Justicia

Gerardo Laveaga

Fragmento

Título

1

Quién había sido responsable de aquello, a esas alturas daba igual: el daño estaba hecho. El escándalo rebosaba las primeras páginas de los periódicos, a lo largo y ancho del país. Era el tema en noticiarios de radio y televisión... Nadie había podido prever aquel incidente que, en opinión del jefe de gobierno del Distrito Federal, había sido una celada, una trampa urdida para dar al traste con su carrera política, aunque él, el procurador de Justicia de la Ciudad de México, no pensaba lo mismo. Para él, era una coincidencia. Desafortunada; de consecuencias devastadoras, pero una coincidencia. Nada más. Ahora se esperaba que él, como encargado de llevar ante los tribunales a los responsables de un delito, resolviera el asunto. Si no lo conseguía, tendría que renunciar. Y, dado el historial que cargaba a sus espaldas, lo haría en circunstancias oprobiosas.

Sin que su escolta lo perdiera de vista, Federico Ballesteros deambuló por la Alameda de Santa María la Ribera, el parque más nostálgico de la ciudad. A diferencia de la Alameda Central, que conservaba rasgos de su perdida aristocracia, la de Santa María era sólo un amasijo de sombras de su antiguo esplendor. Pero era un esplendor que se intuía de modo inevitable. Mientras rodeaba el kiosco morisco y observaba la zona acordonada con cintas de plástico amarillas, repasó los hechos una vez más:

Tres días antes, mientras el jefe de gobierno del Distrito Federal rendía su informe de labores ante los consejeros ciudadanos, reunidos en aquella Alameda para romper la rutina que suponía el viejo palacio legislativo de Donceles, alguien había dado un alarido entre la multitud. Las miradas convergieron, entonces, en el cuerpo sin vida de una adolescente que vestía el uniforme de la Secundaria Ernestina Salinas. Camarógrafos y fotógrafos olvidaron al orador para enfocar y retratar el cadáver. Un rictus en su boca confería a su rostro un aspecto macabro, acentuado por los párpados abiertos, aunque los globos oculares aparecían en blanco. Sobre la pechera del uniforme, escrita con bilé morado, podía leerse la palabra puta. Los médicos forenses dictaminaron que se trataba de fractura por rotación atloaxoidea. Le habían torcido el cuello, quebrándole las vértebras cervicales y lesionando la médula espinal. La muerte debió producirse de manera rapidísima, apenas precedida por una leve convulsión. Quien lo hizo, tenía que haber aplicado una fuerza considerable.

Por otra parte, ¿cómo habían logrado colocar el cadáver de la niña en una banca de la Alameda, luego de que la policía había acordonado el área el día anterior? Eso era lo que el procurador Ballesteros tenía que descubrir. Desde su punto de vista, todo se trataba de la negligencia de los encargados de supervisar la seguridad. Se había aislado la zona sin cumplir con los protocolos elementales de protección y, en cualquier momento de la madrugada, alguien había depositado el cadáver, si es que éste no se encontraba ahí desde antes. Pero el jefe de gobierno del Distrito Federal no pensaba lo mismo. Aquello, insistía, era un complot.

Ballesteros se sentó, alicaído, en una de las bancas. Entre los fresnos centenarios y el chorro de las fuentes del parque, vislumbró la fachada del Museo de Geología de la Universidad: el edificio art nouveau, con sus ventanas emplomadas y su garbo parisino, atizaba la nostalgia. La gente iba y venía, sin que a nadie pareciera importarle lo que acababa de ocurrir. La mayoría, ni enterada. Algunos curiosos se aproximaban a las cintas amarillas, hacían algún comentario y daban media vuelta.

Cuando impartía la clase de Garantías Individuales en el Instituto Nacional de Ciencias Penales —el INACIPE, como se le conocía dentro de la comunidad jurídica—, Ballesteros estaba considerado la mayor autoridad de la teoría de los derechos humanos en México. No en balde había pasado estudiando diez años de su vida, primero en España y luego en Alemania, como alumno de Claus Roxin y otras lumbreras del penalismo occidental. Obtuvo un doble doctorado summa cum laude y sus libros se convirtieron en referencia obligada en todas las facultades de Derecho en el país. Su estudio Antijuridicidad y abuso en la legítima defensa causó impacto: “Si permitimos que los ciudadanos hagan justicia por su propia mano”, declaró en las decenas de entrevistas que le hicieron, “acabaremos por socavar la razón de ser del Estado y las bases de la sociedad misma”. Nadie había abordado el tema con tanta lucidez, según coincidieron la mayoría de los integrantes de la Academia Mexicana de Ciencias Penales. Pero aquellos logros eran producto de la fortuna, de la familia en la que él había nacido, de las oportunidades y de sus ansias de comerse el mundo.

Haber abandonado el ámbito académico, en que se había movido toda su vida, también lo fue. Durante su campaña, el jefe de gobierno del Distrito Federal había prometido sanear la justicia de la ciudad: “La haremos ágil y transparente”, aseveró. Para enviar el mensaje que sus electores exigían, ofrecío el cargo de procurador al adalid de los derechos humanos del país. Cuando Ballesteros accedió, aclaró que lo hacía para demostrar que una procuración de justicia eficaz no era incompatible con el respeto a los derechos humanos. Y creía lo que afirmaba. Su designación recibió aplauso unánime.

Apenas asumió el cargo, sin embargo, Ballesteros comprendió que se había internado en terrenos cenagosos. Primero, porque él no estaba acostumbrado al ritmo que se le impuso.

De pronto, ya tenía asignada una escolta. Un hombre con una cicatriz que le cruzaba la cara le anunció que él y sus muchachos serían los responsables de su seguridad. Lejos de que aquellos hombres le brindaran confianza, se sintió intimidado en su presencia. Le preocupaba que supieran dónde vivía y cuál era su agenda diaria, a qué escuela asistían sus hijas y adónde iba de compras su mujer.

Pero eso fue lo de menos. No tardó en descubrir que su cargo, más que el de un fiscal dedicado a formular acusaciones ante un tribunal, era el de un gestor que se dedicaba a mediar en los asuntos donde estaban involucradas personas relevantes de la comunidad. Y él no era un gestor. Le alarmó advertir que era el procurador quien facilitaba que los mejor relacionados de la ciudad no tuvieran la incordiante experiencia de pisar un tribunal y de que aquellos que los hubieran ofendido —una empleada doméstica o un obrero abusivo— fueran condenados a prisión. Eso sí, siempre en los adecuados términos procesales.

Pero ¿por qué le venían ahora a la cabeza aquellas imágenes del pasado? Las cintas amarillas que tenía frente a él debían ser una advertencia de que era en lo presente y lo futuro en lo que debía concentrarse: en la adolescente con la médula rota; en el clamor popular para que se aclarara el asunto; en las consecuencias que tendría para él y para su jefe un nuevo error… Claro: un nuevo error. Esto era lo que le obligaba a volver al pasado.

El primer caso que le tocó enfrentar como procurador tuvo que ver

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