Será larga la noche

Santiago Gamboa

Fragmento

Inicio

Según el relato del niño, hacia las seis de la tarde los tres camperos superaron la curva y entraron a la hondonada que cruza el río Ullucos. En el primero y el tercero iban los guardaespaldas y eran dos Nissan Discovery, ambos gris platino o eso le pareció, pues tenía el último sol de la tarde pegándole en los ojos. El del medio, el más grande, era un inconfundible Hummer de color negro con blindaje nivel seis —esto se sabría luego— y vidrios tan polarizados que no parecía posible que se pudiera ver de adentro hacia afuera. Los atacantes esperaban desde tres puntos, dispuestos en escuadra. Habían planeado dinamitar el pequeño puente, pero algo pasó y al final no lo hicieron. Sólo le cerraron el paso a la caravana atravesando el tronco seco de un viejo eucalipto, lo que no fue del todo inútil, pues cuando los camperos se vieron en medio de las ráfagas no pudieron retroceder.

Los viajeros tenían buena formación militar. Al recibir los primeros impactos y ver que no podrían llegar hasta la siguiente curva se dispusieron en V, protegiendo al Hummer e iluminando el área con los faros, lo que funcionó por un rato, pues las balas trazadoras golpearon los chasises, quebraron los focos y perforaron los neumáticos. A pesar de estar acorralados, los hombres se organizaron para repeler el ataque. Lo primero fue bajar a tierra y detectar dónde se había situado el enemigo. Pronto comprendieron que estaban rodeados. El fuego más nutrido parecía llegar de la propia carretera, como si unos metros por delante hubiera un nido de ametralladoras.

Y lo peor estaba por venir.

El niño los vio pasar muy cerca del árbol (un mango) en que estaba subido y sintió una mezcla de miedo y vértigo. Eran dos asaltantes. Subieron desde la orilla del riachuelo y se apostaron en el barranco. Tenían una bazuca. Desde ahí estaban a menos de cien metros del Hummer blindado. Se recostaron en el pasto, gesticularon y movieron los brazos, como estudiando el tiro a través de complicados cálculos, pero sin hacer el menor ruido. Finalmente se decidieron. Uno se puso de rodillas y sostuvo el cañón en su hombro. El otro, desde atrás, calculó la trayectoria, tardó unos segundos que al niño le parecieron infinitos, y disparó.

El Hummer dio un salto hacia atrás, derribando a uno de los hombres. Volvió a caer y comenzó a incendiarse. Los artilleros tuvieron tiempo de recargar la bazuca con calma y retomar su posición. El segundo disparo hizo volar el Nissan de la derecha, mostrando que su blindaje era inferior. Un segundo guardaespaldas murió aplastado y el fuego le consumió parte del cuerpo.

La balacera arreció.

Desde donde estaba el niño, el aire era un tejido de centellas y fogonazos.

Uno de esos plomos cruzó la noche y se introdujo en la base del cráneo de otro de los hombres, tal vez el más joven y aguerrido, que en ese instante manipulaba un extinguidor. Luego se supo que se llamaba Enciso Yepes. De estatura media, complexión fuerte, pelo cortado al rape con un islote central, a la moda de los futbolistas. Sobre la tetilla izquierda tenía un tatuaje con el escrito: «Dios es mi bacán, mi parcero, mi llave», y en el brazo derecho otro que decía: «Estéphanny es el Amor y es Dios y la ReQK». El perdigón cruzó su masa encefálica y, desde adentro, rompió el hueso frontal a la altura del ojo derecho. Después de matarlo, la bala salió al aire enrarecido por el humo y las ráfagas, golpeó ligeramente un guardabarros y, modificando su trayectoria, fue a clavarse en el tronco de un cedro a cincuenta metros de la vía.

Si hubiese sobrevivido, Enciso Yepes habría quedado inválido y perdido el habla. Tenía treinta y cinco años y tres hijos menores con dos mujeres. En su cuenta bancaria resultaban 1.087.000 pesos, pero debía en créditos 7.923.460. La vida con él no había sido avara, pero sí tremendamente asimétrica, pues en el mismo instante en que su alma se abría paso hacia (suponemos) el purgatorio, su amadísima segunda esposa, Estéphanny Gómez, de treinta y un años, nacida en la localidad de Dosquebradas, Risaralda, yacía desnuda en un lecho en forma de corazón, en el Motel Panorama, sito en Pereira, en una posición denominada «del perrito» o «Mirando al Cocora», con las caderas levantadas en pirámide y el rostro hundido en un floreado almohadón, ahogada en increíbles bufidos de placer. Más tarde se sabría que Estéphanny era de sexualidad gritona, y entre lo que pudieron oír los vecinos de cuarto esa tarde alguien habría de recordar frases del tipo: «Machácame, corazón, dame rejo!» o «¡Más duro, papi, empótrame!», o «Tan rico que es pichar trabada, bebé». Todo esto en compañía de un varón que, en honor a la verdad, era su cuñado, Anselmo Yepes.

Lejos de ahí, en la hondonada, el combate se hacía aún más fiero y los hombres, sudorosos e iluminados por las llamas, ya no parecían héroes. Pero resistían. Desde ese nido de carburante y fierros retorcidos, un intrépido grupo seguía empeñado en la defensa y al parecer contaban con bastante munición. Estaban bien entrenados. Apenas debían mirarse para adoptar una estrategia. El Hummer quedó de lado, y cuando las llamas amainaron se vio que el chasis continuaba hermético. Imposible imaginar que los ocupantes estuvieran vivos, a pesar del impacto y el calor.

Pero estaban vivos.

La irrupción de un helicóptero los sorprendió a todos. Era un Hurricane 9.2, pero esto se supo después. Desde el aire y a través de radares la aeronave detectó los focos de ataque y los destruyó con sus metralletas .52. La sorpresa de los que asaltaban, ya a punto de ganar, fue absoluta, y no atinaron a comprender qué diablos sucedía. Entonces sobrevino el caos. Los de la bazuca corrieron al talud para bajar a la orilla del riachuelo y sólo en ese instante pensaron que podrían enfrentar al helicóptero y tal vez derribarlo. Esos segundos de indecisión fueron fatales. Quien la cargaba la puso en su hombro y se arrodilló, pero al ver que el foco de luz se dirigía a él saltó a un lado y poco faltó para que disparara en sentido contrario. Luego las metralletas los fueron derribando desde lo alto. Uno, dos. Los balazos cruzados, como en el último misterio de Fátima, provenían de lo más oscuro de la noche. Uno de ellos saltó al agua y se golpeó la cabeza contra una piedra. En los demás nidos de atacantes debió pasar lo mismo, pues de pronto el fuego se detuvo. Los asaltantes que sobrevivieron lograron fugarse; todo sucedió muy rápido.

Entonces el helicóptero se posó al lado de los camperos. Las puertas del maltrecho Hummer se abrieron y el niño, desde el árbol, vio salir a un hombre vestido enteramente de negro y a dos mujeres jóvenes, una de ellas en ligera ropa de baño, cubierta apenas con una toalla.

Los tres subieron al helicóptero, que de inmediato volvió a alzar el vuelo y se perdió en la noche.

Luego, los guardaespaldas cargaron los cadáveres en el campero y en el Hummer, recogieron las armas y partieron con todo en dirección a San Andrés de Pisimbalá. Un rato después llegó un segundo grupo en dos enormes camiones de mecánico. Retira

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