Sabotaje (Serie Falcó)

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

sabotaje-4

1. Las noches de Biarritz

Bajo la pérgola de la terraza se veían cinco manchas blancas y un punto rojo. Las manchas correspondían a la pechera y el cuello de una camisa, dos puños almidonados y un pañuelo que asomaba en el bolsillo superior de una chaqueta de smoking. El punto rojo era la brasa de un cigarrillo en los labios del hombre que permanecía inmóvil en la oscuridad.

Del interior llegaba sonido apagado de voces y música. Había una luna terciada, decreciente, que esmerilaba el mar negro y plateado frente a la playa, entre los destellos del faro situado a la derecha y la parte alta de la ciudad vieja, débilmente iluminada, a la izquierda.

Era una noche serena y cálida, sin apenas brisa. Casi a mediados de mayo.

Lorenzo Falcó apuró el cigarrillo antes de dejarlo caer y aplastarlo bajo la suela del zapato. Dirigió otro vistazo al mar y la playa en sombras y miró hacia la zona más oscura de ésta, donde en ese momento alguien encendía y apagaba tres veces una linterna. Tras confirmar la señal regresó al interior cruzando el salón desierto, decorado en cromo y laca carmín, donde entre apliques art déco los grandes espejos reflejaban el paso de su figura delgada, elegante y tranquila.

Había ambiente en la sala de juego, y Falcó dirigió una mirada a quienes se agrupaban en torno a las dieciocho mesas. En los últimos tiempos, la clientela del casino municipal había cambiado. De los agitados años de coches rápidos y frenesí de jazz, grandes de España, millonarios anglosajones, cocottes de lujo y aristócratas rusos en el exilio, Biarritz no retenía gran cosa. En Francia gobernaba el Frente Popular, los obreros tenían vacaciones pagadas, y quienes mordisqueaban un habano o alargaban el cuello rodeado de perlas, pendientes del chemin de fer o del trente et quarante, eran clase media acomodada que se codeaba con restos de otra época. Ya nadie hablaba de la temporada en Longchamp, el invierno en Saint-Moritz o la última locura de Schiaparelli, sino de la guerra de España, las amenazas de Hitler a Checoslovaquia, los patrones para confección casera de Marie Claire o la subida del precio de la carne.

Falcó localizó fácilmente al hombre a quien buscaba, pues éste no se había movido de la mesa de bacarrá: corpulento, con abundante pelo gris, vestía un smoking de muy buen corte. Continuaba junto a la misma mujer —su esposa—, y se inclinaba hacia ella para conversar en voz baja mientras jugueteaba con las fichas apiladas en el tapete verde. Parecía perder más que ganar, pero Falcó sabía que ese individuo podía permitírselo. En realidad podía permitirse casi todo, pues se llamaba Tasio Sologastúa y era uno de los hombres más ricos de Neguri, el barrio selecto y adinerado de Bilbao, corazón de la alta burguesía vasca.

Desvió la vista hacia la mesa contigua. Desde allí, de pie entre los curiosos, Malena Eizaguirre vigilaba de lejos al matrimonio. La mirada de Falcó se encontró con la suya, él hizo el gesto discreto de tocarse el reloj en la muñeca izquierda y ella asintió levemente. Con aire casual, Falcó fue a situarse a su lado. Cabello corto ondulado a la moda, ojos negros y grandes, Malena era atractiva sin excesos: algo regordeta, treinta años y facciones correctas, aunque su vestido de noche, un Madame Grès de chifón blanco drapeado, le daba un agradable aire clásico de remembranzas griegas.

—No se han movido de ahí —dijo ella.

—Ya veo... ¿La mujer ha perdido mucho?

—Lo habitual. Fichas de quince mil francos, una tras otra.

Compuso Falcó una mueca divertida. Edurne Lambarri de Sologastúa era muy aficionada al bacarrá, como a las joyas, a los abrigos de visón y a todo cuanto exigía gastar dinero. Igual que sus dos hijas, que a esas horas debían de estar bailando en el dancing del Miramar, como era su costumbre: Izaskun y Arancha, dos lindos y frívolos pimpollos vascongados. Miró de nuevo el reloj. Las once y veinte.

—No creo que tarden mucho en irse —concluyó.

—¿Está todo a punto?

—Telefoneé hace un rato y acabo de ver la señal —dirigió una lenta ojeada en torno—. ¿Has visto a los guardaespaldas?

Malena indicó con la barbilla a un fulano moreno, fuerte, con frente estrecha y nariz de púgil, enfundado en un smoking demasiado prieto en la cintura. Se mantenía algo retirado de la mesa de bacarrá, con la espalda apoyada en una columna, y miraba a Sologastúa con fidelidad de mastín.

—Sólo a ése. El otro debe de estar fuera, con el chófer.

—¿Dos coches, como siempre?

—Sí.

—Mejor. Cuantos más somos, más nos reímos.

La vio sonreír levemente, controlando bien los nervios.

—¿Siempre eres tan gamberro? ¿Todo lo tomas así?

—No siempre.

Malena acentuó la sonrisa. Tensa, pero decidida. La muerte de su padre y su hermano, asesinados por los rojos en la matanza del 25 de septiembre a bordo del barco-prisión Cabo Quilates, atracado en la ría de Bilbao, tenía algo que ver con esa firmeza. Procedente de una familia bien situada y de tradición carlista, durante la sublevación militar había trabajado con mucho valor para el bando rebelde, llevando mensajes ocultos del general Mola entre Pamplona y San Sebastián. Tras lo del padre y el hermano había pedido pasar a la acción directa. Ahora ella y Falcó trabajaban juntos desde hacía tiempo, montando la operación. Era una buena chica, pensó él. Hembra de fiar, seria y valerosa.

—Se levantan —dijo ella.

Falcó miró hacia la mesa. Tasio Sologastúa y su mujer se habían puesto en pie, dirigiéndose a la caja para cambiar sus fichas. Llegaba el momento en que el matrimonio, tras la cena habitual en Le Petit Vatel y un rato en el casino, solía regresar a su villa de Garakoitz. Separando la espalda de la columna, relajado, el guardaespaldas se fue detrás. Falcó rozó con dos dedos, con suavidad, una mano de Malena.

—Vamos a lo nuestro —dijo.

Ella se colgó de su brazo y caminaron con naturalidad hacia el guardarropa.

—Son puntuales como clavos —comentó Malena, poniéndose un chal de lana burdeos sobre los hombros desnudos—. Cada noche a la misma hora.

Parecía satisfecha de que todo se desarrollara con la exactitud prevista. Cuando Falcó había regresado a Biarritz tras un breve paréntesis clandestino en Cataluña —una misión de urgencia ordenada por el Almirante—, ella llevaba un mes vigilando a los Sologastúa. El matrimonio había pasado la frontera con sus hijas el año anterior, cuando las tropas nacionales estaban a punto de tomar el paso fronterizo de Irún. Tasio Sologastúa, miembro destacado del PNV —partido nacionalista vasco, católico y conservador, aunque aliado por razones de oportunidad con la República—, era uno de los principales apoyos en el exterior del gobierno autónomo de Euzkadi. Desde aquel exilio dorado, donde un triste menú costaba tres veces más que uno con champaña en cualquier buen restaurante de la España franquista, su influencia se hacía sentir en los círculos nacionalistas del sudoeste francés; y sus cuentas bancarias situadas en Gran Bretaña y Suiza financiaban importantes embarques de armas con destino a puertos vascos. Según informes confirmados por Falcó gracias a sus viejos contactos de contrabandista —el pasado nunca se borraba del todo—, Sologastúa había equipado a los gudaris euskaldunes con 8 cañones, 17 morteros, 22 ametr

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