Los Divinos

Laura Restrepo

Fragmento

libro-4

1. Muñeco (alias Kent, Kento, Mi-lindo, Dolly-boy, Chucky)

—Los monicongos son dos y el más chiquitico se parece a vos —me despierta el Muñeco con un telefonazo a las tres o cuatro de la madrugada. Dice sólo eso, y cuelga.

El sobresalto me deja sentado en la cama con el corazón a mil. La voz del Muñeco, juguetona y entrapada en alcohol, cae como rayo a estas recónditas horas y me arranca del sueño, partiendo en dos mi noche hasta este instante plácida. Yo, que estaba tan bien, atravesando suavemente las planicies de mi ser profundo, ahora hechas trizas por culpa del Dolly-boy, a quien también llamamos Muñeco. Sus palabras provienen muy de afuera y se cuelan con patanería en el silencio de mi cuarto, enturbiando la quietud de aquí adentro. Y ahí quedo yo, en blanco, con los sueños espantados y sin manera de recuperarlos, y con el retintín de su voz en el tímpano: los monicongos son dos, son tres, son cuatro, son cinco.

Qué plaga, este Muñeco. Qué manera de joder. Si se le antoja alargar la parranda, o despilfarrar mariachis en murgas y serenatas, o romperse la trompa con la canalla, allá él. Su bendito problema. Que haga lo que le dé la gana. ¿No puede acaso respetar el descanso ajeno?

Yo acá, en el refugio de mi cama, y él al otro lado de la señal, dándose su baño de abismo. Andará de travesía noctámbula. Detrás de su voz me llegan ruidos oscuros, ráfagas de viento, presencias borrosas. Puta la gracia que me hace. Jodido Muñeco, por qué no escoge otro marranito de confianza, ¿no se atreve a despertar al Duque? Ni se diga a Tarabeo. Si acaso al Píldora, y desde luego a mí. Está demente el Muñeco, y su vaina va en aumento.

Desde la protección de mi cuarto puedo verlo como si estuviera viéndolo, a ese man lo conozco de memoria, hasta soy capaz de imitarle el caminado, lujuriante y sinuoso como el de Elvis Presley. Me sé su refulgencia y su trompita burlona o besucona. Me sé el taconeo con el que va marcando un agitado ritmo interno. La pelvis arrojada hacia delante, el culito apretado, la suficiencia con que alardea de su absoluta ignorancia. Su actitud toda: me la tengo bien calada. Lo que no puedo plagiar, por más que intente, es la energía que emana de su persona.

Aunque no lo vea, puedo verlo en este instante: va con la camisa abierta en la madrugada gélida, regalado él y repartiendo chumbimba, dando y tomando papaya y expuesto a la noche bogotana, que puede llegar a ser sórdida. Tierra de nadie en los espasmos de la madrugada. Ya se sabe que allá afuera guerra es guerra: el que prefiera vivir mejor se tapa con sus cobijas y le pide a su mamita un vaso de leche tibia, mientras en las calles zumban alarmas y pandillas sicariales, perros rabiosos y porteros armados. Y rompiendo la negrura: algún grito escalofriante y sirenas de ambulancia. Bienvenido a la noche de los asesinos en la urbe de la puñalada.

¿Pero él? Nooooo. El Muñeco ni se entera. Él se les vuela a los guardaespaldas y se va por ahí, de intrépido a la intemperie, exponiendo el pellejo y amenazando. Desafiando malevos y robachicos como si fuera chistoso, el Muñeco pasado de tragos y retando los límites; desparramándose por las esquinas, humillando indigentes, pellizcando nalgas y pateando muros. Vaya plan, a estas benditas horas.

Suena su timbrazo y quedo de infarto, los monicongos son dos, y a mí qué carajo me importa. Pero en el fondo sí: desde muy niño me acechan esos monachos escurridizos y amorfos, que se dejan sentir, pero se ocultan a la vista.

El Muñeco, mi amigo, mi casi hermano: anda por allá, de solitario en territorio comanche, obedeciendo vaya a saber qué pulsión o qué deseo. Cada vez más así, más retorcidas sus apetencias y más apremiante su afán por satisfacerlas. Demoledor, el balancín de su mece-mece: del placer a la desolación, ida y vuelta y otra vez ida.

Hombre de loco apetito, la pérdida del gusto lleva al Muñeco a buscar pasiones cada vez más sápidas. Que luego no se diga que no lo sabíamos.

Un talegado de aire, mi Dolly-boy. Una bolsa vacía que él pretende llenar con lujos y gustos y gastos.

Buscando qué, me pregunto. Qué vaina con el Muñeco. Qué mierda rastreará a estas horas en las vísceras de la ciudad hambrienta.

Los monicongos son dos y el más chiquitico se parece a vos. Sólo eso dice. Y cuelga.

Al menos su llamada me deja saber que sigue con vida, aunque quién sabe dónde, en qué antro o puticlub, desnucadero o fight club criollo, y en medio de qué calaña de hembritas o tinieblos. Pero vivo al fin y al cabo, y algo es algo. Por el momento la francachela no lo ha matado.

Los monicongos son dos. La frase no dice nada, pero perturba. Suena a rima infantil, y eso acentúa la desazón que me causa. Se lo pregunté el otro día a Malicia. Quise ponerla al tanto del sonsonete de las madrugadas. No hizo falta, ella ya lo conocía. ¿Acaso el Muñeco la llama también, se toma esas confianzas? Me aguijonean los celos.

—Quiénes serán los monicongos esos —le dije a Malicia.

Ella tiene sus teorías. Para todo las tiene, y para esto también.

—Son los heraldos de nuestra desgracia —dijo.

Ella habla así, esta Malicia se cree bruja, y no le falta fundamento. Sabe predecir vainas, o será más bien que las precipita con sus palabras.

—Se está cocinando algo espeso —me advierte, afeando con una mueca su bonita cara morena.

Luego me consuela pasándome la mano por el pelo sin que yo me espante, cosa rara en mí, que le tengo fobia al contacto.

Por allá y más allá, en todo caso lejos, el Muñeco busca, escarba, rebusca, va detrás de algo. El Muñeco no se calma. Esa avidez suya por encanallarse, o por no encallarse, debe ser necesidad de desaparecer. Ser otro, abrirse, sacudirse, convertirse por fin en sí mismo. Se ahoga y necesita salir a flote.

Que se ahogue de una vez y que deje la jodencia.

Allá va el Muñeco en picada y sólo él sabe a dónde, o a lo mejor ni él mismo. Como diría Tournier, mi maestro: un hilo invisible guía sus pasos hacia un desenlace misterioso.

Otras veces estira su rumba dos o tres días con sus noches y de él no volvemos a saber, ni siquiera en el timbrazo de los monicongos. Cuando ya lo sospechamos cadáver, o deshaciéndose en sangre en Urgencias, ahí reaparece el Muñeco a media mañana por la cancha de los sábados, como si nada, resplandeciente como un recién resucitado y de bandana japonesa en la frente, su melenucha todavía adolescente aunque ya despoblada en las sienes, y sin camisa, claro: el Muñeco exhibe su bronceado en spray y su six pack ejemplar, y nos cae al partidito de fútbol los sábados por la mañana, bañado y perfumado y repartiendo besos y patadas.

Dribla como un ángel el Muñeco, masacra al adversario evitando la tarjeta roja, le da comba al balón y lo lanza girando en una parábola excelente. Y cada dos por tres comete infracción, porque cuando se emberrionda el Muñeco es un patán y monta trifulca y se pone cansón, aunque el partidito sea apenas amistoso, entre excompañeros del Liceo Quevedo que venimos a jugar en la cancha de nuestro viejo colegio, ahora y siempre como desde hace años.

Dicharachero y afectuoso ese Muñeco, eso sí, pero también matón, patotero, putañero, atrabiliario, llevado de sus furietas. Pero cariñoso, valga la verdad, buena gente a ratos y amoroso é

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