La paciente silenciosa

Alex Michaelides

Fragmento

libro-4

Prólogo

Diario de Alicia Berenson

14 de julio

No sé por qué escribo esto.

No, eso no es verdad. A lo mejor sí lo sé, lo que pasa es que no quiero admitirlo ni ante mí misma.

Ni siquiera sé qué nombre dar a… esto que estoy escribiendo. Llamarlo «diario» me resulta un tanto pretencioso. No es que tenga nada que contar. Ana Frank sí que llevaba un diario…, pero no alguien como yo. Llamarlo «acta» hace que suene demasiado oficial, en cierto sentido. Como si tuviera que escribir algo todos los días, y no quiero hacerlo. Si se convierte en una obligación, lo dejaré.

Tal vez no lo llame de ninguna manera. Será un algo sin nombre que escribo de vez en cuando. Eso me gusta más. En cuanto le pones nombre a una cosa, te impide verla en su totalidad, o ver por qué es importante. Te centras en la palabra, que en realidad es la parte más minúscula, como la punta de un iceberg. Nunca me he sentido muy cómoda con las palabras; siempre pienso en imágenes, me expreso con imágenes, así que jamás habría empezado a escribir esto de no ser por Gabriel.

Últimamente he estado algo deprimida por una serie de cosas. Creía que estaba consiguiendo ocultarlo, pero él se ha dado cuenta. Por supuesto que sí, se da cuenta de todo. Me preguntó cómo iba el cuadro…, y le contesté que no iba. Entonces me sirvió una copa de vino; yo me senté a la mesa de la cocina y él se puso a guisar.

Me gusta mirar a Gabriel mientras se mueve por la cocina. Es un cocinero gentil: elegante, grácil, ordenado. Al contrario que yo, que solo organizo desastres.

—Cuéntame qué te pasa —dijo.

—No hay nada que contar. Es solo que a veces se me atasca la cabeza. Me siento como si intentara avanzar por un barrizal.

—¿Por qué no pruebas a escribir las cosas? ¿A llevar una especie de registro? Quizá eso te ayude.

—Sí, supongo que sí. Lo intentaré.

—No te limites a decirlo, cariño. Hazlo.

—Que sí…

Siguió pinchándome, pero yo no hacía nada de nada. Y entonces, unos días después, me regaló este pequeño cuaderno para que escribiera en él. Tiene las tapas de cuero negro y unas páginas blancas y gruesas, todas por llenar. He pasado la mano por la primera y he sentido su suavidad, luego le he sacado punta al lápiz y me he puesto a ello.

Y él tenía razón, por supuesto. Ya me encuentro mejor; poner esto por escrito me genera una sensación de liberación, una válvula de escape, un espacio para expresarme. Es un poco como una terapia, supongo.

Gabriel no lo ha dicho, pero me doy cuenta de que está preocupado por mí. Si tengo que ser sincera —y más vale que lo sea—, el verdadero motivo por el que he accedido a escribir este diario ha sido tranquilizarlo, demostrarle que estoy bien. No soporto pensar que le preocupo. No quiero darle ningún disgusto ni causarle tristeza ni provocarle dolor, nunca. Amo muchísimo a Gabriel. Es, sin lugar a dudas, el amor de mi vida. Lo quiero de una forma tan completa, tan absoluta, que a veces ese sentimiento amenaza con superarme. A veces creo…

No. No escribiré sobre eso.

Esto tiene que ser un registro alegre de ideas e imágenes que me inspiren artísticamente, cosas que tengan un impacto creativo en mí. Solo voy a escribir pensamientos positivos, felices, normales.

No se permiten pensamientos de loca.

libro-5

Primera parte

Todo el que tenga ojos para ver y oídos para oír se convencerá de que ningún mortal es capaz de guardar un secreto. Si sus labios callan, habla por las puntas de los dedos; hasta el último de sus poros lo delata.

SIGMUND FREUD,

Introducción al psicoanálisis

libro-6

1.

Alicia Berenson tenía treinta y tres años cuando mató a su marido.

Llevaban siete casados. Ambos eran artistas: Alicia era pintora, y Gabriel, un fotógrafo de moda muy conocido. Él tenía un estilo característico, fotografiaba a mujeres medio anoréxicas y medio desnudas desde ángulos extraños y nada favorecedores. Desde su muerte, el precio de sus fotografías ha aumentado astronómicamente. A mí su obra me parece ingeniosa pero insustancial, para ser sincero. Carece por completo de la calidad visceral del mejor trabajo de Alicia. Desde luego, no entiendo lo suficiente de arte para decir si Alicia Berenson superará la prueba del tiempo como pintora. Su talento siempre quedará ensombrecido por su leyenda negra, así que es difícil mostrarse objetivo. Y bien podrías acusarme de no ser imparcial. Lo único que puedo ofrecerte es mi opinión, por si sirve de algo, y para mí Alicia era una especie de genio. Más allá de su habilidad técnica, sus cuadros poseen una capacidad asombrosa para atrapar tu atención —casi como si la agarraran de la garganta— y mantenerla atenazada.

Gabriel Berenson fue asesinado hace seis años. Tenía cuarenta y cuatro. Lo mataron un 25 de agosto. Fue un verano de un calor excepcional, tal vez lo recuerdes, con algunas de las temperaturas más altas jamás registradas. El día en que murió fue el más caluroso del año.

Su último día de vida, Gabriel se levantó temprano. Un coche fue a recogerlo a las cinco y cuarto de la mañana a la casa que compartía con Alicia en el noroeste de Londres, junto al gran parque de Hampstead Heath, y lo llevó a una sesión fotográfica en Shoreditch. Pasó el día fotografiando a modelos en una azotea para Vogue.

No se sabe mucho acerca de los movimientos de Alicia. Tenía próxima una exposición e iba algo retrasada con el trabajo. Es probable que pasara el día pintando en el cenador que tenían al fondo del jardín y que ella había reconvertido en estudio hacía poco. Al final, la sesión de Gabriel se alargó y no lo llevaron de vuelta a casa hasta las once de la noche.

Media hora después, su vecina, Barbie Hellmann, oyó varios disparos. Barbie llamó a la policía, y desde la comisaría de Haverstock Hill enviaron un coche a las 23.35. Llegó a casa de los Berenson en poco menos de tres minutos.

La puerta de entrada estaba abierta. La casa se encontraba sumida en una oscuridad total; ninguno de los interruptores de la luz funcionaba. Los agentes avanzaron por el pasillo y llegaron al salón. Iluminaron la habitación con sus linternas, de modo que la vieron con haces intermitentes y descubrieron a Alicia junto a la chimenea. Su vestido blanco relucía con un brillo fantasmagórico a la débil luz. No parecía advertir la presencia de la policía. Estaba inmovilizada, paralizada; una estatua esculpida en hielo con una extraña expresión de espanto en el rostro, como si se enfrentara a un terror oculto.

En el suelo había un arma. Junto a ella, en la penumbra, estaba sentado Gabriel, inmóvil, a

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