El búfalo de la noche

Guillermo Arriaga

Fragmento

Título

Decidí visitar a Gregorio un sábado por la tarde, tres semanas después de su última salida del hospital. No fue fácil resolverme a buscarlo. Lo cavilé durante meses. Le temía al reencuentro como quien teme una emboscada. Esa tarde di varias vueltas por la calle sin atreverme a tocar su puerta. Cuando por fin lo hice me hallaba nervioso, inquieto y —por qué no decirlo— algo acobardado.

Me abrió su madre. Me saludó afectuosa y sin mayor trámite me hizo pasar a la sala, como si aguardara mi retorno desde hacía tiempo. Llamó a su hijo. Gregorio apareció por la escalera. Lentamente descendió los peldaños. Se detuvo y se recargó en el barandal. Escrutó mi rostro unos segundos, sonrió y caminó hacia mí para darme un abrazo. Su vehemencia me cohibió y no hallé el modo de corresponder a su afecto. Ignoraba si de verdad me había perdonado o, más bien, nos habíamos perdonado.

Su madre dijo algunas frases insustanciales y se retiró para dejarnos a solas. Como solíamos hacerlo, subimos al cuarto de Gregorio. Entramos y él emparejó la puerta desprovista de cerradura. Se recostó sobre la cama. Lo noté relajado, tranquilo. Nada en su semblante me hizo suponer que fingía. Por fin parecía recobrar la paz.

Me senté en el lugar de costumbre —la silla de director que Gregorio colocaba frente a su escritorio— e inicié la conversación de la manera más obvia y estúpida:

—¿Cómo te sientes? —le pregunté.

Gregorio se enderezó y arqueó las cejas.

—¿Tú cómo me ves?

—Bien.

Gregorio se encogió de hombros.

—Pues entonces estoy bien.

Hablamos durante horas, meras trivialidades. Ambos necesitábamos tantear de nuevo el terreno. Sobre todo yo, que no deseaba bordear de nuevo el abismo. Por suerte, por respeto o quizá hasta por mera cortesía, no me preguntó por Tania, aunque estoy seguro de que los dos pensamos en ella en cada uno de nuestros silencios.

Me despedí de él entrada la noche. Nos dimos un abrazo prolongado. Quedamos en vernos pronto, en ir a comer o al cine. Salí de la casa. Un viento frío arrastraba consigo un vago rumor de voces y de ruido de automóviles. Olía a basura quemada. Una luminaria titilaba, alumbrando intermitentemente la acera. Cerré los ojos. No podía alejarme de Gregorio. Su amistad me era indispensable, aun cuando me amenazara y me rompiera la madre. No, no podía dejarlo.

Cuatro días después sonó el teléfono. Contesté. En el auricular escuché una respiración muda. Pensé que se trataba de una broma o de alguna de las tontas muchachitas que deseaban hablar con mi hermano y apenadas no se atrevían a pedir por él.

Me disponía a colgar cuando advertí la débil voz de Margarita.

—Bueno… ¿Manuel? —musitó.

—Sí.

—Manuel… —repitió y guardó silencio.

—¿Qué pasó?

—Mi hermano… —susurró y volvió a callar. Escuché de nuevo su respiración tensa.

—Margarita, ¿qué pasó?

No dijo más y colgó.

Margarita intentó pero no logró darme la noticia que posteriores llamadas telefónicas confirmaron: Gregorio se había disparado un tiro en la cabeza. Lo habían encontrado agonizante sobre un charco de sangre, con su mano izquierda aún aferrada al revólver.

De poco sirvieron las ventanas clausuradas con tablones y barrotes de hierro, la puerta sin cerradura, la paciencia, el amor, los calmantes, las sesiones de electroshocks, los meses internado en sanatorios psiquiátricos, el dolor. El dolor.

Gregorio murió sobre el regazo de su madre, tendido en el asiento trasero del automóvil que su padre conducía enfebrecido rumbo al hospital. Se suicidó con la misma pistola que años antes le robamos a un policía que vigilaba la entrada de un minisúper. Era un oxidado revólver calibre 38, de marca brasileña, cuya efectividad pusimos en duda hasta que decidimos probarlo contra un perro callejero. Al primer balazo cayó fulminado con el hocico hecho pedazos. Desde entonces hasta el día de su muerte, Gregorio supo ocultar el arma en distintos sitios, burlando los minuciosos registros practicados en los lugares que habitaba o frecuentaba.

Gregorio envolvió la pistola en una bolsa de plástico —cargada con seis balas expansivas— y la enterró dentro de una maceta en la cual florecían geranios rojos. Al reconstruir su suicidio dedujimos que extrajo el revólver de su escondite mientras simulaba arreglar las plantas en el jardín, actividad que los médicos sugirieron para acelerar su recuperación. Gregorio tomó el arma, la guardó bajo su camisa y apresurado abandonó su tarea, dejando botados un rastrillo de mano, una pala y un costal con fertilizante orgánico.

Decidido, subió a su recámara. Empujó el escritorio contra la puerta y se metió al baño. Amartilló el revólver, se miró en el espejo, colocó la punta del cañón contra su ceja izquierda y jaló del gatillo.

La bala cruzó en diagonal su cerebro estallando a su paso arterias, neuronas, deseos, ternuras, odios, huesos. Gregorio se desplomó sobre las baldosas con dos boquetes en el cráneo. Estaba por cumplir veintitrés años.

Joaquín, el menor de sus hermanos, fue quien dispuso todo lo relativo al sepelio y atendió los requerimientos e interrogatorios del Ministerio Público. La madre, exhausta, se quedó dormida sobre el sofá de la sala, sin cambiarse siquiera la blusa manchada de sangre. El padre se recluyó en la habitación de su hijo en busca de indicios que le permitieran comprender lo sucedido. Margarita, abocada en un principio a dar aviso a familiares y amigos, se rindió ante la impotencia y huyó a casa de una de sus primas, en donde se arrellanó en una mecedora a mirar absorta la televisión y a beber coca-colas de dieta.

Yo acompañé a Joaquín a la agencia funeraria. Entre ambos escogimos el ataúd, el más barato y sencillo. La economía de su familia no daba para más, drenada por los incontables gastos derivados de la atención médica y psiquiátrica a Gregorio.

El cadáver arribó al velatorio a las tres de la madrugada. Por fortuna un tío lejano —abogado de cierto prestigio— gestionó el papeleo judicial para evitar que el cuerpo fuera sometido a autopsia y para facilitar su pronta liberación del depósito forense.

Un empleado de la funeraria nos solicitó ir a identificar el cuerpo. Me ofrecí a hacerlo: ya bastante soportaba Joaquín como para encima ir a examinar el cadáver de su hermano.

El hombre me condujo por unas escaleras que bajaban a un sótano. A mitad del camino me detuve, arrepentido de mi ofrecimiento. ¿Cómo enfrentar de nuevo a Gregorio? Sobre todo: ¿cómo encararlo muerto? Mareado, me llevé una mano a la cabeza. Respiré con dificultad. ¿No bastaba una somera descripción para que supieran que se trataba de él? El hombre me tomó del brazo y me instó a que siguiéramos. Para animarme me dijo que bastaba un rápido vistazo para dar por concluido el procedimient

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