Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Parte I
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Parte II
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Parte III
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Agradecimientos
Sobre el autor
Créditos
Para Pascaline
Para Gérald,
por nuestra amistad
I
1.
A Alex le encanta. Desde hace casi una hora que se las prueba, duda, se las quita, se lo piensa, vuelve a ponérselas. Pelucas y postizos. Podría pasarse tardes enteras haciéndolo.
Tres o cuatro años atrás había descubierto, por casualidad, esa tienda en el boulevard de Strasbourg. Apenas miró, entró por curiosidad. Sintió tal conmoción al verse pelirroja, como si toda ella se hubiera transformado, que compró de inmediato aquella peluca.
A Alex cualquier cosa le sienta bien porque es extraordinariamente guapa. No siempre fue así, ocurrió en la adolescencia. Antes, había sido una niña bastante feúcha y muy delgada. En cuanto empezó el cambio, sin embargo, fue como un mar de fondo, y el cuerpo mudó casi de golpe, como en una metamorfosis acelerada, en pocos meses. Alex era despampanante pero, dado que nadie había prestado atención a ese súbito atractivo, y mucho menos ella misma, jamás llegó a creérselo del todo. Ni siquiera ahora.
Nunca le había pasado por la cabeza que una peluca pelirroja, por ejemplo, pudiera sentarle tan bien. Fue un descubrimiento. No había llegado a imaginarse el alcance de la transformación, su trascendencia. Una peluca puede ser algo superficial, pero inexplicablemente tuvo la sensación de que sucedía algo nuevo en su vida.
De hecho, nunca se puso esa peluca. Una vez en casa, se dio cuenta de inmediato de que era de pésima calidad. A primera vista, se notaba que era falsa, fea y se la veía pobre. La desechó. No la tiró a la basura, pero la metió en un cajón de la cómoda. Y de vez en cuando la cogía y se la probaba para ver cómo le quedaba. Aunque fuera una peluca espantosa, de esas que claman a gritos: «Soy sintética y de gama baja», eso no impedía que aquello que Alex veía reflejado en el espejo le ofreciera un potencial en el que deseaba creer. Volvió al boulevard de Strasbourg y se tomó su tiempo contemplando las pelucas de buena calidad, a veces algo caras para su salario de enfermera interina, pero que, esas sí, podían lucirse. Y se lanzó.
Al principio no es fácil, hay que ser osado. A alguien como Alex, de naturaleza acomplejada, puede llevarle al menos medio día reunir el valor para hacerlo. Maquillarse con esmero, conjuntar la ropa, los zapatos y el bolso; en fin, elegir lo más apropiado entre lo que ya se tiene, puesto que una no puede renovarse el guardarropa entero cada vez que cambia de peluca… Y acto seguido, al salir a la calle, ya se es otra persona. No del todo, pero casi. Y si eso no cambia la vida, ayuda a matar el tiempo, sobre todo cuando ya no se espera que suceda gran cosa.
A Alex le gustan unas pelucas muy características, de esas que envían mensajes claros del tipo: «Sé lo que estás pensando» o «También soy buena en matemáticas». La que luce hoy dice algo así como: «A mí no me encontrarás en Facebook».
Elige un modelo llamado «Shock urbano», y en ese momento ve al hombre a través del cristal del escaparate. Está en la acera de enfrente y parece esperar algo o a alguien. Es la tercera vez en dos horas. La está siguiendo. Ahora está segura de ello. «¿Por qué a mí?», es la primera pregunta que se hace. Como si a todas las chicas excepto a ella pudiera seguirlas un hombre. Como si ya no sintiese permanentemente sus miradas por doquier, en los transportes públicos o por la calle. En las tiendas. Alex gusta a los hombres de todas las edades, es la ventaja de tener treinta años. Y a pesar de ello, siempre se sorprende. «¡Hay tantas mujeres más guapas que yo!» Alex, siempre con sus crisis de confianza en sí misma, siempre presa de las dudas. Desde la infancia. Tartamudeó hasta la adolescencia. Y ahora, cuando pierde los papeles, sigue ocurriéndole.
No conoce a ese hombre. Un físico así le habría llamado la atención. No, no lo ha visto jamás. Y, además, un tipo de cincuenta años siguiendo a una chica de treinta… No es que sea muy estricta en cuestión de principios, pero le sorprende, eso es todo.
Alex dirige la mirada a otros modelos, aparenta titubear, y luego cruza la tienda y se sitúa en un ángulo desde donde puede observar la acera. Por sus ropas ajustadas se diría que el hombre, un tipo fornido, debe de haber sido deportista. Mientras acaricia una peluca rubia, casi blanca, trata de recordar en qué momento ha percibido su presencia por primera vez. En el metro. Lo ha visto al fondo del vagón. Sus miradas se han cruzado, y ella ha tenido tiempo de ver la sonrisa que él le dirigía, pretendidamente atractiva y cordial. Lo que no le gusta de su rostro es que parece tener una idea fija en la mirada y, sobre todo, que carece casi por completo de labios. Instintivamente ha desconfiado de él, como si todas las personas con los labios finos ocultaran alguna cosa, secretos inconfesables, maldades. Y su frente abombada. No ha tenido tiempo de observar sus ojos, es una lástima. Según ella es un detalle que no lleva a engaño, y así juzga siempre a las personas, por su mirada. Allí, en el metro, no h