La noche de los alfileres

Santiago Roncagliolo

Fragmento

noche-5

Carlos

No éramos unos monstruos. Quizá nos pusimos un tanto… extremos. Y sólo durante un momento. Unos días. Un par de noches.

Eso no es nada. A nuestro alrededor, todo el mundo era mucho peor.

Es verdad: lo que hicimos no aparece en los manuales de buena conducta. Si acaso, en las páginas policiales, entre los crímenes sexuales y los asaltos a mano armada. Pero, como abogado penalista, puedo citar numerosos atenuantes: minoría de edad, defensa propia, prescripción del delito… Y eso si hubo delito. Ni siquiera estoy tan seguro al respecto. En un par de horas podría tener un dictamen aquí mismo desbaratando cualquier acusación.

Aunque, para empezar, yo me acogería a mi derecho a no declarar.

No tengo ganas de sentarme frente a una cámara y contarlo todo, como si fuera una aventura adolescente o un paseo por la playa. ¿Por qué ahora? ¿Después de tanto tiempo? ¿Y por qué recordar todo el horror? Me he pasado la vida tratando de olvidarlo.

Ya sé, ya sé.

No tengo opción.

Será peor si no, ¿verdad?

Hablaré. Diré todo lo que quieras. Pero ésta será la primera y última vez.

Empecemos pues. Así acabamos antes.

noche-6

Manu

Huevón, no sé por qué mierda tengo que hablar de eso. No he abierto la boca en veinte años, y tampoco me hace ninguna falta. Todavía menos así, grabándolo todo, como si esto fuese un reality show de famosos en una isla desierta o el programa de chismes de la cojuda de Magaly Medina.

Estás bien loco, cholo. Esto es lo más imbécil que se te ha ocurrido.

Tú eres el primero que va a joderse con todo esto. ¿Lo sabes? Te vas a ir a la mierda. Por andar revolviendo entre la mierda.

Pero si vas a obligarnos, dale. No me voy a escapar. No voy a salir corriendo. Nunca fui yo el que salía corriendo. Más bien eran todos los demás huevonazos quienes corrían detrás de mí. Como borregos. Como ratas detrás del flautista del cuento. Como espermatozoides.

De hecho, la cosa empezó justamente con un montón de espermatozoides.

En una clase de la señorita Pringlin.

La clase sobre el aparato reproductor.

noche-7

Moco

Si nuestra historia fuese una película, sería Los Goonies.

¿Alguien recuerda Los Goonies? Un clásico de 1985. Dirección de Richard Donner, guion de Steven Spielberg, y la actuación de Josh Brolin cuando aún ni se afeitaba, je je.

Es la historia de un grupo de chicos normales, como nosotros, que están a punto de ser desahuciados de su casa. Pero por casualidad encuentran el mapa de un tesoro pirata, y salen en su busca. Viven un montón de aventuras subterráneas. Tienen que enfrentar a una familia de ladrones. Caen en las trampas dejadas siglos atrás por los piratas. Pero al final triunfan y descubren el tesoro.

Nosotros éramos así. Los Goonies de Surco, je je. Nosotros también merecemos una película, con una primera escena, una toma inicial, con los créditos impresos sobre la imagen: «En la clase sobre el aparato reproductor».

Y si no tenemos a Steven Spielberg ni a Josh Brolin, tendremos que hacerla nosotros mismos.

noche-8

Beto

No quiero hacer esto. ¿Por qué tenemos que grabar esto?

Responderé, pero yo solo. No quiero verle la cara a nadie mientras hablo de esto. O te vas o te olvidas.

Así está bien. Cierra la puerta.

Ok: la clase sobre el aparato reproductor. ¿Es eso? Sí me acuerdo. Más o menos. Estábamos ahí, en clase de educación sexual, perdiendo el tiempo y riéndonos, y la profesora nos llamó la atención. Y entonces Manu se levantó e hizo esa pregunta estúpida.

La pregunta de la sífilis y la lengua, o de la sífilis y el labio, o alguna cosa así de desagradable. Una de esas cosas que, simplemente, era mejor no saber.

¿A qué enfermo se le ocurre preguntar algo así?

noche-9

Carlos

Bueno, era una pregunta. Y no me parece tan rara.

A fin de cuentas, en cuarto de secundaria aún nos quedaba mucho por descubrir. En la Lima de 1992 sabíamos poco de la vida. Y la vida sabía poco de nosotros.

Éramos inimputables, si se me permite la expresión legal. Eso quiere decir inconscientes, irresponsables ante la ley, y por lo tanto no castigables. Quiero que conste esta precisión: inimputables.

En el colegio para varones de La Inmaculada, pastoreados por los sacerdotes jesuitas, nos apiñábamos unos dos mil aspirantes a sementales, como en una gigantesca olla a presión llena de hormonas. Disponíamos de un territorio inmenso, con cancha de fútbol y pista olímpica, cuyo perímetro incluía la mitad del cerro de Monterrico. Pero más allá del muro que limitaba ese universo, no conocíamos casi nada. Era peligroso alejarse demasiado del barrio. Podía sorprenderte un apagón. O una redada. O una bomba. Las actividades seguras eran los deportes en el colegio y la televisión en la casa. La mayoría de nosotros ni siquiera éramos capaces de localizar la avenida Javier Prado en un plano. Internet no existía. Nuestro único tema recurrente era lo que nos colgaba entre las piernas.

Incluso cuando no hablábamos de eso, todo se convertía en eso. Cualquier frase inocente podía cargarse de connotaciones inesperadas. Si decías «pásame el tenedor», aparecía detrás de ti algún gracioso que gritaba:

—¡Ha dicho «méteme el surtidor»!

Y se desataba la chacota general.

Para evitar atraer hacia uno mismo a la jauría de cachorros hambrientos, hacía falta ser muy cuidadoso con los nombres de cualquier cosa larga y puntiaguda. Yo evitaba palabras como «lápiz», «cuchillo» o «zanahoria», que podían volverse fácilmente contra mí, y procuraba emplearlas contra los demás, como un arma arrojadiza. La popularidad de cada estudiante se medía por la cantidad de chistes de doble sentido que era capaz de contar. Aunque la mayoría de esos chistes, en realidad, sólo tenían un sentido:

—Jaimito se tiene que quedar a dormir

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