—Venga, llegamos tarde.
Soraya espolea a María Jesús con impaciencia. Le exaspera su lentitud, la forma en que parece que nunca acabará de prepararse, cómo se recrea en cada acción cuando el tiempo apremia.
Cree que ya está lista, cuando la ve darse media vuelta y entrar en el baño. Resopla mientras desde el pasillo observa su imagen reflejada en el espejo. María Jesús se escruta el rostro girando la cabeza a uno y otro lado, se pone colorete, se quita el exceso con un disco de algodón, se mira de nuevo, se atusa las cejas con un cepillito. Se vuelve a mirar.
—¡Date prisa, Mariaje!
—Ya voy, ya voy —al segundo sale precipitadamente del baño y se coloca a su lado muy erguida—. Solo estaba haciendo un poco de tiempo, ya sabes que no me gusta esperar.
Por un momento, a Soraya le dan ganas de asesinarla, pero entonces repara en sus ojos juguetones y se da cuenta de que está burlándose de ella. Se le escapa una sonrisa a su pesar.
—Vamos. No llegamos ni de coña.
—Pues que nos atiendan cuando aparezcamos, que para eso soltamos la pasta. Les interesa tanto como a nosotras.
Soraya sabe que tiene razón, que no pasa nada por llegar con cinco minutos de retraso. Allí todo serán sonrisas artificiosas y amabilidad bien estudiada. Aun así va contra su naturaleza presentarse tarde a una cita, le crea un desasosiego que prefiere evitarse.
Mariaje coge las llaves de casa, la deja pasar con una galantería cómica y le planta un beso en la boca. Solo con ese gesto, el amago de enfado que amenazaba con enseñorearse de su ánimo se evapora del todo. Soraya la mira con una mezcla de ternura y arrobo y le retira el flequillo hacia un lado. Está guapa, la condenada. Siempre está guapa. ¿Cómo lo hará?
—Te queda bien ese colorete.
—¿Verdad? —Mariaje estira el cuello, complacida—. Por eso me lo he puesto, porque sé que estoy todavía más bella.
Ahora las dos ríen con ganas. Soraya toma a su chica por la cintura y emprenden el camino abrazadas. No hay motivos para el enfado. Hoy es un gran día: comienza la aventura.
1.
Llega un punto en tu existencia en que conoces a más gente muerta que viva.
Ese es el punto de no retorno: cuando agarras un álbum de fotos y empiezas a pasar las páginas, y la mayoría de la gente a la que ves ya está muerta. Gente a la que has querido, con la que has comido, reído, bailado, discutido o follado. Gente a la que has odiado y por la que has llorado. Gente que te ha hecho sentir que estás vivo. Que estabas vivo.
Entonces miras a tu alrededor y lo único que ves es un perro viejo y baboso en tu sofá chupándose los huevos. Porque resulta que a la única persona de este mundo que todavía te importa la has alejado con tu orgullo y tu torpeza. Y ahora todo lo que tienes es ese animal peludo que se pasa el día entregado a su causa. Y te preguntas, una vez más, qué mierda haces todavía aquí.
El lunes fue uno de esos días para Juan. Lo fue hasta que el teléfono sonó para rehabilitar su corazón devolviéndole la capacidad de sentir. Y con ello, para descubrir que a veces es mejor estar muerto en vida. Porque una llamada a una hora en la que el teléfono nunca debería sonar puede cambiarlo todo.
2.
Soledad tenía treinta y seis años la noche que la mataron.
Ella pensaba que al fin su nombre iba a dejar de ser sinónimo de su existencia, que incluso llegaría un día en que echaría de menos su antigua condición. Porque Soledad siempre había estado sola. Lo estuvo cuando sus padres trabajaban sin tregua en la empresa familiar heredada y una niñera se encargaba de ella desde la recogida del colegio hasta la cena. Lo estuvo cuando su madre se separó de su padre y ambos se enzarzaron en una lucha judicial titánica en la que ella era el principal trofeo. Lo estuvo cuando erraba de la casa del uno a la de la otra para evitarles a ambos el sentimiento de culpa y regalar de paso la sensación de quitar al contrario algo de valor. Lo estuvo cuando creció y siguió cayendo una y otra vez en la trampa de la dependencia afectiva, queriendo que la quisieran, aguantando al capullo de turno.
Quizá cuando menos sola estuvo Soledad fue cuando se hartó de esperar a recibir de vuelta algo de aquel afecto que ella volcaba en los demás. Cuando pasó de quienes la malquerían y dedicó sus energías a preocuparse por sí misma de una puñetera vez. Pero quien se cría desde la cuna con un rol asignado acaba volviendo a él por mucho empeño que haya puesto en cambiar, por mucho psicoanálisis en el que se haya dejado los cuartos, muchos libros de autoayuda que haya subrayado y mucho mamón al que haya tenido que aguantar hasta entender cómo funciona el mundo. Como cuando te pasas media hora desenredando el cable de los auriculares y a los dos días te encuentras con la misma maraña embrollada otra vez.
En una de las batallas que libraba en su interior, Soledad tomó dos decisiones. Una de ellas fue la que la mató.
3.
Camino se pone las bragas y mira a su alrededor.
Cree que no se deja nada. El sujetador ya está dentro de su bolso. Tira de la minifalda hacia abajo en un gesto de falso pudor, como si acaso alguien pudiera verla, y agarra la manija de la puerta con la mano derecha muy despacio mientras con la izquierda sujeta los tacones estratosféricos en los que ha estado subida desde las diez de la noche, hasta que Marco le regaló la horizontalidad al arrojarla contra la cama de uno treinta y cinco en la que ahora ronca como un león. Nunca le gustaron los hombres que roncan. ¿Es que acaso hay alguno que no ronque? «No, ese es otro de los cuentos que nos han contado», se dice Camino. Habla por experiencia propia, y no es poca.
Está cruzando la puerta cuando el timbre de su móvil irrumpe estrepitoso. «Mierda», masculla antes siquiera de pensar en quién coño podrá estar llamándola a las cuatro de la mañana de un martes y antes también de meter la mano en el bolso en busca del maldito teléfono. Mientras escupe una tosca respuesta, ve cómo los legañosos ojos de Marco la enfocan con expresión confusa. «Mierda», deja escapar una vez más.
4.
Pascual suspira aliviado al verla aparecer.
El juez, la forense y el resto del operativo sanitario y policial ya llevan rato allí, y él no sabe qué más decir para cubrirla. Pero el alivio le dura lo que tarda en verle la cara a su compañera. Y es que la inspectora Vargas es transparente como agua de manantial, y la mala hostia se le pinta en la cara que da gusto.
Si además son las cuatro y media de la mañana y unos cercos de rímel mal retirado le tiñen las ojeras, no hay que ser muy avispado para saber que no está donde le gustaría estar. Baja la ventanilla y estudia su rostro en busca de alguna pista de lo que los espera.
—Buenos días, inspectora.
—Ni buenos ni días, Molina, que esto está más oscuro que el futuro de las pensiones. ¿Qué ha ocurrido?
—La han atropellado y se han dado a la fuga.
—¿Algún testigo? —dice ella mientras sale del coche y se sube discretamente la cremallera del pantalón.
—Ninguno, inspectora.
A Pascual Molina su temperamento siempre le impone un poco, más desde que es la jefa del Grupo de Homicidios. Porque él viene de familia castrense y las cosas de jerarquías las tiene metidas muy adentro. Cuando se pone nervioso se le cuelan los aires marciales. Y se cuida mucho de mantener las distancias y las formas.
—¿Estamos seguros de que no ha sido accidental?
—Le han pasado dos veces por encima. Para adelante y para atrás, inspectora.
—Joder. Putos desgraciados. Y deja de llamarme inspectora, que me vas a borrar el cargo.
—Sí, jefa.
Camino Vargas va a protestar pero decide darlo por perdido.
—¿Qué más sabemos sobre la muerta?
—La forense ha estado inspeccionando el cuerpo hasta hace un momento. Acaba de preguntar si habías llegado —«Por enésima vez», piensa Pascual, pero no lo dice. Nota las perlas de sudor acumulándose en la frente y en el bigote. Ni siquiera a esas horas de la madrugada la canícula estival da un respiro.
—Ahora vemos qué nos cuenta. ¿Quién está de guardia?
—La doctora Velasco.
—Micaela, bien —el humor de la jefa mejora. Es su forense favorita. Además de competente, es una mujer alegre y siempre dispuesta a echar un cable en lo que haga falta—. ¿Y el juez?
—San Millán.
—¿El novato? No todo iba a ser bueno. ¿Ya está identificado el cadáver?
—No llevaba documentación, solo unas llaves, un monedero con diez euros y un teléfono móvil.
—Bloqueado, claro —gruñe ella. Desde que proliferó ese tipo de teléfono inteligente todo se ha complicado para la policía.
Pascual asiente y añade:
—Pero tenía un número de emergencias en la pantalla de inicio.
—Mujer previsora. ¿Y?
—Juan Cabezas, madrileño. Dice que el teléfono corresponde a su hija Soledad.
—¿Le has informado de la situación?
Molina hace un gesto fúnebre de asentimiento. Odia dar ese tipo de noticias, pero la inspectora siempre se las encasqueta a él, así que ya lo asume sin preguntar.
—Vendrá en el primer tren que salga desde Madrid.
Camino va a preguntar algo, pero se refrena al reparar en que también tiene la camisa más desabotonada de lo que mandan los cánones. Su pecho generoso no pasa inadvertido fácilmente. Maldice para sus adentros y se gira a fin de enmendarlo. Si Molina ha visto algo, se ha cuidado mucho de que no se note.
Suspira mientras se abrocha. El sujetador sigue en su bolso. Ha cambiado la falda y el palabra de honor por vaqueros y camisa en minuto y medio, no se le puede pedir más. Maña que se da una en quitarse la ropa. En ponérsela un poco menos, visto está.
—Bueno, allá vamos.
5.
Micaela está más que acostumbrada a contemplar cuerpos sin vida.
A los que perfora en el Servicio de Patología Forense se suman los que tiene que acudir a ver cuando le toca guardia. De ese último grupo, casi todas son personas fallecidas por causas naturales. Las muertes violentas son la excepción y, entre estas, las de tráfico constituyen una mayoría aplastante. No es una imagen grata para nadie, por mucho que la profesión se elija de manera voluntaria y la experiencia forme una costra protectora: miembros mutilados, tripas vertidas en el asfalto, masa encefálica dispersa, ojos sin vida y gestos detenidos para siempre. Todas las muertes por accidente son tragedias y la visión de esos cuerpos es desgarradora. Más si corresponde a un peatón indefenso que solo trataba de cruzar a la otra acera, lo que sucede en casi la mitad de los accidentes en vía urbana. Pero lo de esta noche es aún más penoso. No obedece a un descuido al volante, sino a una acción voluntaria ejecutada con mucha sangre fría.
La forense ve acercarse a Camino Vargas, quien procede a saludar con profesionalidad a todo el operativo desplegado. Micaela se despoja de los guantes de látex, que le han dejado las manos sudadas con este calor del infierno, y aguarda su turno.
—Qué hay, inspectora.
—Hola, Micaela.
Camino le dedica una sonrisa que no pasa de los ojos. Es todo el afecto que esa mujer se permite y es mucho. La forense lo sabe y se considera afortunada por ello. Le cae bien la inspectora.
—Voy a echar un vistazo, ¿te parece?
—Espera, hay algo que queríamos comentarte —el juez y ella se cruzan una mirada extraña.
—Dejadme que vea el fiambre primero, ahora me contáis.
El magistrado se encoge de hombros. Lleva poco en esto, pero ya ha coincidido antes con Camino y aprende rápido; sabe que es testaruda hasta el aburrimiento. Le urge ver a la muerta, pues que la vea.
—No es agradable —advierte la forense.
Camino le dirige una mueca de burla, y Micaela se da cuenta de la obviedad. Intenta explicarle, pero la otra ya se ha lanzado a ver el cuerpo, así que se limita a esperar a que vuelva.
—¿Por qué coño tiene un chupete metido en la boca? —la voz de la inspectora denota un temblor mezcla de rabia y espanto. Su rostro está desencajado.
La forense y el juez vuelven a cruzar miradas, y después ambos la miran a ella. Todos barruntan la misma idea: el asesino ha firmado su crimen. Y de una forma particularmente grotesca.
6.
Amanece.
El AVE procedente de Puerta de Atocha está desacelerando. En unos minutos estacionará en Sevilla Santa Justa. Los ejecutivos comienzan a cerrar sus portátiles y a ajustarse las corbatas, prestos a salir escopetados para pillar el primer taxi que los lleve a sus consejos de dirección, reuniones y seminarios en los que llevar a cabo el networking de rigor. Pasarán el día trabajando en la capital hispalense, y antes de regresar a Madrid se permitirán unas cañas con sus acompañamientos, que fotografiarán móvil en mano hasta captar su esencia que irá directa a Instagram. Algo típico, de por allí. Chicharrones, salmorejo, un flamenquín, carrillada o adobo, qué más da. Con un poco de contraste, otra pizca de sombra, una viñeta maja y algo de desenfoque la imagen quedará fetén. El aperitivo se enfriará entretanto, pero a quién le importa ya eso. Si las tapas tuvieran alma, no habría una a la que no se la robaran antes de engullirla. Con la Giralda, la Torre del Oro o una calesa vislumbrándose al fondo, los likes se reproducirán como ondas expansivas, y el ego de su creador se ensanchará a la par, seguro de estar un poco más cerca del éxito y la fama. De aquí a influencer, de aquí al cielo. Es el postureo que forma parte del ritual yuppie cañí del siglo XXI, el que ayuda a olvidar que uno nunca dejó de ser el pringado al que el sistema ha tomado el pelo, ese que aún no amortizó los miles de euros que se dejó en el MBA. Ese que no llega a fin de mes por mucho que se empeñe en dar la imagen contraria. Pero que conoce a la perfección la fecha de lanzamiento del próximo iPhone.
A Juan todos esos le importan un mojón. Va en business porque compró el billete en el último momento y no quedaba otra cosa. Se frota unos ojos enrojecidos por la falta de sueño y las lágrimas de un hombre que nunca llora. Con la espalda encorvada, encamina sus derrotados pasos hacia el punto de información turística de Santa Justa para preguntar cómo llegar a su destino: el tanatorio de San Jerónimo, donde su hija está a punto de ser abierta en canal.
7.
Se está ventilando una tostada de cachuela junto con su tercer café.
La doctora ha prometido llamarla en cuanto acabe con la autopsia. Si se tratara de cualquier otro de los siete facultativos que componen el Servicio de Patología Forense, ahora mismo Camino estaría cuidándose de no perder detalle en la disección. Pero de Micaela Velasco se fía, así que puede ahorrarse el mal trago y apostarse en la cafetería frente al tanatorio a la espera de noticias.
El oficial mira con envidia a su jefa, calculando las calorías que contendrá esa pasta anaranjada que engulle sin un ápice de culpabilidad. Su ligero sobrepeso siempre le ha importado un comino, casi diría que lo luce con orgullo. Él, en cambio, lleva tres meses sometiendo su corpachón enorme a una dieta férrea para eliminar la barriga, que se había dejado ir más de la cuenta. Por las mañanas solo se permite una tostada con jamón de pavo y una pieza de fruta. Como en ese bar no hay ninguna de las dos cosas, su desayuno se limita a la parte inferior de un mollete con un triste chorrito de aceite. De oliva virgen, eso sí. Pero sabe que va a pasarse todo el día pensando en la cachuela de la inspectora y en los churros recién hechos que la Juani exhibe desafiantes en la vitrina anexa a la barra. Que soñará con ellos hasta que acabe la puñetera dieta. Y eso que nunca le hicieron mucha gracia los churros.
La inspectora mira el reloj con gesto de impaciencia.
—¿Cuándo llega el padre? —las migajas de la cachuela salen disparadas. Una va directa a la mejilla de Pascual, que no se atreve a limpiársela por pudor.
—Tiene que estar al caer. Tomó el primer AVE, pero ya sabes que esto queda donde Cristo perdió la chancla.
—¡Por Dios bendito! ¿Y no podía ir alguien a recoger a ese hombre?
—Estamos en cuadro, jefa, ya lo sabes.
Camino resopla y nuevas migajas del último bocado se proyectan en todas direcciones. Mastica en silencio, hasta que su teléfono comienza a vibrar encima de la barra. Lo atrapa de un manotazo.
—¿Sí?
—Ya hemos acabado.
—Desembucha.
—Creo que es mejor que entréis. Además, el familiar de la mujer acaba de llegar.
8.
La forense los espera en la puerta fumándose un cigarrillo de liar.
Viste una bata blanca abotonada que le llega por debajo de las rodillas y lleva el cabello oscuro recogido en un moño algo desgreñado. Las gafas de pasta verde se le resbalan por la nariz, de forma que se ve obligada a alzar la cabeza para mirar a través de los cristales. Sin embargo, no dirige la vista a ningún punto en concreto. Parece que ni siquiera haya advertido que está acercándose. Camino va directa hacia ella, sorprendida. Creía que Micaela había dejado de fumar hacía tiempo.
—Embarazada.
—¿Qué?
—La víctima estaba embarazada. De unas quince semanas.
—Joder.
La inspectora encaja la noticia como un bofetón. El caso adquiere un tinte mucho más trágico. Después observa a la forense. Una expresión rígida y una mirada perdida han sustituido el alborozo que la caracteriza aun en las peores circunstancias. Su mente parece encontrarse a miles de kilómetros de allí. En el cristal de las gafas tiene un resto de sangre seca, igual que en la manga de la bata. Es concienzuda con la desinfección hasta un punto que ralla en lo obsesivo, así que esto es del todo anómalo. Durante unos segundos nadie se atreve a hablar, hasta que Molina toma la palabra:
—¿Qué más habéis averiguado?
Micaela le mira como si hubiera olvidado que estaba allí, y toma aire para soltar su dictamen.
—Traumatismo torácico grave a causa del primer impacto. Le produjo una parada cardiorrespiratoria.
—O sea, que no hubiera hecho falta volver atrás para arrollarla de nuevo.
—El conductor quería asegurarse de que no sobreviviría.
La rabia que destila pone en alerta a Camino.
—¿Qué pasa, Micaela? ¿Hay algo que no nos hayas contado?
La forense aprieta los labios con fuerza, pero un temblor creciente se apodera de ellos. Aguanta hasta que no es capaz de reprimirse por más tiempo. Camino no puede creer lo que ve: una profesional a quien apasiona su trabajo, y que se desayuna un par de disecciones todos los días, gimoteando después de una autopsia.
—Lo que quiera que sea, cuéntanoslo, Micaela —la anima, pero la otra menea la cabeza en señal de rechazo, enjugándose las lágrimas con la manga de la bata—. ¿Acaso conocías a la víctima? Es eso, ¿no? Tienes que decirnos todo lo que sepas —insiste.
Micaela la mira con ojos desconsolados. Parece estar sopesando si hablar o no. Tarda todavía un poco en recomponerse. Finalmente respira hondo, se decide.
—No pasa nada. Venga, no hagáis esperar al padre. Bastante tiene ya.
9.
Juan Cabezas está sentado en una silla de plástico.
No hay nadie más, pero aunque la sala estuviera abarrotada de gente, un solo vistazo bastaría para saber que él es el padre de la mujer cuyo cuerpo yace inerte en una mesa metálica. Es el puro reflejo de la devastación. Hombros caídos, mirada perdida y llorosa, mustio, empequeñecido. Parece que en cualquier momento vaya a desmoronarse igual que un edificio explosionado, que vaya a quedar reducido a una nube de polvo y a desaparecer para siempre. Lo que experimenta Juan Cabezas ahora mismo no está muy lejos de eso. No quiere estar ahí. Quiere desvanecerse, dejar de existir, dejar de respirar. Porque hasta respirar duele. Respirar el aire que ya no comparte con su hija es sentir hojas de acero clavándose en sus pulmones con cada inhalación.
Camino se adelanta. Agradece el frío que un aire acondicionado esparce sin cautelas. Es temprano aún, pero en toda la noche no ha llegado a refrescar y el sol ya luce sin piedad.
—Señor Cabezas, soy la inspectora Vargas. Siento mucho su pérdida.
El hombre alza la vista hacia ella. Parece que no comprende.
—¿Ha podido identificar a su hija?
Juan hace un leve gesto de asentimiento, antes de cubrirse el rostro con ambas manos y romper a llorar. Todo su cuerpo se convulsiona de forma rítmica. Los policías deciden darle tiempo. Cuando el llanto pierde fuelle, es Pascual quien interviene.
—Si se encuentra con fuerzas, nos gustaría hablar unos minutos con usted.
—¿Por qué? Yo solo quiero que me dejen enterrarla.
Camino busca las palabras. No se le dan bien estas cosas. Mira a su compañero, pero este dirige la vista a otro lado. «Ahora te toca a ti» es la traducción de su escaqueo visual.
Nadie la avisó de lo duro que es hablar con un padre que acaba de quedarse sin su hija. Pero aunque lo hubieran hecho, aunque la hubieran preparado para esa tarea, aunque lo hiciera mil veces, nunca podría acostumbrarse. Respira hondo y suelta el aire de golpe. Es mejor ir al grano, se dice.
—Verá, tenemos fundadas sospechas de que su hija sufrió un atropello intencionado. Alguien quiso acabar con ella.
Esa información tarda en calar en Juan Cabezas, pero cuando lo hace, el efecto es brutal. En él se opera un cambio completo. De repente se le ve más alto, toda la columna se yergue, los hombros quedan alineados, el pecho hacia fuera, y su expresión adquiere la dureza del pedernal. No parece el viejecito de unos segundos antes.
—Ese malnacido... Lo sabía. Sabía que nunca la dejaría en paz.
10.
Nerea levanta apenas el auricular y vuelve a colgarlo.
—A la mierda —masculla, pero se arrepiente al instante porque algunos rostros de la cola que hay delante de ella disimulan una sonrisa y se da cuenta de que todos la han oído.
No puede más. El teléfono de la clínica lleva toda la mañana sonando y ante el mostrador aguardan más de diez personas, todas con prisas, como siempre. Está de muy mal humor. Tiene un principio de jaqueca y su compañera no solo no ha aparecido, sino que ni siquiera ha avisado de que no vendría. Ya estaba molesta con ella desde que hizo pública la gran noticia de su embarazo. A ella le sentó fatal, porque trabajan juntas ocho horas al día, codo con codo, y además pensaba que eran amigas o algo parecido, que no en balde le ha aguantado todas las penas de amor y hasta la ayudó con la mudanza. Y ahora va y se calla este bombazo. Nerea se enteró a la vez que el resto, en la comida anual de la empresa. Ahí plantó la tía sus santos ovarios y lo contó con toquecito de tenedor en la copa incluido, en plan declaración oficial. Y ella se quedó con la boca abierta como una idiota mientras los demás jaleaban la noticia.
Además, no tiene un pelo de tonta y sabe la que se le viene encima con una baja maternal. Nadie va a suplir a su compañera, se comerá todo el trabajo de las dos ella solita. Así que piensa que lo menos que podía haber hecho era contárselo a ella primero, coño.
Pero lo que desde luego no se esperaba es que empezara a faltar ya. Solo está de quince semanas, por favor. Se la imagina cuando aparezca al día siguiente, arguyendo náuseas y tonterías por el estilo.
—El 6 de agosto, a las ocho y cuarto —le dice a la señora que tiene frente a ella.
—¿No puede ser un poquito más tarde?
Nerea reprime un bufido junto con las ganas de decirle que a ella tampoco le gusta madrugar.
—A las nueve y media. ¿Le viene bien esa hora?
La mujer la mira con una mueca extraña. Ha percibido el retintín en la pregunta, pero ella también se contiene y los labios se le convierten en una línea recta muy apretada antes de contestar:
—Sí, muy bien, muchas gracias.
—Y recuerde, venga con la vejiga llena —la despacha Nerea.
11.
—¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerle esto a su hija?
—¿Que si tengo alguna idea? No, no tengo alguna idea. Sé quién lo hizo.
Ambos policías se miran con sorpresa. Camino hace una leve anuencia ante el gesto de Pascual. Sigue él con el interrogatorio.
—Eso simplificaría mucho las cosas —dice el oficial con un tono suave pero firme.
Juan ha vuelto a sentarse. Ahora su expresión es de un resentimiento profundo, mezclado con cierta nostalgia.
—Nunca me gustó ese tipo. Desde el día que me lo presentó. Me pareció un sobrado que creía saber más que nadie y ni siquiera se cuidaba de ocultarlo. Tendrían que haber visto cómo la miraba, cómo la trataba. Como si fuera una posesión más que exhibir ante sus socios y clientes. Porque mi Sole era muy guapa, pero era muchas cosas más, ¿eh? Cariñosa, buena, lista. Aunque no tenía buen ojo con los hombres —niega despacio con la cabeza, calla unos segundos—. Y ella nunca fue feliz con ese, sufrió mucho. Rompieron varias veces, pero siempre acababa volviendo. Yo me desesperaba cada vez que lo hacía.
—¿Estamos hablando de un maltratador?
—No le quepa la menor duda.
—¿Presentó su hija alguna denuncia?
Juan hace un gesto de desagrado.
—Hay muchos tipos de maltrato, ¿saben? No solo el que te deja una marca en el pómulo o te rompe una costilla. Ese desgraciado no era de esos, o si lo era, yo nunca llegué a saberlo. Pero sí sé que la hacía sufrir.
—¿De qué modo?
Juan reflexiona antes de comenzar su retahíla.
—Despreciaba todos sus logros, la empujaba a tomar las decisiones que él quería, la trataba como a una niña pequeña, como si solo él supiera lo que era bueno para ella. Reprobaba lo que decía y hacía, la apartaba de sus relaciones anteriores, minimizaba sus problemas como si no importaran... Yo veía cómo mi hija dejaba de ser ella para convertirse en lo que él quería que fuera. Como si en vez de elegirla por cómo era, hubiera comprado un molde sobre el que esculpir su prototipo de mujer.
—Pero no llegó a hacer uso de la violencia.
Juan observa muy serio a Pascual.
—¿De verdad cree que eso no es violencia? No entiendo cómo van a ayudar a nadie si piensan así. Yo veía cómo mi hija se hacía cada vez más pequeña. Cómo dejaba de creer en ella y necesitaba de la aprobación de ese tipejo que la subestimaba. Abandonó la tesis porque él le dijo que con eso no iba a ninguna parte, se borró de las clases de canto cansada de que le dijera que no tenía oído, y quién sabe cuántas cosas más. Es frustrante ver esa evolución en una hija y no poder hacer nada. Y entonces, un día llegó a casa hecha un mar de lágrimas y me confesó que era muy infeliz y que le había dejado. Y yo la abracé y lloré con ella, pero lloré de alegría porque estaba seguro de que mi hija iba a volver a ser ella misma. Que surgiría de sus cenizas como un ave fénix.
—¿Y él no lo permitió?
—No sé cómo se las arregló, pero logró que volviera con él. Habían pasado meses, y yo creía que aquella vez era la definitiva. Ella había vuelto a sonreír, se había apuntado a una asociación de senderismo, tenía nuevos amigos y nuevas aficiones. Se había reconstruido, volvía a ser la mujer que siempre fue. Yo a él ya le había desterrado al pasado y a mis pesadillas. Y un día, de pronto, Soledad me llamó desde Sevilla. Me contó que se venía aquí a vivir con él. Así, por las buenas. Que habían hablado mucho sobre su relación y querían intentarlo. No se imaginan cómo me sentó. Me enfadé tanto que dejé de hablarle. Lo último que le dije fue que si esa era su decisión, allá ella. Que se estaba cavando su tumba y que no contara conmigo —una lágrima resbala por su mejilla—. No sé por qué lo hice, supongo que estaba dolido, quizá pensaba que eso la haría reflexionar, pero fui un estúpido. Lo único que conseguí fue perderla.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace año y medio.
—¿Y desde entonces no había vuelto a saber de ella?
—Muy poco. Al principio, nada. Con los meses me llamó alguna vez, solo en ocasiones especiales. Navidad, mi cumpleaños, cosas así. Pero eran conversaciones frías y breves. Yo no le preguntaba cómo le iba y ella tampoco me lo contaba. Solo sabía que seguía con él. Entonces, hace un par de meses, me mandó un mensaje.
—¿Qué decía?
—Que se había acabado. Espere.
Juan se levanta, extrae un móvil antediluviano del bolsillo del pantalón, teclea con dedos torpes y les muestra la minúscula pantalla, donde puede leerse un SMS:
Lo he dejado. Sé que no me crees, pero esta vez no lo va a conseguir. Estoy rehaciendo mi vida. Hablamos pronto, con buenas noticias. Te quiero.
—¿Qué pasó luego?
—Nada —en el rostro del hombre se refleja una mueca de dolor—. No contesté. Yo ya no me fiaba, no quería crearme expectativas. Además, Soledad tenía tendencia a acabar con malos tipos. Siempre se le arrimaban los gilipollas, como si tuviera un imán que los atrajera. Y yo había sufrido demasiado por ella.
—¿No supo nada más?
—No. Una parte de mí confiaba en que me escribiría tarde o temprano para contarme cuáles eran esas buenas noticias. Albergaba una pequeña esperanza de que esta vez sí consiguiera rehacer su vida. Que se juntara con un hombre bueno que estuviera a su altura, que formara una familia. Esas cosas que un padre quiere para su hija. Pero nunca más escribió, así que di por hecho que había vuelto con ese tipo. Y que la vergüenza no le permitía contármelo.
—Muy bien, señor Cabezas. Hablaremos con ese hombre. ¿Qué puede decirnos sobre él? —dice Pascual.
—Ni siquiera sé dónde vivían. Solo su nombre y un número de teléfono que ella me dio por si en alguna ocasión no podía contactarla en el suyo.
Por segunda vez, rebusca en su móvil hasta dar con los datos que necesitan. Los policías toman nota tanto del contacto del ex de Soledad como del alojamiento donde se quedará Juan hasta que haga las gestiones necesarias para despedir a su hija.
—Le dejamos descansar, señor Cabezas —interviene Camino—. Solo una cosa más, ¿no le han mencionado la... «circunstancia especial» de su hija?
—No sé de qué me habla.
—Creo saber a qué se refería Soledad en su mensaje.
—¿A qué se refería con qué?
—Con lo de las buenas noticias. Su hija estaba embarazada cuando la mataron.
Juan se la queda mirando mientras su rostro palidece. Las piernas le tiemblan como a un pajarillo y Pascual teme que vaya a caerse. De una zancada, se coloca a su altura y le sostiene justo a tiempo para evitar que dé con los huesos en el suelo. Se agacha con el cuerpo en brazos y lo tumba sobre el pavimento. Juan se ha desmayado. El oficial suelta un suspiro que se oye en toda la sala. Esa es la razón por la que la inspectora delega siempre en él este tipo de noticias: no se puede ser más bruta.
12.
Cuando Camino y Pascual llegan a la brigada,
van directos al despacho de la comisaria. La encuentran al teléfono, parapetada tras el ordenador. En torno a ella, una montaña de carpetas y portafirmas a punto de estallar amenaza con sepultarla. Les hace una seña para que tomen asiento y ambos se derrumban en las incómodas sillas que hay frente a la mesa, ideadas para que nadie se recree en ellas demasiado tiempo. Tras un par de minutos, Mora cuelga, se recoloca sus minúsculas gafas de montura transparente y los observa con gesto ceñudo:
—¿Una noche dura, Vargas?
—Es un caso feo, comisaria.
—Y justo por eso, a la prensa le encanta. Ya se ha filtrado lo del chupete.
—¿Ya? ¿Cómo es posible?
—No lo sé, pero eso hace tiempo que dejó de preocuparme. A estas alturas doy por hecho que los periodistas tienen un sexto sentido para la carnaza.
—Alguien ha tenido que irles con el cuento... —protesta la inspectora.
—Vamos a centrarnos —la corta Mora—. Lo que os quiero decir es que va a ser una investigación movidita. La opinión pública va a colgar al desgraciado que atropellara a esa mujer.
Da la vuelta al portátil y les muestra el periódico que está abierto en el navegador. El titular de enormes caracteres no deja lugar a la duda:
«El crimen del chupete».
Ocupando buena parte del artículo, una foto del lugar de los hechos, aún acordonado, en la que se aprecian las manchas de sangre en el pavimento. Y bajo la columna derecha, una imagen del rostro alegre de la mujer tomada de su perfil en alguna de las redes sociales.
—Verá cuando se enteren de que estaba embarazada —Camino con un suspiro.
—¿Qué?
—Venimos del tanatorio, la autopsia ya ha finalizado.
La comisaria se lleva una mano a la frente.
—La que se va a armar.
Camino y Pascual guardan silencio. A Mora le vibra el teléfono. Es la tercera vez en el rato que llevan. Echa un vistazo a la pantalla y después dirige la mirada hacia ellos.
—Canal Sur. Empieza la fiesta —dice antes de endurecer el tono—: Vargas, reúne a tu equipo y poneos con esto. Máxima prioridad. Vamos a coger a ese miserable.
13.
Alonso se atraganta con el café que le han servido en la barra de La Campana.
Siente cómo una aguja le traspasa el mismo centro de su ser. Tras la aguja toma el relevo una tenaza que le prensa el alma y se la retuerce hasta dejarle con ganas de vomitarlo todo: alma y cortadillo de cidra a medio consumir. Vuelve a leer la noticia, que le parece mucho más lejana vista así, en el televisor de un lugar público y a través de algo tan frío como los rótulos en mayúsculas de un programa de noticias amarillistas. Es como si no fuera con él, como si se tratara de una más de todas esas muertes de las que los medios se hacen eco a diario.
Paga el desayuno al camarero, quien le despide por su nombre de pila con la familiaridad exclusiva de los clientes habituales, y echa a andar hasta su oficina. Parece un transeúnte más de los que recorren a esas horas la calle Sierpes, dispuestos a comenzar la jornada. Pero si uno se fija bien, ve que no lo es. Lo que deambula por su ruta aprendida es un zombi que ha dejado su humanidad en algún rincón y pasea un cuerpo tan carente de vida como el de la propia Soledad.
En su cabeza los recuerdos se amontonan y se disputan el protagonismo a través de una lucha encarnizada. Piensa en todo lo que pudo ser y no fue. En todo lo que habría sido si él hubiera reaccionado de otra forma. Si él no hubiera... Aun sabiendo que no está preparado para aceptarlo, sus dedos actúan más rápido que su cabeza: agarran el móvil y teclean el nombre de ella. El buscador de noticias se lo devuelve en varias entradas de agencias de información y periódicos digitales. Los mismos datos repetidos en forma parecida una y otra vez, que no hacen más que corroborar lo que ya sabía: Soledad Cabezas Muñoz está muerta.
14.
Camino ha pedido a Pascual que convoque al grupo.
Mientras, aprovecha para ir al baño y mojarse la cara. Se mira en el espejo, disgustada. La mujer que tiene ante ella no se parece en nada a la que salió de casa doce horas antes maquillada, peinada y subida a unos tacones de infarto, dispuesta a pasarse las horas en la pista con su pareja de baile. Ahora solo ve unas ojeras hasta los pies y un rostro demacrado que le cuesta reconocer. Ayer era una bailarina de salsa sexy y atractiva y hoy es una mujer un poco regordeta que ya cruzó su hemisferio vital. Las arrugas de expresión se exhiben con descaro, libres de maquillaje y correctores mágicos que las confinen a una clandestinidad injusta. Se recoge el cabello rubio en una coleta y se mete en el váter. Cuando sale, la mueca de disgusto ha aumentado. Se había olvidado por completo de que la regla estaba al caer: lo que le faltaba.
Entra en la sala tras pasar por la taquilla para hacerse con una buena provisión de tampones. Es verano en Sevilla y todo el que puede huye a la playa, así que están bajo mínimos. La resistencia, esos temerarios del grupo operativo que se la juegan contra homicidas y temperaturas infernales, está ya esperando: el joven subinspector Fito Alcalá; Lupe Quintana, una policía tímida pero laboriosa que se ha unido con el último traslado; y Teresa Amador, que porta los nada desdeñables galones de ser la mujer con más veteranía en el cuerpo. Camino se va de cabeza hacia la cafetera, dando gracias porque Teresa siempre se encargue de que esté llena. Será su cuarto café de hoy, pero entre la falta de sueño y los efectos del primer día de menstruación, le cuesta no dar cabezadas.
Ya pertrechada con su taza humeante, toma asiento y los mira uno por uno. Como siempre que se reúnen desde el incidente, acusa la falta del inspector Arenas, jefe de Homicidios, su mentor desde que llegó a la brigada y lo más parecido a un amigo que ha tenido nunca en la profesión. Ya hace cuatro meses que le pilló por medio un tiroteo entre clanes en el barrio de las Tres Mil Viviendas. Él no debía estar ahí, ni siquiera tenía que estar trabajando. Pero había recibido la llamada de un confidente y se encontraba en la zona. Solo había un patrullero en las inmediaciones, dos jóvenes policías que estaban desbordados. Así que se lanzó en su apoyo. Fue la única víctima de la refriega: una bala se le alojó en el cráneo. Desde entonces permanece en coma en un hospital, y a ella, al ser la inspectora segunda, le ha tocado asumir las funciones de coordinación del Grupo de Homicidios. Ha pasado a ser la jefa que dirige los casos, y aunque las malas lenguas puedan decir que le ha venido bien, lo cierto es que detesta esa posición de mando. No tiene ni la diplomacia para torear los intereses de los políticos, ni la empatía y las formas necesarias para lidiar con las sensibilidades de un equipo. A ella le gusta estar en primera línea del frente, envuelta en la acción, y no tener que dar órdenes a sus compañeros ni rendir cuentas ante la comisaria. No está hecha para esos equilibrios. Ella lo único que quiere es que Paco vuelva. Cada mañana, cuando entra por la puerta, espera que alguien le diga que ha salido del coma, que se va a poner bien. Pero los médicos no se atreven a hacer una previsión. Puede que algún día despierte, y puede que no. Y ella aún no ha sido capaz de reunir el coraje para ir a ver a su compañero entregado a un sueño indefinido con la cabeza pelada y lleno de cables.
El resto del grupo la observa expectante, de lo que deduce que Molina ha preferido no avanzarles nada del caso en ciernes. Sabe que será el más mediático al que se ha enfrentado desde que asumió esas funciones y, por tanto, el más delicado. Exhala con fuerza en un intento de alejar sus pensamientos y se centra en lo que tiene por delante.
—Doy por hecho que habéis visto la prensa.
—¿El atropello con huida? —es Fito, el subinspector más joven y más cañón de toda la Brigada de la Policía Judicial de Sevilla. Y también el más cabezota.
La inspectora confirma con un ligero asentimiento.
—Supongo que el chupete descarta un homicidio imprudente —ha susurrado Lupe con el tono cohibido al que todos empiezan a habituarse.
—Más que el chupete, el informe de la forense. Deja acreditada la intencionalidad del atropello.
—Le pasó dos veces por encima —Pascual alza la foto en la que se ve el cuerpo de la pobre mujer.
—Hijo de puta.
Todos miran a Teresa, la policía amable y candorosa. Tiene sesenta y cuatro años, está a punto de jubilarse y es una superabuela de la friolera de ocho renacuajos. No se caracteriza por soltar ese tipo de exabruptos, pero nadie se lo afea. Están absolutamente de acuerdo.
La inspectora pide a Pascual que ponga al día de los detalles al resto de sus compañeros mientras busca en su bolso un medicamento para los dolores menstruales que empiezan a hacer mella. Los miembros del Grupo de Homicidios van anotando en sus respectivas libretas a medida que el oficial habla.
—¿Por qué un chupete? —pregunta Fito.
—Eso nos gustaría saber.
—¿Creéis que se lo metió el asesino?
Camino observa fijamente a Teresa. Ni siquiera había pensado en otra posibilidad. Barre con la mirada a todo el equipo.
—Puede que no. Marchando una de lluvia de ideas. ¿Qué podía hacer una mujer de treinta y tantos con un chupete en la boca?
Durante unos segundos nadie habla. Al inspector Arenas esto siempre le funcionaba, pero con ella les cuesta lanzarse. Tamborilea con gesto impaciente.
—Venga, lo que sea. Disparad.
—Había dejado de fumar —Pascual rompe el hielo.
La inspectora alza una ceja.
—Explícate.
—A algunos les da por comer piruletas y chupa-chups sin control, que son bombas calóricas. Fatal para las caries y para la línea.
Fito le mira divertido. Le cuesta reprimir una carcajada.
—Tú sigues a dieta, ¿verdad?
Pascual se lo toma muy en serio.
—Un chupa-chups rondará las cincuenta calorías. Imagínate que te comes seis en una jornada. Ya tienes trescientas, lo mismo que un chuletón. Así que esta tía fue práctica —continúa, cada vez más convencido—. Se compró un chupete, y cuando le entraba el mono, le pegaba un rato al tema. Calorie-free.
Camino cierra los ojos y toma aire, tratando de contenerse. Como suelte lo que está pensando, nadie más se atreverá a hablar.
—¿Alguna otra idea? —pregunta.
—Nunca lo dejó.
Se gira hacia Teresa, sentada a su izquierda.
—Mi nieto Lucas tiene siete años y todavía lo usa de vez