Flores sobre el infierno

Ilaria Tuti

Fragmento

libro-4

Austria, 1978

Una leyenda gravitaba alrededor de aquel sitio. Una de esas que se adhieren a los lugares igual que un olor persistente. Se decía que a finales del otoño, antes de que las lluvias se convirtieran en nieve, el lago alpino exhalaba siniestras emanaciones.

Surgían del agua como vapor y ascendían por la ladera junto con la bruma de la mañana, cuando el agua estancada reflejaba el cielo. Era el paraíso que se miraba en el espejo del infierno.

Entonces se podían oír silbidos largos como aullidos, que rodeaban el edificio de finales del XIX en la orilla oriental.

La Escuela. Así era como lo llamaban en el pueblo, pero con el tiempo aquellas paredes habían cambiado su destino y su nombre varias veces: Pabellón de Caza Imperial, Comandancia de los Nazis, Preventorio Antituberculoso Infantil.

Ahora en los pasillos solo había silencio y paredes desconchadas, estucos descoloridos y ecos de pasos solitarios. Y luego, en noviembre, esos aullidos que brotaban de la niebla y que, trepando por las ventanas de los pisos superiores, llegaban hasta el techo inclinado, que brillaba por la escarcha.

Las leyendas, sin embargo, solo son adecuadas para los niños y los ancianos melancólicos, para corazones demasiado tiernos. Agnes Braun lo sabía bien: la Escuela llevaba siendo su casa demasiado tiempo para dejarse impresionar con un gorgoteo nocturno. Conocía el crujido de cada tablón, de cada cañería oxidada que corría por los intersticios de las paredes, aunque la mayor parte de las plantas permanecían ahora cerradas y las puertas de las habitaciones, atrancadas con listones de madera y clavos.

Desde que el edificio se había convertido en un orfanato, los fondos del Estado se habían vuelto cada vez más exiguos y ningún particular había dado un paso al frente para realizar donación alguna.

Agnes atravesó la cocina que estaba en el sótano, entre las estancias utilizadas como despensa y la lavandería. Iba empujando un carrito, sorteando hábilmente los contenedores que en unas pocas horas soltarían vapores grasientos. Estaba sola, a esa hora en que no es de noche ni tampoco de día. Haciéndole compañía, solo la sombra furtiva de una rata y las siluetas de los cuerpos colgados para macerar en la que había sido la nevera.

Utilizó el montacargas para llegar al primer piso, el ala de la que era responsable. Desde hacía cierto tiempo, esa tarea le ocasionaba una incomodidad indefinida, como un malestar latente que se resistía a estallar.

El montacargas crujió al recibir su peso y el del carro. Las cadenas y las sogas comenzaron a chirriar. La jaula vibró y empezó a subir para detenerse pocos metros después con una sacudida. Agnes abrió la malla metálica. El pasillo del primer piso era una larga cinta de un color azul polvoriento, manchado de humedad y tachonado en uno de los flancos con ventanales cuadriculados.

Una puerta daba golpes a intervalos regulares. La mujer se alejó del carro para ir a cerrarla. El cristal estaba frío y empañado. Lo limpió con una mano, dibujando una especie de ojo de buey. El amanecer iluminaba el pueblo, valle abajo. Los tejados de las casas eran como pequeñas teselas de color plomo. Más arriba, a mil setecientos metros sobre el nivel del mar, entre la población y la Escuela, la extensión inmóvil del lago se teñía de rosa entre la bruma. El cielo, en cambio, era claro. Agnes sabía, sin embargo, que ese día el sol no iba a calentar el claro escarpado. Ahora ya era capaz de vislumbrarlo en cuanto ponía un pie en el suelo y se sentía asaltada por la migraña.

La niebla se estaba levantando para tragarse todas las cosas: la luz, los sonidos, incluso los olores se impregnaban con su humor estancado, que olía a hueso. Y de sus espiras, que encaramándose sobre la hierba quemada por el hielo parecían cobrar vida, se levantaron los lamentos.

Es la respiración de los muertos, pensó Agnes.

Era el viento, el burán, que soplaba con virulencia desde el noreste. Nacido en lejanas estepas, había recorrido miles de kilómetros hasta meterse en el desfiladero del valle, gruñir contra las orillas del río, bajo la línea del bosque, agitarse en las zonas inundables y volver a salir silbando, para luego romper contra la pared de roca.

Era solo el viento, se repitió la mujer.

El reloj de péndulo de la entrada dio seis toques. Se había hecho tarde, pero Agnes no se movió. Sabía que estaba haciendo tiempo. Y también sabía por qué.

Sugestión, se dijo. Es solo sugestión.

Apretó las manos alrededor del acero del carrito de las comidas. Los recipientes tintinearon cuando se decidió a dar unos pasos hacia la puerta al final del pasillo.

El Nido.

Un pensamiento imprevisto le provocó un espasmo en el estómago: realmente se trataba de un nido. Se había convertido en eso durante las últimas semanas. Era un hervidero de actividad queda, misteriosa. Como un insecto industrioso que prepara la muda. Agnes estaba segura de ello, aunque no habría sabido explicar qué estaba sucediendo en esa habitación. No había hablado del tema con nadie, ni siquiera con el director: la habría tomado por loca.

Metió una mano en el bolsillo del uniforme. Sus dedos rozaron la tela áspera de la capucha. La sacó y se la caló sobre el rostro. Una delgada rejilla le cubría también los ojos, velando el mundo exterior. Era la norma.

Entró.

La habitación estaba sumida en el silencio. La gran estufa de hierro fundido junto a la entrada todavía conservaba algunas brasas y proporcionaba un agradable calor. Los puestos se alineaban en cuatro filas de diez. No había ningún nombre en las placas identificativas, tan solo números.

No se oían ni llantos ni quejas. Agnes sabía lo que iba a ver en caso de que mirara: ojos inexpresivos, apagados.

En todos los puestos, excepto en uno.

Ahora que se había acostumbrado al silencio, podía oírlo: correteaba allí abajo, adquiría fuerza. Se estaba preparando. No podría haber dicho para qué. Tal vez realmente estaba loca.

Un paso tras otro, se acercó al puesto número 39.

Contrariamente a los demás, el individuo palpitaba de vida. Sus ojos, tan particulares, estaban alerta, se deslizaban siguiendo sus movimientos. Agnes sabía que el individuo estaba buscando su mirada por debajo de la rejilla de la capucha. Ella la apartaba, incómoda. El individuo número 39 era consciente de su presencia, aunque no debería ser así.

La mujer verificó que ningún asistente se hubiera asomado por la puerta y tendió un dedo. Y el individuo mordió, apretó la carne entre las encías, con fuerza. En los ojos, una mirada distinta: enérgica. Un breve gemido nervioso se le escapó de los labios cuando Agnes se retiró con una imprecación.

Aquí está su verdadera naturaleza, pensó. Carnívora.

Fue lo que sucedió un momento después lo que la convenció de que ya no podía guardarse ciertas cosas para ella sola.

Los puestos que quedaban al lado del número 39 ya no permanecían en silencio. Las respiraciones se habían agitado, como si los individuos estuvieran respondiendo a una llamada. El Nido era un hervidero.

Aunque tal vez fuera solo una sugestión.

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