La corrupción de un presidente sin tacha

Francisco Pérez de Antón

Fragmento

Título

Escena primera

Ciudad de Guatemala, Hotel Intercontinental

Sábado 25 de noviembre, 7:05 a.m.

El agua caracolea en ruidosos remolinos sobre la superficie del lavabo al tiempo que José María Rabassa, inversor apátrida, informático granuja y hampón de guante blanco, se la arroja una y otra vez a la cara con efusivo alborozo. Rabassa carraspea, bufa, resopla. No hay placer que se compare al encuentro matutino con ese frescor que despabila el cerebro y alivia la piel recalentada por las idas y venidas de la gillette. El gozo no se detiene, los lavoteos no parecen tener fin.

De improviso, sin embargo, Rabassa se queda inmóvil como si hubiese escuchado una voz a sus espaldas o sentido un temblor bajo los pies. Con deliberada lentitud, endereza el torso, se mira sorprendido en el espejo y sin prestar atención a los veloces arroyos de agua que corren por su nariz y sus mejillas, murmura:

—¿Dijo un trillón de dólares? ¿Eso dijo? ¿De veras? Ave María Purísima, ¿y eso qué es? ¿La orgía perpetua? ¿El sueño de una noche de verano? ¿La distancia de aquí a la eternidad?

Rabassa sabe de dinero tanto como el mejor financista de Londres o Nueva York. Y también que la memoria no lo engaña. Así que sí, no hay duda. El dato que dio el presentador de Fox News anoche fue ese. Qué barbaridad, ¿no? ¿En qué cabeza cabe un número así? ¿Cuánto pesa, cuánto mide, cuánto ocupa un trillón de dólares?

Eso depende, medita Rabassa, volviendo a sus abluciones. Un profesor de matemáticas diría, por ejemplo, que un trillón es en realidad un número imaginario o, en todo caso, irracional. ¿Está claro? No, no está claro. Por favor, ¿qué les pasa a los matemáticos? Entre su jerga y su álgebra no hay cristiano que les entienda.

¿Y qué decir de los astrónomos? Si esa misma pregunta se la hicieran a uno de ellos, respondería que un trillón viene a ser algo así como el número de estrellas que tiene la Vía Láctea. Y a qué extrañarse. No se puede esperar otra cosa de unos tipos que se pasan las horas mirando a las nubes.

En cambio un cajero de banco, uno de esos hombres consistentes y cabales a quien su diaria relación con el dinero aúpa e inspira el magín, respondería que si un trillón de dólares pudiera apilarse en billetes de a uno alcanzaría una altura de cien kilómetros y que si esa no es la distancia de aquí a la eternidad que venga san Pedro y lo diga.

Rabassa cierra el chorro de agua y, a tientas, extiende el brazo a una toalla de color durazno, mientras que con la mirada en el vacío comienza a secarse el rostro, las sienes y el cogote. Y cuando concluye la operación no puede ocultar en sus ojos un brillo de complacencia.

Y es que José María Rabassa, una multinacional en sí mismo, como en otro orden lo son Subway, Hertz o Dunkin’ Donuts, nunca hubiese podido imaginar que el dinero que se blanquea cada año en el mundo alcanzara la cifra de un trillón de dólares.

Su deleite no obstante se debe más a que el lavado, una industria pujante y poderosa, la primera del mundo después del petróleo, es el quehacer que ocupa sus trabajos y sus días. Una extensa red de lavanderías proporciona servicios de blanqueo a cientos de clientes en 19 países. Pero los equipos que Rabassa utiliza para tal fin no son blancos ni llevan adheridas etiquetas de Whirlpool o Westinghouse. Son unos armarios de color grafito, repletos de cables y luces, en cuyo frontis campea el sello de IBM.

Un negocio limpio, como su nombre indica. Una actividad honorable, practicada por el Vaticano, el emir de Abu Dabi, la FIFA, Cristina Fernández de Kirchner, el Banco Espírito Santo, Jackie Chan, el presidente Lula da Silva, el estado de Delaware y otras instituciones y personas de acrisolada integridad.

Rabassa mete el estómago, hincha el pecho y se observa en el espejo del baño. Primero de perfil, luego de frente. Tiene aspecto saludable, pese a ser ya cincuentón, y sus cabellos no han perdido densidad, por más que sus sienes parezcan implantes de un gato de Angora. Su cuello luce esbelto y desgrasado, y cuando tensa los labios, su boca exhibe dos filas de encías rosadas y de blanquísimos dientes.

Como quiera que se mire, Rabassa es un tipo bien hecho y a estas alturas de su vida se siente como en la copa de un pino. Cada día al despertar se admira y se felicita por sus logros, que son para quitarse el sombrero. El suyo, naturalmente. Y en homenaje a todo lo que ha conseguido en la vida, se gratifica de vez en cuando con alguna extravagancia, como un Patek Phillipe de oro rosa, un GranCabrio de lujo, una pintura de Warhol o una casa en las Seychelles.

Más allá de tales antojos, que justo es decir merece, Rabassa es persona sensible a la desigualdad y la injusticia que asedian a la humanidad. De ahí que, con una parte de ese trillón de dólares que se blanquea cada año en el mundo, y que circula después fragante y centrifugado, y como lavado con Ariel, se haya impuesto realizar su propia versión de la justicia social en un país pequeño y pobre.

Uno de esos que salen rara vez en las noticias y que, cuando sale, su nombre es olvidado al día siguiente.

Uno donde el tiempo transcurre muy despacio y, si transcurre, no se nota que ha transcurrido.

Uno parecido a Brigadoon, aquella aldea escocesa que se hacía visible un día cada cien años y volvía a desaparecer otros cien.

Rabassa desliza la yema de los dedos bajo el mentón y, sin venir a cuento, le da por canturrear:

Cómo han pasado los años… qué mundo tan diferente…

Y la verdad es que sí. Hay que ver cómo ha cambiado el mundo de un tiempo a esta parte. Sobre todo en los negocios. Hace apenas un siglo, quienes diseñaban proyectos como el que Rabassa se propone realizar este día eran truhanes ilustres que sobornaban a los políticos de los países pobres para explotar algún monopolio. Samuel Zemurray, por ejemplo, gran chambelán de la United Fruit. O Minor Cooper Keith, zar de los ferrocarriles de América Central.

¡Ah!, pero qué diferencia entre aquellos bribones y él. Sí, bribones, no hay por qué ocultarlo. ¿Acaso no les decían “robber barons”, aun en su propio patio? Cuando se compara con ellos, Rabassa no puede por menos de verse como el santo Hermano Pedro de Betancur.

Admirado de sí mismo, con todo derecho, sobra decir, Rabassa se palmea el rostro con una loción que evoca fragancias a naranja y a sandía. Aspira hondo, alza las cejas y deja escapar un suspiro. Nunca antes se había sentido mejor con lo que hace, aunque sea un trabajo incómodo. Hay que llevar vida de agente secreto, cambiar de identidad cada dos por tres y no dejar que el trasero eche telarañas en el lugar donde posa. Tan afanoso quehacer, sin embargo, le trae tantas compensaciones que aun el mayor sacrificio permite que merezca el esfuerzo.

Rabassa se enrolla una toalla a la cintura y se asoma a la suite sumida en las sombras. Las cortinas están corridas y solo brillan en la oscuridad los dígitos de un reloj que le hace guiño

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