Plagio

Héctor Aguilar Camín

Fragmento

Plagio-1

1

Un lunes anunciaron que me había ganado el Premio Martín

Luis Guzmán, “de escritores para escritores”.

Nadie sabe fuera de México quién es Martin Luis Guzmán ni la importancia del premio que lleva su nombre. Quienes lo inventaron dieron con una fórmula feliz al decir que era un “premio de escritores para escritores”, insólita cosa en un país donde los premios, para escritores y para no escritores, vienen todos del gobierno. La gracia del asunto respecto al premio del que hablo es que alguien consiguió fondos encubiertos del gobierno para crear un premio de escritores para escritores, independiente del gobierno: un Taj Mahal de simulación. Sé muy bien quién y cómo lo hizo, lo diré adelante. Pero su éxito fue tal que, para el momento en el que esta historia empieza, no había premio de mayor prestigio en la República que el Martín Luis Guzmán, de escritores para escritores.

Siempre me ha interesado más la fama que la literatura, más el poder cultural que la cultura, y más las mujeres de carne y hueso que los improbables lectores. Tuve desde joven la facilidad de escribir con precisión. Y de leer las intenciones de los otros como si las trajeran escritas en el rostro. He recibido los dones de la síntesis y de la claridad, pero no los de la inspiración y la belleza. Sé reconocer, en cambio, a primera vista, la grandeza de otros escritores, el genio del que carezco y que envidio como el eunuco a los sultanes en su harem.

Empecé a escribir llevado por la envidia de lo que leía, sabiendo desde el principio que no podría escribir nada igual. Me inicié como escritor copiando pasajes que me deslumbraban, entre ellos uno del propio Martín Luis Guzmán, sobre la imaginación de las balas. Fue el primero que publiqué con mi nombre en la revista de la preparatoria, y explica, o ayuda a explicar, mi debilidad y mi oficio. Transfigurando y transcribiendo ese pasaje empecé a hacerme el escritor que soy, un plagiario. Fue mi robo fundacional, hijo de la admiración, no de la infamia. La infamia llegó después, con el éxito.

La admiración es una forma noble de la envidia. De hecho, es envidia al revés, aunque la envidia al revés puede llevar al desdén y al desprecio. Mientras transcribía los pasajes de autores que me habían deslumbrado, de la luz misma que irradiaban los textos iba naciendo en mí la vanidad de descubrir sus imperfecciones y la tentación de cambiar lo que copiaba. Lo cambiaba aquí y allá, tímidamente al principio, desfachatadamente después, hasta tener al final un texto que era el que admiraba, pero deshecho y rehecho por mí. Ahí donde el autor o el traductor había escrito: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”, yo ponía: “Me duermo temprano hace algún tiempo, desde que empecé a soñar”, y seguía copiando, corrigiendo y deshaciendo el pasaje de mis amores, haciéndolo mío conforme lo traicionaba, al punto de perder en el camino toda posibilidad de saber qué había escrito en ese pasaje el escritor que admiraba y qué había puesto yo.

Fue así como me hice escritor, copiando con humildad y reescribiendo con soberbia las cosas que admiraba.

Nunca me deslumbró el Quijote, pero copié muchas veces su principio para contagiarme de su reputada grandeza. Luego de varias copias entendí que esa grandeza se debía sobre todo a su consistencia rítmica. La primera página del Quijote, como tal, era léxicamente inentendible, al menos para mí: me perdía por completo en la significación de las palabras. Pero su música era pegajosa y risueña, como una rumba flamenca. Aquello de que el personaje tenía duelos y quebrantos, traducido a su verdadero significado, quiere decir que comía huevos con tocino, pero no suena igual, no tiene el misterio sonoro y melancólico de los duelos y los quebrantos.

Conforme entendía esas cosas de los textos que copiaba, los textos iban perdiendo o adquiriendo grandeza ante mí, a menudo las dos cosas. Y me los iba apropiando sin recato, haciéndolos míos en mi propia versión alterada, sin tener respeto alguno, al final, por lo que había leído de rodillas, al principio. Me iba haciendo descreído ante los milagros del idioma, irrespetuoso primero, luego infractor, luego ladrón, pero no idiota.

Cambié la primera página del Quijote lo suficiente para volverla un capítulo de la primera novela mía que ganó un premio: la historia de un hombre venido a menos, aficionado a las telenovelas y enloquecido por ellas al punto de que un día decidía empezar una vida de galán de telenovela, a sus cincuenta y cinco años. Se ponía los trajes y los afeites que veía en la tele y se iba por la ciudad donde vivía asumiendo el papel de galán ante las mujeres hermosas que encontraba en las calles o en los restaurantes de moda de los que era echado sin consideración y donde pronunciaba, sin embargo, largas parrafadas sobre el amor, aprendidas en las telenovelas, que hacían reír a los meseros y despertaban la curiosidad de cuantos lo oían, que eran muchos y variados, y de fantasiosa condición, como la suya.

Todos pudieron entender que mi novela derivaba del Quijote pero nadie distinguió nunca, al final ni yo mismo, las inconta­bles frases literales que robé de Cervantes y las otras, inconta­bles también, que añadí deformando las frases originales, trayéndolas, como dicen los economistas, a valor presente, de modo que donde hubo novelas de caballerías, había ahora telenovelas, donde hubo ventas y mesones había hoteles de cinco y dos estrellas, y donde hubo la añoranza de la caballería, había ahora las nostalgias del amor osado más allá de la muerte.

Podría poner aquí un pasaje de aquella novela para ilustrar el procedimiento y poner comillas en las tomas literales que nadie descubrió, pero mi oficio no consiste en poner comillas, sino en borrarlas.

Entraba en los libros con la misma facilidad que entraba en la gente. Me apropiaba de la simpatía, el amor, o la amistad de los demás, con la misma facilidad y parecida alquimia con que me apropiaba de los libros. Podía leer a los demás como si estuvieran escritos. Me acercaba a ellos con solvencia y superioridad pues, al igual que con los escritores, en muy pocos encontraba grandezas inalcanzables. Tenía suerte, sobre todo con las mujeres, una suerte construida, porque, salvo excepciones catastróficas, no venían a mí por ellas mismas, como a mi invencible amigo el galán Ricardo de la Cerda, sino atraídas por mi ingeniería de abordarlas, adularlas, ignorarlas, hacerlas reír, retirarme, insistir y, un día, sin decir nada, estar a sus pies esperando sin pedir, queriendo sin reclamar, en una disponibilidad incondicional que más temprano que tarde llevaba a la confianza, a la confidencia, a la complicidad y a la amistad duradera o a la cama, dependiendo de las edades.

Admiraba lo que los escritores escribían, pero no sus vidas atormentadas, desgarradas por el alcohol, el genio o la estrechez. Desde el principio supe que no quería ser un escritor infeliz en la vida y feliz en su obra, y actué en consecuencia. Nunca tuve la ilusión de que viviría de la escritura. Decidí desde el principio que sería mi propio mecenas y estuve atento siempre a

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