Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Nota de agradecimiento
Citas
Prólogo
Primera parte: Joven desaparecida
1. La búsqueda
2. La prometida
3. El padre
4. Descender y ascender
5. Cressida Catherine Mayfield. Joven desaparecida
6. El cabo en la Tierra de los Muertos
7. La confesión del cabo
8. La carta del cabo
Segunda parte: Exilio
9. Cámara de ejecución
10. La traición
11. El rescate
12. La culpable
Tercera parte: El regreso
13. El muro interminable
14. La iglesia del Buen Ladrón
15. El padre
16. La madre
17. La hermana
Epílogo
Sobre la autora
Créditos
Para Charlie Gross,
mi marido y primer lector
Nota de agradecimiento
Doy las gracias a Mariette Kalinowski, sargento del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos (ya jubilada), y a Martin Quinn por leer este manuscrito con especial atención en su calidad de becarios Hertog en Escritura Creativa de Hunter College, y también a Greg Johnson por su incansable amistad, agudeza para el idioma, tanto escrito como hablado, e impecable criterio literario.
Ve de inmediato, sal en este mismo instante a los caminos, besa primero la tierra que has mancillado, luego inclina la cabeza ante todo el mundo y di a todos los hombres: «¡Soy un asesino!». Será después cuando Dios te devuelva la vida.
FIÓDOR DOSTOIEVSKI
Sonia a Raskólnikov en Crimen y castigo
Ya no me siento joven. Creo que soy viejo en el fondo del corazón.
EXCOMBATIENTE
DE LA GUERRA DE IRAQ, 2005
Prólogo
Julio de 2005
No me querían lo suficiente.
El porqué de que desapareciese. Diecinueve años. ¡Me jugué la vida a cara o cruz!
En este lugar tan amplio —un parque natural en las abruptas pendientes de los Adirondacks— los pinos se repiten hasta el infinito, como un cerebro tan apretado que está a punto de estallar.
La Reserva Forestal Nautauga, del estado de Nueva York, con una extensión de ciento veinte mil hectáreas de montes sembrados de grandes rocas y densamente arbolados, limita al norte con el río San Lorenzo y con la frontera canadiense, y al sur con el río Nautauga en el condado de Beechum. Se pensaba que me había «perdido» allí (caminando sin rumbo fijo, desorientada, tal vez herida) o, lo más probable, que alguien se había «deshecho» allí de mi cadáver. Gran parte de la reserva es un lugar remoto, inhabitable, y al que solo llegan los excursionistas y los escaladores más intrépidos. Durante más de tres días de intenso calor veraniego, profesionales y voluntarios estuvieron buscando en círculos concéntricos, cada vez más amplios, a partir de una pista de tierra que, cinco kilómetros al norte del lago Wolf’s Head, sigue la orilla septentrional del Nautauga en la parte sur de la reserva. Se trata de una zona situada, más o menos, a unos quince kilómetros de la casa de mis padres en Carthage, Nueva York.
Era una zona muy próxima al lago Wolf’s Head, en uno de cuyos bares ribereños algunos «testigos» me habían visto por última vez en la medianoche precedente, en compañía de quien se sospechaba que había sido el responsable de mi desaparición.
Hacía mucho calor. A raíz de las lluvias torrenciales de finales de junio, las altas temperaturas iban acompañadas de un sinnúmero de insectos. A quienes me buscaban los asediaban sin descanso mosquitos y jejenes. Los más persistentes eran estos últimos. Con el pánico tan peculiar que produce tenerlos en las pestañas y en los ojos y que se te metan en la boca. El pánico a tener que respirar rodeado por una nube de jejenes.
No se puede, sin embargo, dejar de respirar. Si lo intentas, tus pulmones respiran a pesar tuyo. Aunque no quieras.
Después del primer día, cuando los perros de rescate no habían conseguido localizar el rastro de la joven desaparecida, las personas con experiencia que participaban en la búsqueda empezaron a dudar de poder encontrarla con vida. Los miembros de las fuerzas de seguridad eran aún más pesimistas. Pero los guardas forestales jóvenes y los voluntarios que conocían a los Mayfield no perdían la esperanza. Porque, en Carthage, los Mayfield eran una familia muy estimada. Porque Zeno Mayfield era un personaje de la vida pública de Carthage y muchos de sus amigos y asociados se presentaron para buscar a su hija desaparecida aunque una buena parte apenas sabía cómo se llamaba.
Ninguna de las personas que se abrían paso entre la maleza de la reserva, que se metían por quebradas y barrancos, que subían por las pedregosas laderas y que escalaban, arrastrándose a veces, las moteadas superficies de enormes rocas, al tiempo que se apartaban los jejenes de la cara, quería pensar que con el calor de los Adirondacks, que se mantenía con valores de 37 o 38 grados centígrados después de ponerse el sol, el cuerpo sin vida de una joven, probablemente desnudo, tanto si estaba al aire libre como cubierto de tierra y pegajoso por la sangre, empezaría rápidamente a descomponerse.
Nadie habría querido expresar en voz alta la odiosa idea (instintiva en el caso de personas con experiencia) de que olerían a la chica antes de encontrarla.
Una observación así se haría sombríamente, cuando el padre, al borde ya de la desesperación, no pudiera oírla. A Zeno Mayfield se le oía gritar, enronquecido, empapado en sudor y exhausto: «¡Cressida! ¡Cariño! ¿No me oyes? ¿Dónde estás?».
Zeno había hecho mucho senderismo en otro tiempo. Había sido una persona que necesitaba perderse en la soledad de las montañas, en lugares que le parecían por entonces un sitio donde refugiarse y recibir consuelo. Pero hacía ya mucho que no era así. Y menos ahora.
Menos aún en este verano de 2005, caluroso, húmedo, gener