Camille (Un caso del comandante Camille Verhoeven 4)

Pierre Lemaitre

Fragmento

libro-5

 

10.00 h

Un acontecimiento se considera decisivo cuando desbarata nuestras vidas por completo. Camille Verhoeven había leído esta afirmación unos meses antes, en un artículo sobre «La aceleración de la historia». Ese acontecimiento decisivo, sobrecogedor, inesperado, capaz de provocar un cortocircuito en el sistema nervioso, lo podrán distinguir inmediatamente del resto de accidentes vitales porque transmite una energía y una intensidad particulares. En cuanto ocurra, serán conscientes de que sus consecuencias van a ser de proporciones gigantescas, de que lo que ha pasado es irreversible.

Por ejemplo, tres disparos de una escopeta de repetición sobre la mujer que uno ama.

Eso es lo que le va a suceder a Camille.

Y poco importa que ese día hayan tenido que acudir, como él, al entierro de su mejor amigo y que tengan la sensación de que ya ha sido suficiente para una sola jornada. El destino no es de los que se contentan con ese tipo de banalidades; es perfectamente capaz, por el contrario, de manifestarse en forma de asesino armado con una Mossberg 500 del calibre 12 y cañón recortado.

Queda saber ahora cómo reaccionarían. Esa es la cuestión.

Porque la capacidad de razonar queda aturdida hasta tal punto que la mayoría de las veces se reacciona de forma puramente instintiva. Por ejemplo cuando, antes de los tres disparos, muelen literalmente a palos a la mujer amada y después se ve claramente al asesino empuñar la escopeta tras haberla cargado con un golpe seco.

Sin duda en esos momentos surgen los hombres extraordinarios, aquellos que saben tomar las mejores decisiones en las peores circunstancias.

Pero si ustedes son tan solo ordinarios se defenderán como puedan. Y con toda probabilidad, frente a un seísmo de tales dimensiones, estarán condenados a lo aproximativo o al error, cuando no reducidos directamente a la impotencia.

Si uno es lo suficientemente mayor como para haber pasado por alguna de estas situaciones, imagina que ya está inmunizado. Es el caso de Camille. Su primera mujer fue asesinada, un cataclismo del que tardó años en recuperarse. Cuando se ha atravesado ese mal trago, uno piensa que no le puede pasar nada peor.

Es una trampa.

Porque bajamos la guardia.

Para el destino, siempre atento, es el mejor momento para cruzarse en nuestro camino.

Y recordarnos la infalible puntualidad del azar.

Anne Forestier entra en la galería Monier poco después de que abran. El vestíbulo principal está casi vacío, todavía flota un olor un poco mareante a producto de limpieza. Las tiendas van abriendo con parsimonia y sacan sus puestos de libros o de joyas y los expositores.

La galería, construida en el siglo XIX al pie de los Campos Elíseos, alberga boutiques de lujo, papelerías, peleterías y tiendas de antigüedades. Está cubierta de cristaleras, de modo que, al levantar la vista, el paseante curioso puede descubrir un montón de detalles art déco, cerámicas, molduras y pequeñas vidrieras. Anne podría admirarlas también si tuviese ganas, pero, como ella misma admite, las mañanas no son lo suyo. Y a esas horas, las alturas, los detalles y los techos son lo que menos le importa.

Lo único que necesita por encima de todo es un café. Muy cargado.

Porque hoy, precisamente, Camille ha remoloneado en la cama. Al contrario que ella, es madrugador. Aunque Anne no estaba muy por la labor esta vez. Así que, rechazando amablemente las proposiciones de Camille —que tiene las manos muy cálidas, es difícil resistirse a ellas—, se ha metido en la ducha olvidando la cafetera que había dejado puesta, ha vuelto a la cocina mientras se secaba el pelo, se ha encontrado el café ya frío, ha recuperado una de sus lentillas a pocos milímetros del desagüe del lavabo…

Y después de todo eso, la hora se le ha echado encima y no ha tenido más remedio que salir. Con el estómago vacío.

A su llegada al pasaje Monier, poco después de las diez, se sienta pues en la terraza del pequeño café que hay a la entrada. Es la primera clienta. La cafetera está calentándose aún, tiene que aguardar a que le sirvan y si consulta su reloj varias veces no es porque tenga prisa. Es por el camarero, para quitárselo de encima. Como no tiene gran cosa que hacer aparte de esperar a que esté lista la máquina, el hombre aprovecha para intentar entablar conversación. Pasa la bayeta a las mesas de alrededor mientras la observa por debajo del brazo y, como quien no quiere la cosa, se va acercando en círculos concéntricos. Es un tipo alto, delgado, parlanchín, un rubio con el pelo graso de los que se ven a menudo en las zonas turísticas. Cuando termina su última vuelta se planta cerca de ella, con una mano en los riñones, lanza un silbido de admiración mirando al exterior y suelta su reflexión meteorológica diaria, de una mediocridad lamentable.

Este camarero es un imbécil pero no carece de gusto, porque Anne, a sus cuarenta años, sigue siendo una preciosidad. Delicadamente morena, con sus hermosos ojos verde claro y una sonrisa arrebatadora… es una mujer francamente luminosa. Con hoyuelos… Y sus gestos lentos, elásticos, que provocan unas ganas irreprimibles de tocarla porque todo en ella parece redondo y firme: sus senos, sus nalgas, su pequeño vientre, sus muslos. En verdad todo en ella es redondo y firme, el tipo de tentación que vuelve loco.

Cada vez que lo piensa, Camille se pregunta qué hace con él. A sus cincuenta, está casi calvo, pero sobre todo, sobre todo, mide un metro cuarenta y cinco. Para hacerse una idea, tiene la estatura aproximada de un chico de trece años. Hay que decir también, para evitar elucubraciones, que Anne no es muy alta, pero en cualquier caso mide veintidós centímetros más que él. Le saca casi una cabeza.

Anne responde a las insinuaciones del camarero con una sonrisa encantadora y muy expresiva: vete a tomar por saco (el hombre da señales de haberlo comprendido, no le vayan a reprochar el ser amable), y una vez apurado el café, atraviesa el pasaje Monier en dirección a la rue Georges-Flandrin. Está llegando casi al otro extremo cuando introduce la mano en su bolso, sin duda para coger la cartera, y siente algo húmedo. Sus dedos se ponen perdidos de tinta. Una pluma que ha reventado.

Para Camille, la historia propiamente dicha empieza con esa pluma. O con el hecho de que Anne eligiese ir a esa galería y no a otra, precisamente esa mañana y no otra, etcétera. La suma de coincidencias necesarias para que sobrevenga una catástrofe es de todo punto desalentadora. Pero Camille y Anne se conocieron también gracias a una suma similar de coincidencias, así que no puede quejarse.

Esa pluma, por tanto, con su corriente cartucho de tinta que gotea. Azul oscuro y muy pequeña. Camille la recuerda. Anne es zurda, su mano adopta una posición muy particular cuando escribe, uno no sabe cómo lo consigue, pero es que además tiene una letra enorme, como si encadenara con rabia una serie de firmas y, curiosamente, elige siempre plumas minúsculas, lo que hace que el espectáculo sea todavía más asombroso.

Cuando saca del bolso su mano cubierta de tinta, el primer impulso de Anne es inquietarse por los daños. Busca una solución y la encuentra, a su derecha, en una jardinera. Apoya el bolso en el borde de madera y comienza a sacarlo todo.

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