete por la carreta de tu abuelo.

Como si lo hubieran despertado súbitamente, Pascual miró primero el cadáver y luego al delegado, giró su cabeza y salió corriendo rumbo a Loma Grande.

Justino y Ramón quedaron frente a frente sin decirse nada. Entre susurros algunos curiosos preguntaron:

—¿Quién es la muerta?

Nadie sabía en realidad quién era, no obstante una voz anónima sentenció:

—La novia de Ramón Castaños.

Un zumbido de murmullos se alzó unos segundos; al cesar se impuso un denso silencio, sólo roto por el esporádico chirriar de las chicharras. El sol empezó a hornear el aire. Un vaho caliente y húmedo se desprendió de la tierra. No sopló ni una brisa, nada que refrescara aquella carne inerte.

—Tiene poco de haber sido acuchillada —aseguró Justino en voz baja—: todavía no se pone tiesa ni se la han comido las hormigas.

Ramón lo miró desconcertado. Téllez prosiguió en voz aún más baja:

—No hace ni dos horas que la mataron.

3

Llegó Pascual con la carreta y la estacionó lo más cerca posible de la víctima. La gente se apartó y se mantuvo expectante largo rato hasta que Ramón metió decidido los brazos por debajo del cadáver y de un impulso la cargó en vilo. Sin quererlo una de sus manos tentó la herida pegajosa y azorado la retiró con brusquedad. La camisa y las cañas resbalaron y la mujer volvió a quedar desnuda. De nuevo miradas morbosas fisgonearon la piel expuesta. Ramón trató de resguardar el endeble pudor de Adela: dio medio giro y de espaldas sorteó los surcos. Los demás retrocedieron para darle paso, sin que nadie tratara de ayudarlo. Trastabillante se aproximó hasta la carreta y con suavidad depositó el cuerpo exangüe sobre la batea. Pascual le extendió una manta para cubrirla.

Justino se acercó, supervisó que todo estuviera bien y decretó:

—Llévatela, Pascual.

El muchacho montó en el pescante y arreó las mulas. Avanzó la carreta dando tumbos, balanceándose el cadáver encima de las tablas. La multitud los siguió. Entre los que iban en la columna fúnebre se confirmó el rumor: mataron a la novia de Ramón Castaños.

Justino y Ramón se quedaron inmóviles mirando partir el cortejo. Estremecido aún por el roce con la carne tibia, Ramón sintió que sus venas se encendían. Añoró el peso que recién había cargado: sentía haberse desprendido de algo que le pertenecía de siempre. Miró sus brazos: habían quedado veteados por tenues manchas de sangre. Cerró los ojos. De súbito brotó en él un vertiginoso deseo por correr tras Adela y abrazarla. La idea lo turbó. Creyó desvanecerse.

La voz de Justino lo despabiló:

—Ramón —lo llamó.

Abrió los ojos. El cielo era azul, sin nubes. Las matas de sorgo, rojizas, a punto de cosecharse. Y la muerte era el recuerdo de una mujer en sus brazos.

Justino se inclinó y recogió la camisa, que había quedado botada en el suelo. Se la entregó a Ramón, quien la tomó maq

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