Toda la soledad del centro de la Tierra (Mapa de las lenguas)

Luis Jorge Boone

Fragmento

Toda la soledad del centro de la Tierra

Seis mujeres en la casa. Siete, contando a la abuela. Los papás de mis primos, todos, estaban lejos, chambeando en el otro lado, de mojados. Sirviendo hamburguesas a los gringos, decían en la casa. Barriendo pisos. Limpiando baños. Hundidos en la mierda. Da igual, mientras no dejen de mandar billetes. Hundidos en la mierda, y Güela Librada se reía de sus yernos. Las que a veces lloraban eran sus hijas de ella, las escuchábamos, sobre todo por las noches.

El tema era de a fuerza cuando la abuela se encontraba su botella de tequila. O una cervecita. O lo que bien cayera. Nada ostentoso, una cuba, un vampiro, bebidas de jodidos, decía ella, que ni muy curtidos que estuviéramos todas de la garganta, afirmaba, aunque en realidad ella era la única que empinaba el codo.

Se ponía a cantar. Contaba que en la casa de sus papás, los bisabuelos, siempre había música, que seguido ponían el tocadiscos y su papá sacaba a bailar a su mamá, un bolero, un vals, una redova, a sacudir la tierra del talón, decían, risa y risa, pero despacio, bailaban despacito, con una elegancia que no vieras, afirmaba Güela Librada, orgullosa del porte de sus papaces, sonriendo bonito, porque entonces le salía algo de niña, como si sólo con ellos, y ahora en su recuerdo, pudiera sentir algo de ternura. Cantaba como apagándose, pero con harto sentimiento.

Algo te pasa, pero ya no eres la misma,

de un tiempo acá yo te he notado diferente.

No se equivoca el corazón cuando presiente

que sin motivo se le deja de querer.

Pero ya entrada en la noche y en los tragos, se le metía el diablo. Le brotaban todas las cuentas pendientes que tenía con la vida. Ahora creo que exageraba las cosas; se magnificaban a través del alcohol y del encono que a lo mejor siempre sentía y siempre callaba, pero que ahora le salía.

Que si había perdido su casita, la que era de sus padres y en la que había crecido, allá en Estación Carranza, su herencia; la perdió cuando el abuelo Arnulfo se trajo a la abuela al rancho. Los hermanos de su papá, los pinches tíos, se quedaron con todo. Y el rancho también lo perdió, se volvió hosco, decía que nadie lo podía ayudar, y fue como si se derrumbara. Ni cómo volver, decía, ya ni para qué. Pensaba que esta vida iba a valer todas las penas y que nunca puedes perder lo que más quieres, pero eso fue lo que pasó. No, no valía la pena, se daba cuenta ahora, tarde.

Los hombres son la plaga del mundo, decía.

Ay, mamá, ya va a empezar, la amonestaban, tímidas, como no queriendo, temerosas pero disimuladas, sus hijas.

¿Y papá? La confrontaban un poco, sin perder distancia, sin mirarla directo, clavados los ojos en lo que les tuviera ocupadas las manos y la cabeza. Platos sucios, un tejido, un botón arrancado, la telenovela de las nueve.

Si de una cosa estaba contenta era de nunca haber parido ni a un solo pelao. Aunque con eso me ganara la inquina de Arnulfo, que dizque con eso le maté el rancho y el apellido. Mis polainas.

Pero si bien que lo lloró cuando lo enterraron. Me acuerdo perfecto. Todas nos acordamos. Le peleaban a la memoria del abuelo, la defendían sabiendo que iban a perder, y que en el fondo no importaba.

Güela Librada suspiraba, empinaba el codo y contestaba lo mismo de siempre:

Mis hijas, óiganme bien: yo descansé cuando a ese hombre lo bajaron a la tierra.

Ay, mamá, y ahora sí el escándalo empezaba a colorearles las palabras, los ojos revoloteaban, parpadeaban con incredulidad, de las agujas de tejer a la boca torcida de la vieja, de los actores atornillados en un beso al ceño fruncido de su mera madre, del cenicero lleno a la botella vacía.

Por eso hoy quiero sin rodeos hablar contigo

y sin temor me digas qué es lo que te pasa

si mi presencia ya no te es indispensable

en un segundo de tu vida yo me voy.

La abuela se levantaba, tambaleante. Una de sus hijas, a veces la menor de su manada de mujeres, la sostenía del brazo y se la llevaba a acostar, jalándola despacito, evitando que se cayera, balanceando el cuerpo marchito y esquelético que hacía mucho le había dado la vida.

Güela Librada contaba que el abuelo Arnulfo la había visto cuando ella era muy jovencita, en el patio de su casa, en Estación Carranza, mientras él pasaba en su caballo, y que le gustó, y volvió dos tres veces a verla desde lejos, y un día como al mes se presentó con el padre a pedirle la mano de la hija. Parecía que ese era el único pecado que había cometido su papá, entregársela a ese hombre, tan tiernita, tan ignorante de las cosas de la vida, y su mamá no había hecho nada para detenerlo. En otros momentos, el abuelo Arnulfo era un hombre derecho, trabajador, dedicado, sin vicios mortales. Pero a veces se transformaba en un cabrón alevoso, egoísta y distante, como por arte de magia, como si los recuerdos se voltearan al revés.

Decía todas estas cosas, creo yo, a la distancia, cuando a la vida se le secan los colores y se vuelve un puro sufrimiento al que le salen cada vez más ramas, tantas que tapan al sol y dan una sombra que nunca se termina. Cuando a nadie le queda nada más que dolor.

Desde que soy viuda cuándo me has visto llorar, retaba a su familia con palabras que se arrastraban detrás de ella, en su camino a la cama.

Aviéntame, si es que ya en tu vida yo no valgo nada,

si de mi cariño ya estás decepcionada,

ya no tiene caso, para qué fingir.

Aviéntame, eso es preferible a seguir mintiendo,

sácame esta duda que me está comiendo

porque ya con ella no puedo vivir.

Los hombres son la plaga de este pinche mundo. Apréndanse eso, pendejas.

Siempre terminaba así: que el abuelo no era la monedita de oro que creían, pero que tuvo la amabilidad de morirse no muy tarde. Su defecto era ser un palo, seco por dentro y por fuera.

El día que le tocaba descansar, le pedía a Güela Librada que le cantara, pero sin instrumentos, sin guitarra, las canciones no le sabían, todo se oía muy triste, y ella nada más lo hacía un rato, para darle gusto, y se callaba. No le llegaba nada, decía.

Cuándo chingados me ha visto ninguna de ustedes triste, a ver.

De aparato de música, ni hablar, esas madres no entraban en la casa de ese hombre, y chíngome yo. Como siempre. Ni para qué vivir la vida, si todos los caminos nos llevan al mismo pozo.

A ver, díganme cuándo cabrones me han visto llorar.

Toda la soledad del centro de la Tierra