Vengaré tu muerte

Carme Riera

Fragmento

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Nota introductoria

Me llamo Elena Martínez Castiñeiras y durante diez años trabajé como detective privado. Quizá fue mi afición a las novelas policíacas lo que me llevó a escoger, después de abandonar, por aburrida, la carrera de Derecho, los cursos para llegar a ser detective, una profesión que me iba a permitir, o eso creía, no solo resolver los casos que habrían de encargarme sino escribir sobre ellos sin faltar ni un punto a la verdad. De ese modo, pensaba yo ingenuamente, evitaría tener que recurrir a los trucos, a veces poco verosímiles, que usan los autores del género negro, puesto que la realidad me ofrecería posibilidades mucho más convincentes. Sin embargo, la privacidad exigida por mis clientes me impidió, mientras ejercí mis funciones, publicar una sola línea sobre los asuntos en los que anduve metida. Ahora, tras abandonar la profesión, he decidido escribir este libro, no para aprovechar la experiencia acumulada, sino por otro motivo de mucha más importancia: me siento culpable de haber contribuido a que se condenara a dos personas por un crimen que no habían cometido. Mediante estas páginas quiero tratar de demostrar que el tribunal se equivocó al tomar en consideración las pruebas que yo aporté. No me mueve otro interés que el de que se haga justicia.

El caso al que voy a referirme se inició en 2010, cuando en Cataluña gobernaba el tripartito por segunda vez y en España, también en su segundo mandato, el socialista Rodríguez Zapatero. En 2008 revalidó la victoria que la infumable gestión de los atentados de 2004 por parte de Aznar le había dado.

En 2010 la corrupción y sus secuelas, que tantos ríos de tinta y de sangre política han hecho correr desde entonces, habían ya aflorado con todo su esplendor. La crisis que había estallado en 2008, pese a que el Gobierno lo negara, nos trajo la recesión económica más brutal de la Transición. Los bancos que antes concedían hipotecas a cuantos se acercaban a sus sucursales, proporcionándoles igualmente préstamos muy baratos para que pudieran hacer realidad sus sueños montados en cuatro ruedas, tuvieron que ser rescatados.

En los tiempos de bonanza económica muchos constructores, además de en ladrillo, habían invertido en política. Se habían recalificado terrenos y repartido sobres abultados. Aquí, en la tierra, tanto en despachos de la Administración estatal o autonómica como en prostíbulos de lujo. En el cielo, entre nubes, en jets privados, que los empresarios distinguidos habían empezado a utilizar, como imprescindible marca de éxito.

Pese a la desastrada situación económica del año 2010, el dinero de los corruptos, en billetes de quinientos euros, seguía corriendo sigiloso hacia la frontera y se fugaba, vía transferencia o vía maletín, sin demasiado problema. Los catalanes, esas cuarenta familias emparentadas de las que hablaría el estafador Millet que, por entonces, ya había desviado fondos del Palau de la Música hacia otros bolsillos y, por descontado, a los propios, optaban por esquiar en Andorra. Para aprovechar el viaje pasaban también por la banca a depositar sus ahorros, fruto del esfuerzo de las mordidas y del tesón en la exigencia de un tres por ciento que, en muchos casos, llegaba hasta el ocho, si quien cerraba el trato era una lumbrera mafiosa o por lo menos un experto conocedor de los comportamientos de la mafia.

Aznar había acuñado el eslogan «España va bien» que, con su cansina cabezonería, repetiría hasta la saciedad. Pero solo había sido capaz de articular la primera parte de la frase. Completa se ajustaba mucho más a la realidad: España va bien encaminada hacia el desastre. Y eso fue lo que ocurrió, por más que Zapatero, con su optimismo visceral, hubiera negado que había crisis. No tuvo más remedio que admitirla e incluso en 2011 se vio en la necesidad de reformar la Constitución para limitar el déficit público. El país estaba al borde del colapso económico. La prima de riesgo superaba los cuatrocientos puntos y el paro alcanzaba la cifra de cinco millones.

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I

Tras la desaparición de su marido, dos razones fundamentales impulsaron a Montserrat Bofarull de Solivellas a ponerse en contacto con la agencia de detectives Holmes & Holmes S. L. y de rebote conmigo:

A. Que la vidente Luz Segura, cuyo nombre verdadero es el de Práxedes Rebollar, le había aconsejado que buscara un detective, porque sus poderes predictores advertían que la localización del desaparecido sería complicada, ya que estaban involucrados agentes extranjeros. Algo que dejó boquiabierta a Montserrat Bofarull. Sin embargo, confiaba a ciegas en su pitonisa de cabecera, a quien desde hacía un tiempo consultaba un día sí y el otro también. A veces porque le inquietaba el porvenir y otras para amortizar el bono que había sacado con una validez de tres meses, por valor de mil doscientos euros. Rebollar la había convencido de que así se abarataba mucho el precio que cobraba por visionar su bola o echar el tarot, con la ventaja de que ella o su hija y ayudante cualificada, Micaela Luján, alias Iluminada Segura, atenderían durante las veinticuatro horas del día cualquier consulta urgente que se terciara, además de ofrecerle una atención prioritaria y absolutamente personalizada.

B. Que la policía no le había hecho ningún caso, porque el asunto pertenecía a la jurisdicción de los mossos. Las desapariciones, por si no lo sabía, estaban transferidas a la Generalitat, dijo que le dijeron, con cierto molesto cachondeo, de manera que le recomendaron que se entendiera con la autoridad autonómica y acudiera a los mossos d’esquadra. Y allá fue, sin que la atención prestada mejorara nada en absoluto. Antes al contrario, tuvo que aguantar ciertas bromas de un pésimo gusto, puesto que mientras observaban sus deterioradas prestaciones de arriba abajo, carrocería y llantas, igual que si ella fuera la camioneta siniestrada de un vulgar atestado de circulación, comentaban que tal vez su marido, si no se había ido a comprar tabaco, como un tal señor Rusiñol, pintor, por más señas, habría querido echar una canita al aire, algo que cuando se llevan tantos años de matrimonio como los que la señora de Solivellas les confesó que llevaba, más de treinta y cinco, era no solo comprensible sino muy natural… Con esos argumentos restaron importancia al caso, e incluso condescendieron en clasificarlo de corriente. Le sugirieron que regresara a casa, a sus labores, a sus culebrones televisivos o a su bingo, si era aficionada a tal distracción. Que solo volviera si tras un tiempo prudencial no tenía noticias, y entonces sí se pondrían a investigar con la probada eficacia que se les suponía, aunque todavía, por culpa de los tardíos traspasos desde el Estado a la Generalitat, no fuera proverbial. De momento se habían permitido sugerirle que no hiciera denuncia alguna, puesto que si ellos abrían una investigación el nombre del presunto desaparecido quedaría para siempre en sus archivos, con la consecuente ficha y ello podría resultar perjudicial o cuando menos desagradable para el susodicho, en el momento en que descansado, fel

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