Contenido
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Epílogo
Agradecimientos
A Sandra
Cuando Jesucristo nació, en nuestro planeta vivían
trescientos millones de personas.
Actualmente son siete mil millones.
Cada minuto son 156 personas más.
Fase 1
Los despiertos viven en un mundo común, pero en el sueño cada uno se vuelve hacia el suyo propio.
HERÁCLITO
1
El silencio despertó a Alicia. Normalmente eran los gritos los que la hacían levantarse asustada a intervalos irregulares, pero esa noche era diferente. Esa noche su pecho permanecía mudo.
—¿Noel? —susurró, y buscó a tientas la cabecita de su hijo. Faltaba poco para la una de la mañana, de modo que probablemente no hubiera corriente eléctrica en Lupang Pangako, la «estación final», como llamaban sus habitantes al mayor barrio de chabolas de Quezon City, en la zona metropolitana de Manila. Pero aun cuando hubiera podido encender la luz, Alicia habría decidido no hacerlo.
Jay dormía, y era una suerte. No quería despertar a su hijo de siete años, ya que entonces recordaría que el día anterior no habían tenido nada que comer.
—Enseguida, tesoro —había respondido ya entrada la noche a sus preguntas impacientes, mientras removía el agua hirviendo—. Has tenido un día agotador en Payatas. Descansa, te despertaré en cuanto la sopa esté lista.
Él había asentido con el gesto serio de Christopher, su padre, y los ojos enrojecidos de tanto restregárselos, a pesar de que no servía de nada contra los vapores del mayor vertedero de Filipinas. Trabajaban allí diez mil «carroñeros», o «buitres», como se llamaban a sí mismos; la mitad eran niños como Jay, que proferían el grito de guerra, «¡cien!», en cuanto otro camión de la basura llegaba desde la metrópoli de doce millones de habitantes. «Cien» quería decir «cien pesos», el precio de un kilo de hilo de cobre. Con el metal se podía ganar mucho más que con el plástico, por lo que Jay se pasaba diez horas al día quemando neumáticos y cables eléctricos para desprender la goma barata del valioso material.
Por suerte, era un chico obediente y el día anterior se había tumbado en su rincón sobre el saco de arroz relleno de arena sin echar un vistazo antes a la cazuela en el fuego. De lo contrario Alicia le habría tenido que explicar por qué no había allí nada más que agua y guijarros.
«Mi hijo se muere de hambre y yo cuezo piedras.»
Alicia se asombró de conservar aún energías para llorar. Era evidente que para dar de mamar ya no tenía.
—¿Noel?
Intentó introducir su dedo meñique entre los labios del recién nacido, en vano. Había cumplido seis días, y al principio aún chupaba con fervor cuanto rozaba su boca. Ahora ya ni siquiera cerraba los puños.
Desde que había pisado por primera vez aquel mundo de sombras, dos años atrás, no lograba evitar sentir que vivía en una colmena desparramada. Miles de almas apiñadas al borde del vertedero, fundidas en un organismo vivo en Lupang Pangako. Una serpiente de chapa ondulada que se retorcía y crecía, alimentada por un suministro ininterrumpido de despojos humanos envueltos en una nube de hedor ácido y corrosivo de basura y excrementos.
La serpiente mudaba la piel una y otra vez, los ciclones y las lluvias derribaban hileras enteras de casas y las arrastraban junto con su miserable contenido como si fueran bolsas de plástico. Muchos habían tratado ya de matar a la serpiente. Pirómanos a sueldo iniciaban fuegos, los bulldozer arrollaban «por descuido» a familias dormidas. O la serpiente se envenenaba a sí misma bañando a sus hijos en el río marrón verdusco en el que, debido a los vertidos industriales, hacía ya tiempo que no nadaban peces.
Sin embargo, Alicia sabía que podría haber corrido peor suerte. Su cabaña en el corazón del barrio de chabolas era grande, cuatro metros cuadrados para solo seis personas, y las paredes eran planchas firmes de cartón, no una lona suelta como la de la vivienda vecina. Hacía medio año, desde que Christopher, su marido, ya no vivía y sus dos hermanos pasaban la noche en una obra en construcción de la ciudad, disponían de espacio suficiente y Jay ya no tenía que dormir sentado, como ella misma hacía. Apoyada en el cubículo de contrachapado en que hacían sus necesidades, con el bebé apretado contra el pecho reseco, había intentado cerrar los ojos y había logrado sumirse en el sueño de una vida mejor que conocía de la televisión. Ella también podría haberse tumbado y haber estirado las piernas, había espacio suficiente, pero tenía miedo de las ratas. La semana anterior habían mordido al bebé de su mejor amiga en el dedo gordo del pie. La pequeña de diez semanas no había sobrevivido a la fiebre.
«¿Y Dios también te llevará consigo, Noel? ¿Es ese su plan?»
Comprobó aliviada que su bebé todavía no había muerto. Aún oía su respiración, ronca y temblorosa como la de un anciano. Con cada respiración notaba que el vientre de Noel se endurecía y ablandaba contra su mano. Y veía sus grandes ojos a la luz mortecina de la luna que entraba a través del hueco de la chapa ondulada. Brillaban oscuros como el azabache.
Silvania, una monja católica que de vez en cuando intentaba echarles una mano, pensaba que era la pobreza la que había transformado el rostro de una muchacha de veintidós años en el de una mujer mayor. Pero se equivocaba. Era la vergüenza.
Porque Alicia se avergonzaba de cocer piedras porque los doscientos pesos que Jay había logrado reunir en los dos últimos días justo alcanzaban para pagar al señor Ramos, un comerciante de Makati que había tendido una manguera a través de las chabolas y vendía el agua con un cuantioso recargo; cobraba mucho más dinero del que pagaban los ricos que se bañaban a pocos kilómetros de allí en las piscinas de sus casas climatizadas, protegidas por vallas de varios metros de altura rematadas en alambre de espino.
Se avergonzaba de tener que enviar a su hijo la mañana siguiente de nuevo al vertedero para que hurgara en la basura descalzo y vestido únicamente con un calzoncillo sucio, feliz si encontraba un yogur medio lleno porque podía apurarlo allí mismo.
Y se avergonzaba de no ser una verdadera mujer. De no poder dar leche porque sus pechos estaban marchitos, secos como el terreno yermo de su padre en el noreste del país.
—Necesita un médico.
La voz de su hijo la sacó del letargo en que caía cuando cavilaba demasiado.
—Estás despierto, Jay —dijo en voz baja.
Su hijo se incorporó en la oscuridad.
—Te he oído llorar, mamá.
—Lo siento.
—No te preocupes por mí. Lo que tienes que hacer es sacar a mi hermano de aquí.
Jay apenas tenía siete años pero hablaba con el tono decidido de su padre. Había heredado mucho de Christopher: la mirada seria y triste, las manos grandes, la habilidad con los números (Jay adoraba las matemáticas y era un as del cálculo mental) y, por supuesto, el destino de vivir en la pobreza.
—No podemos permitirnos un médico —dijo Alicia débilmente.
Jay se estiró y se puso de pie.
—Conozco a uno que atiende gratis.
—En esta vida no hay nada gratis.
—Es médico y viene al vertedero para cuidar de ellos.
De ellos.
Alicia encendió una vela mientras se preguntaba si era pena lo que percibía en la voz de Jay. ¿Acaso anhelaba ser uno de los cerca de trescientos niños que vivían permanentemente en el vertedero, no al borde como ellos? Soñaban con ser deportistas, pilotos o, como Jay, profesores de matemáticas, y se contaban sus planes unos a otros mientras esnifaban Rugby después del trabajo. ¿Necesitaba a esa comunidad adicta al pegamento más que a su madre?
El mayor miedo de Alicia era que un día su hijo no regresase a casa, sino que montara su campamento allí mismo, entre la basura.
—Heinz es un hombre amable.
—¿Qué nombre es ese?
—Es alemán. Es bueno con nosotros.
—Mmm...
Alicia había dejado de creer en la bondad de las personas hacía ya mucho tiempo, antes incluso de que dispararan a Christopher en un control policial y de que el policía solo hubiera accedido a entregarle las escasas pertenencias que llevaba encima si se acostaba con él.
—¡Alicia! ¡Jay!
La vela se apagó cuando alguien apartó bruscamente la cortina de ducha que hacía las veces de puerta de la chabola. Alicia no podía ver la cara del hombre, ya que el haz de luz de la linterna que este sostenía en la mano la cegaba, pero reconoció de inmediato la voz ronca de su primo.
—¿Marlon? ¿Qué haces aquí?
—Daos prisa —jadeó el joven—. Vamos. Tenemos que salir de aquí.
Marlon no trabajaba en las montañas de basura. Era mensajero, el más rápido de los jóvenes que entregaban droga y otras mercancías para Edwin, el señor del barrio.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —Alicia apretó instintivamente a su bebé más fuerte contra su pecho.
—¿Es que no lo oyes? —Marlon apuntó al techo con la linterna.
—Sí, ¿y?
Se acercaban helicópteros. Nada especial. Los haces de luz de sus focos registraban todas las noches los tejados de las chabolas. Su zumbido formaba parte del pulso nocturno de la serpiente.
—Nos están cercando.
—¿Qué? —preguntaron Alicia y Jay al unísono.
—Las calles. Ahora mismo.
—¿De qué estás hablando?
—Están cerrando todos los accesos, bloqueando los puentes. Intentan aislar el vertedero. En media hora nadie más saldrá de aquí —advirtió Marlon. El tono de preocupación de su voz era atípico para un chico que, a sus dieciséis años, llevaba tatuadas tres rayas en el labio inferior: una por cada asesinato por encargo que había cometido.
—¿Qué hacemos? —preguntó Jay, que admiraba a Marlon, imitaba su actitud, su manera de caminar y ahora también el tono contenido a duras penas.
—Dejadlo todo como está. No podemos perder ni un segundo.
—¡Espera! —Alicia sujetó de la muñeca a Jay, que pasaba por su lado para salir de la chabola—. No iremos a ninguna parte hasta que nos digas qué está pasando aquí.
Marlon respiró hondo y se pasó una mano por la cabeza rapada al cero.
—No lo sé exactamente, pero el ejército está avanzando. Por encargo de las autoridades sanitarias.
—¿El ejército? ¿Qué se proponen?
—Dicen que es por la nueva enfermedad... Lo has oído por la radio, ¿no? Tienen miedo de que la epidemia provenga de nosotros.
Alicia asintió. Había escuchado una conversación junto a la fuente. «Si somos capaces de beber esta agua inmunda, también sobreviviremos a la gripe de Manila», había pensado, y no había prestado más atención a los rumores. Drogas, violencia, enfermedades, hambre. Allí había millones de opciones para palmarla, ¿por qué iba a preocuparse por una más?
—¿Te refieres a que pretenden ponernos en cuarentena? —preguntó—. ¿A todo el barrio?
—No. —Marlon sacudió la cabeza. El zumbido de los helicópteros se hizo más fuerte sobre sus cabezas—. Creo que pretenden matarnos.
2
Al mismo tiempo,
a 9.876 kilómetros de distancia en línea recta
«¡Tengo que ayudarla!»
Para ser un hombre que ni siquiera recordaba su propio nombre, estaba sorprendentemente seguro de esto: debía impedir que la niña se subiera al coche de aquel tipo; si no lo hacía, algo terrible ocurriría.
No entendía muy bien por qué estaba tan seguro de ello y probablemente no lo averiguaría, ya que en ese momento debía hacer un gran esfuerzo por concentrarse, porque el hombre que estaba junto a él en la fila no dejaba de hablarle con insistencia.
—Ya sé que no eres ningún charlatán, grandullón, pero te lo repetiré de todas formas: no hables con nadie, ¿me oyes? No digas ni una palabra. Cuando te pregunten, deja que yo responda por ti. Solo en caso de que sea inevitable, cuando no haya otra opción, di que eres Noah de Holanda y que estás aquí de paso. Eso explicará tu extraño acento, ¿de acuerdo?
Noah asintió en silencio.
Él había dedicado las últimas semanas a reflexionar más que a hablar, pero en cambio Oscar no paraba de parlotear. Sus palabras formaban densas nubes de aliento en el aire frío.
Era febrero en Berlín, y el invierno hacía lo que mejor se le daba: había sacado su navaja de viento y atravesaba todo lo que se interponía en su camino: ropa, piel, almas. No establecía diferencias de clase. Le daba igual sacudir el cuello de piel de una viuda de Grunewald, estampar aguanieve en la cara de un cartero de Lichtenberg o, como en aquel momento, lograr que una cola demasiado larga ante el refugio nocturno para los sin techo en la Franklinstraße se apretujara todavía más.
—Faltan diez minutos. —Al hablar Oscar gesticulaba vehementemente con unos brazos tan cortos como gruesos, y por fin señaló hacia la entrada del edificio gris de hormigón ante el que se agolpaba el grupo que aguardaba—. No debemos llamar la atención —prosiguió—, por nada del mundo. Cuando te inspeccionen, evita el contacto visual. Procura disimular lo fuerte que eres y déjame pasar primero, ¿de acuerdo? El alcohol, las drogas, los cigarrillos y las armas están prohibidos en el centro de acogida. No llevas ningún arma contigo, ¿verdad?
Oscar lo miró con recelo, como si realmente temiera que Noah hubiese encontrado una pistola mientras hurgaba en la basura en busca de botellas. Al hacerlo se puso de puntillas para compensar la diferencia de estatura entre ambos. Incluso así solo le llegaba a Noah a la altura del pecho.
—Bien, la verdad es que no tengo ninguna gana de que te descarten. Hoy es catorce de febrero, catorce y dos suman dieciséis, y la suma de sus cifras es siete. ¡Siete! Así que hoy no podemos volver a nuestro escondite, ¿entiendes?
«No. En absoluto», pensó Noah, que de hecho no entendía la mayor parte de lo que decía su curioso compañero. En realidad, ya no entendía nada de cuanto le pasaba en la vida, aunque vida era, quizás, un término equivocado para referirse a la existencia que arrastraba desde que unas cuatro semanas atrás había recuperado la consciencia; a gran profundidad, en el asfixiante cubículo junto al acceso cerrado del metro al que Oscar llamaba su «escondite».
—Llevan a cabo mediciones de voltaje, ya te he hablado de ello. —Oscar puso los ojos en blanco como si estuviera tratando con un idiota. Con su gorro anaranjado de lana, la barba de mormón en el rostro redondo y su enorme barriga parecía un pitufo, y Noah se sorprendió de saber qué aspecto tenía un pitufo, cuando ni siquiera había reconocido su propia cara en el espejo de los baños de la estación.
Quizá cortarse el oscuro cabello y arreglarse la barba diera alas a su memoria, pero lo dudaba. Para él el hombre de ojos tristes, nariz torcida y rostro anguloso era un extraño en cuyo cuerpo cubierto de cicatrices se encontraba atrapado.
—Nuestro escondite está justo debajo del ala este de la Iglesia del Recuerdo —susurraba ahora Oscar para que los sin techo de delante y detrás no oyeran sus paranoicas explicaciones—. En términos geográficos se encuentra en el distrito de Wilmersdorf, y este tiene allí el código postal 10789. Tienes tres intentos para adivinar cuál es la suma de sus cifras. Veinticinco. ¿Y la de veinticinco? Correcto, siete. —Parpadeó nervioso—. ¿Pensabas que en 1993 introdujeron los nuevos códigos postales solo para que las cartas llegaran más rápido? Ya, ya, eso es lo que quieren que creamos todos. En realidad, se trata de un código. Un plan de ataque con el que coordinan su programa de vigilancia. En los días en los que la suma de las cifras coincide con la del código postal, debemos desaparecer. ¿Comprendes ahora por qué es tan importante que entremos hoy aquí?
«No. No entiendo ni una palabra», pensó Noah. «Todo lo que sé es que probablemente estés tan loco como yo.» Se volvió de nuevo hacia la muchacha que se encontraba dos metros más atrás en la fila. Le había llamado la atención en un primer momento por su cabello; más concretamente por los mechones que le faltaban. Su cráneo mostraba más piel que pelo, como si sufriera los efectos secundarios de algún terrible medicamento. Noah calculó que tendría diecisiete años como mucho, pero era difícil asegurarlo debido a la piel estropeada y a los incisivos que le faltaban; en especial para un hombre al que ya le resultaba difícil determinar su propia edad, que lo más probable es que rondara entre los treinta y los cuarenta.
Desde que había descubierto a la muchacha, la había estado observando de forma más o menos disimulada y ahora, una hora y media más tarde, creía conocerla casi mejor que a sí mismo.
Mientras que de él no sabía ni de dónde venía, no había ninguna duda de que ella llevaba mucho tiempo viviendo en la calle. Sus ojos tenían la «mirada del opio», como habría dicho Oscar, velados y al mismo tiempo vacíos, al igual que muchos de los que esperaban allí fuera en el frío a que el refugio abriera por fin sus puertas.
—¿La conoces? —le preguntó Noah a su compañero, que en ese momento estaba soltando una perorata acerca de patrullas y coordenadas geográficas.
—¿A quién? —Oscar parpadeó, visiblemente asombrado de que Noah hubiera recuperado el habla.
—Esa chica de ahí. —Señaló por encima de una embarazada que se encontraba justo detrás de ellos con una colilla de cigarrillo entre los labios.
A cierta distancia un niño comenzó a llorar, y varios hombres se gritaban unos a otros, probablemente peleándose por el último trago de una botella que habrían mendigado juntos.
—¿A quién te refieres?
—En diagonal hacia la derecha, la del pelo raro. Abraza una mochila contra su pecho.
«Como si llevara su vida dentro.»
—¿La que habla con el cuatro ojos?
—Sí.
Junto a ella había un hombre joven y fibroso con el cabello hasta los hombros y unas gafas estilo John Lennon. Pocos minutos antes Noah lo había observado bajar de un microbús plateado con el rótulo «Friomóvil». Primero había pensado que el bus traería otra remesa para el refugio; un nuevo cargamento de almas perdidas que cada noche varaban ante las puertas del edificio de Cáritas. Pero el conductor se había bajado solo y había mirado alrededor mientras recorría la cola con actitud vacilante, hasta que por fin había encontrado a la muchacha.
—Ésa es Pattrix —le explicó Oscar.
Noah asintió. Le habría extrañado que Oscar no la reconociera. Era una sin techo desde hacía más de cuatro años. Una temporada larga en la que Oscar había logrado, con un éxito asombroso, resistirse al trueque que habían aceptado la mayoría de sus compañeros de fortuna: un grado de inteligencia por cada grado de alcoholemia.
Con unas botas tan grandes que parecían zapatos de payaso, varias capas de pantalones acartonados por la suciedad, un grueso jersey en proceso de desintegración y una cazadora mugrienta que no habría logrado cerrar por encima de su barriga por mucho que lo hubiese intentado, Oscar vestía de una forma lamentable y similar a la de todos los que estaban allí, a quienes el tren de la vida había hecho descarrilar. En lo que respectaba a la ropa, Noah había tenido mejor gusto; al menos había sido él quien había escogido lo que llevaba puesto. Cuando Oscar lo había encontrado medio muerto junto a las vías, vestía ropas caras y abrigadas que ahora le hacían buen servicio: botas forradas con puntera de goma, vaqueros negros con bolsillos cargo a los lados, un abrigo impermeable negro con capucha. En total cargaba con un kilo y medio de peso en ropa, sin contar con los calzoncillos largos y los gruesos calcetines térmicos.
—¿Pattrix? —preguntó Noah.
—Es su mote. Una mezcla entre Patricia y Pattex. —Oscar juntó las manos cruzando los dedos y simuló que inhalaba pegamento—. ¿Por qué crees que parece tan hecha polvo? Si su foto figurase en los paquetes de cigarrillos, puedes estar seguro de que nadie más fumaría.
Noah le dio la razón. Posiblemente la muchacha estuviera colocada en ese momento, lo cual explicaría su mirada turbia y la razón por la que las rachas de viento ártico no parecían afectarla en absoluto. Parecía completamente ausente, como en otro mundo. Noah habría apostado lo que fuera a que ni siquiera se había dado cuenta de que su vejiga se había vaciado hacía un cuarto de hora, como lo demostraba la mancha oscura entre sus piernas.
Igualmente poco probable era que estuviese asimilando una sola palabra de lo que decía el hombre de gafas, que en ese momento le hablaba con insistencia. Noah no entendía qué le decía, pero era evidente que quería conseguir que la adolescente drogada entrase en el vehículo con él.
Al «Friomóvil».
Y debía evitarlo a toda costa, incluso a pesar de que en ese momento Noah no fuera capaz de explicar a nadie por qué.
—Eh, ¿te has vuelto loco? —Oscar tiró de la manga de su abrigo para evitar que saliera de la fila—. Si renuncias a tu sitio, mañana tendrán que despegarte de la calle con una espátula.
Oscar señaló a la inmensa multitud delante y detrás de ellos. De los once mil sin techo que había en la capital según estimaciones maquilladas, la mayoría parecía haber encaminado esa noche sus pasos hacia Franklinstraße. No era de extrañar, ya que se esperaba que fuese la noche más fría del año.
—Tengo que ayudarla —dijo Noah.
—¿Ayudar? —siseó Oscar, alterado, y miró nervioso por encima del hombro—. ¿Qué parte de «no digas una sola palabra» y «no llames la atención» no has entendido? —Se dio golpecitos en la frente con el dedo—. Déjalo estar, grandullón. Además, ya hay alguien ocupándose de ella.
«Sí. Pero es la persona equivocada.»
En realidad, Noah debería haberse sentido aliviado. Los días en que la temperatura descendía varios grados por debajo de cero, las setenta y tres camas del albergue nocturno desaparecían con mayor rapidez que la nieve sobre una cocina caliente. La muchacha debía entrar con urgencia en algún lugar cálido antes de que el pantalón del chándal se le congelara sobre los muslos, y el trabajador social había llegado justo a tiempo. Y, sin embargo, había algo que no encajaba.
Un empujón recorrió la fila.
—Vale, esto se pone en marcha —dijo Oscar—. No dejes que te aparten, Noah.
«Noah.»
Aún no se había acostumbrado a ese nombre, pero al fin y al cabo de alguna manera tenía que llamarse, y Noah estaba a mano, en el sentido más literal de la expresión. Las cuatro letras de aquel nombre estaban tatuadas en la palma de su mano derecha, torpe y toscamente.
«A saber por quién.»
El nombre le resultaba ajeno, así como el resto del infierno en que había despertado: sin papeles, sin dinero, la memoria ahogada en un mar de dolor.
Al volver en sí por primera vez, con el bondadoso rostro de Oscar flotando sobre el suyo, había sentido un trozo de tela frío sobre la cabeza ardiente y un escozor insoportable en el hombro, como si alguien hubiera tratado de traspasárselo con un clavo.
—Podría haber sido peor —había opinado su salvador tres semanas después durante el último cambio de vendaje.
La bala le había atravesado limpiamente el hombro izquierdo. Era un milagro que no hubiese dañado tendones ni nervios importantes, y aún más milagroso que la herida no se hubiera infectado.
—Te ha sucedido algo horrible —le había dicho Oscar—. Pero no te ha quitado la vida. Solo la memoria.
«Solo.»
Era probable que debiera estarle eternamente agradecido a Oscar por haber cuidado de él hasta que se hubo curado, allí abajo en aquel cubículo apenas separado por un muro de las vías del metro, pero en vista de las circunstancias en que se encontraba, no le resultaba fácil. ¿De qué valía una vida al fin y al cabo cuando uno no sabía de dónde venía, cuáles eran sus raíces y por qué el hacha del destino las había cortado con un golpe seco? Una vida sin recuerdos, dirigida ya únicamente por el instinto, que le decía a Noah que no pertenecía a aquella ciudad ni a aquel país. Que no conversaba con Oscar en su lengua materna. Y que el hombre que empujaba ahora a Pattrix hacia su vehículo no era un trabajador social.
—Ahora mismo vengo —murmuró Noah, y se zafó del brazo de Oscar, que protestó furioso pero no se atrevió a salir también de la fila que avanzaba.
—¡Vuelve enseguida! —gritó a sus espaldas.
Él, sin embargo, no pensaba obedecer a la petición de Oscar.
3
—Eh, eh, usted.
A los pocos metros ya estaba agotado, y a cada paso sentía la herida del hombro. Noah tuvo que gritar varias veces hasta que el hombre que guiaba a Pattrix hasta el vehículo como a una ciega de la mano se volvió hacia él.
—¿Te refieres a mí?
—Sí. ¡Alto!
—¿Perdón?
El tipo delgado con el cabello hasta los hombros enarcó las cejas, asombrado.
La muchacha que estaba a su lado miraba indiferente el vacío igual que un maniquí, con las manos tensas protegiendo la mochila que apretaba contra el pecho.
—¿Qué se propone hacer con ella? —inquirió Noah.
El hombre esbozó una sonrisa arrogante.
—La verdad es que no sé a ti qué te importa, pero la llevo a un refugio para jóvenes, donde estará en mucho mejores manos que en un albergue de adultos. —Acarició suavemente la cabeza de la chica, a lo que ella reaccionó apretando los labios. Noah oyó tras él que Oscar intentaba de nuevo convencerlo de que regresara, pero también ignoró esta llamada.
—¿Trabaja para la oficina de protección de menores? —preguntó en cambio.
—Así es.
—¿Tiene alguna credencial que lo demuestre?
—Escucha, Jesucristo, lo que no tengo es tiempo. De modo que déjame hacer mi trabajo, por favor. Ya ves que a esta chica hay que protegerla del frío lo antes posible.
—¿Con un coche de alquiler?
El hombre había comenzado a volverse hacia la carretera, pero la pregunta de Noah lo detuvo en seco.
—¿Cómo has dicho?
«Maldita sea, ¿por qué he abierto la boca?»
Noah pronunciaba las palabras antes de tomar consciencia de ello. Tenía la extraña sensación de estar escuchándose a sí mismo hablar.
—Su minibús está recién lavado. Tiene matrícula de Colonia, lo que ya es peculiar de por sí para un vehículo de las autoridades berlinesas. La combinación de letras TX está reservada a taxis o vehículos de alquiler. Además lleva una pegatina de una gran D en la parte trasera, como es habitual, por ejemplo, en Europcar. Individualmente estos datos quizá podrían explicarse, pero en conjunto me demuestran que usted no es quien dice ser.
El hombre abrió la boca, pero permaneció en silencio. Noah no estaba menos sorprendido.
«¿Por qué sé todo esto?»
Su cabeza estaba llena de datos, eso ya lo había averiguado: conocía la capital de Guinea, sabía que el cuerpo expulsaba la mayor parte del calor por la cabeza (lo cual le hacía estar muy agradecido por la capucha de su abrigo) y que el ser humano podía perder hasta dos litros de sangre, como había demostrado él mismo con éxito. Pero mientras que era evidente que estaba familiarizado con las matrículas ajenas, ni siquiera sabía cómo empezaba su número de teléfono, si es que tenía uno.
Si se hubiese presentado en uno de esos concursos que Oscar veía una y otra vez en el pequeño televisor en blanco y negro cuando la señal del escondite colaboraba, habría tenido muchas posibilidades de ganar, siempre que no le hiciesen preguntas sobre su propia identidad.
«Llegamos a la pregunta del millón: ¿quién le disparó?»
«Ni idea. ¿Puedo preguntar al público?»
—¿Cuánto le pagan por la muchacha? —inquirió Noah, y de nuevo habría sido incapaz de explicar cómo había llegado a esa suposición. Su cerebro trabajaba como el piloto automático de los aviones. Él estaba sentado en la cabina, pero la palanca de mando se movía por sí sola.
—¿Cómo dices?
—Su cliente. Hombres de negocios, supongo. Gerentes, ricachones que esperan obtener placer recogiendo escoria de la calle para torturarla todavía más. ¿Le pagan por víctima o por noche?
—Estás completamente chiflado —protestó el supuesto empleado de la oficina de protección de menores, pero soltó la mano de la muchacha como si de pronto hubiera comenzado a arder—. No tengo por qué escuchar semejantes chorradas. —Dio un paso hacia atrás sin perder de vista a Noah—. Y menos de un vagabundo como tú. —Trató de imprimir un tono arrogante a sus palabras, pero el temblor en su voz lo desenmascaró.
Cuando el hombre se llevó la mano al pecho, Noah se preguntó si ocultaría un arma debajo de la chaqueta, pero de inmediato presintió que no se produciría un altercado violento. Falso. No solo lo presintió, sino que lo supo.
En los últimos treinta segundos Noah había averiguado más sobre sí mismo que en las anteriores semanas, y sus descubrimientos le dieron miedo.
«Soy una persona que ha oteado muy a menudo los abismos más profundos del alma.»
Tan a menudo, de hecho, que reconocía la maldad en cuanto la veía. Y lo que era peor: la maldad lo reconocía a él. Y esta a veces reculaba cuando sus caminos se cruzaban. Como en ese momento.
El hombre había sacado la llave de contacto del interior de la chaqueta y se alejaba rápidamente sin volverse ni una sola vez.
—¿Patricia? —preguntó Noah. No hubo reacción. La muchacha no se había enterado de nada de lo que había sucedido a su alrededor—. ¿Me oyes? —Chasqueó los dedos ante sus ojos entornados. Ni siquiera parpadeó.
—¡Eh, Noah, nos toca! —gritó Oscar desde cierta distancia.
Noah se volvió y descubrió a su compañero en la entrada del albergue. Ya estaba en la puerta y movía los brazos.
—¡Ven de una vez!
Noah tomó con cuidado la mano de la muchacha, que se dejó guiar sin oponer resistencia. Se movía con pasos pequeños como en un trance, y por eso le llevó un buen rato conducirla hasta el edificio de Cáritas.
—¿Qué mosca te ha picado? —lo saludó Oscar, que tuvo que contenerse para no echarse a gritar después de que Noah lograra colarse entre intensas protestas hasta el principio de la cola con Pattrix a cuestas.
Una trabajadora del centro, una mujer joven con vaqueros y cazadora de cuero, con el cabello recogido en una coleta y jersey de cuello vuelto, cerró la puerta de madera detrás del trío sin pronunciar palabra, para gran indignación de quienes esperaban fuera.
A continuación se encontraron en un gran vestíbulo, en el que había una escalera que conducía hacia arriba.
El calor repentino que los rodeó llenó de lágrimas los ojos de Noah, a quien la herida de bala en el hombro empezó a picarle desagradablemente bajo el vendaje.
—Por un pelo no lo has estropeado todo —siseó Oscar—. Solo les quedan tres camas.
«Perfecto», pensó Noah mientras la trabajadora los acompañaba por la escalera hacia una especie de mostrador sobre el que colgaba un letrero iluminado por tubos de neón con el rótulo «Recepción». Detrás los esperaba una mujer corpulenta. Llevaba una bata blanca de médico, una mascarilla y en las manos unos guantes de látex, como si en cualquier momento se fuera a poner a operar.
—Hola, Oscar —dijo la señora; sonaba agotada, pero en absoluto antipática. Su cabello era gris y lo llevaba más corto que una barba de tres días, lo que a primera vista le confería un aspecto algo brutal, pero sus ojos sonrientes corregían enseguida esta impresión—. Hacía mucho que no nos veíamos. ¿A quién nos has traído?
—Pattrix... Quiero decir, Patricia. Ya la conoce, señora Simone. Y a Noah lo conocí en la zona del Avus. Ha llegado hasta aquí haciendo autoestop desde Holanda. —Oscar dio una palmada a Noah en el hombro sano, para lo que tuvo que estirarse un poco—. Es de pocas palabras, apenas habla nuestro idioma.
—Entiendo. —La mujer, que al parecer se llamaba Simone de nombre, o quizá de apellido, señaló con el pulgar hacia un pasillo que discurría detrás de ella y conducía, a lo largo del mostrador, hacia la otra parte del edificio. Desde allí les llegaba ruido de actividad. Puertas que se cerraban, platos que golpeteaban, personas gritándose, alguien martilleaba la pared con un ruido sordo.
»Bueno, ya sabes cómo funcionan las cosas aquí, Oscar. Primero, el examen médico. Debido a la gripe de Manila será algo más exhaustivo. En mi opinión, otra vez están exagerando con el peligro de contagio, y al final resultará que el Gobierno ha despilfarrado millones en dosis de vacunas inútiles. Pero hasta entonces estoy obligada a llevar este bozal, espero que no os lo toméis a mal.
Oscar se encogió de hombros y Noah asintió, más para sí que para Simone, ya que recordaba las noticias del día anterior. Se estaba extendiendo una pandemia. La enfermedad comenzaba con síntomas similares a los de la gripe y, si no se trataba, podía causar la muerte. Expertos del instituto Robert Koch calculaban que habría miles de víctimas en las próximas semanas y aconsejaban a la gente acudir al médico de inmediato si tenían fiebre.
—Después de estas medidas precautorias podréis ducharos y elegir ropa limpia; hoy hemos recibido nuevas donaciones, entre otras cosas zapatos abrigados, y hay espaguetis. Pero me temo que solo para vosotros los hombres. Patricia no entrará.
—¿Qué? —exclamó Noah. Estaba tan horrorizado que había olvidado por completo la advertencia de Oscar de no abrir la boca—. ¿Quiere echar a la pequeña otra vez al frío?
Si Simone se había sorprendido por el verdadero nivel de alemán de Noah, no dio muestras de ello.
—Para que conste —declaró—: yo no echo a nadie si todavía me quedan camas. Pero ella no querrá quedarse.
—Para que conste —dijo Noah, y sintió que se ponía tenso de ira al señalar a Patricia—, ¿ha mirado bien a la chica? Es incapaz de tomar sus propias decisiones.
—¿Ah, sí?
Simone salió de detrás del mostrador. Noah se dio cuenta entonces de que, al igual que Oscar, llevaba unos kilos de más en las caderas, lo que no le impidió acercarse a Patricia con pasos asombrosamente veloces y agarrar su mochila.
La apatía de la muchacha desapareció bruscamente.
—¿Lo ve? —dijo Simone con dificultad para hacerse oír por encima de los chillidos y gimoteos que había comenzado a emitir Patricia en cuanto había intentado abrir la cremallera de la bolsa.
«Dios mío, ¿qué guardará ahí?»
Noah obtuvo la respuesta antes de formular la pregunta.
—Los animales no están permitidos. —Simone señaló con la cabeza el reglamento interno colgado, dentro de una funda transparente, de una columna de hormigón en la recepción, justo debajo de una advertencia acerca de la higiene al lavarse las manos para evitar la propagación de enfermedades.
Entretanto, había logrado apartar los dedos de Patricia de la mochila lo suficiente para abrirla. Las drogas habían acabado con toda la resistencia de la muchacha.
Noah observó incrédulo la pequeña bola de pelo beige en la mochila. La cabeza del cachorro de perro no era mucho mayor que un melocotón.
—Os lo presento: este es Toto. Ayer ya quiso colarlo aquí, aunque, desde luego, no estaba tan colocada como hoy.
—Menos mal que no queríamos llamar la atención —murmuró Oscar, cuyas palabras se perdieron entre los gimoteos constantes de Patricia, que de todas formas habían bajado un poco de volumen desde que Simone había cerrado de nuevo la mochila dejando solamente una rendija de aire para Toto.
—De acuerdo, entiendo lo de los animales. No quieren que propaguen enfermedades...
—Exacto —lo interrumpió Simone mientras regresaba a su puesto detrás del mostrador. Entretanto, varios trabajadores de Cáritas, dos hombres y una joven en prácticas, se habían acercado al pasillo atraídos por el tumulto que les llegaba desde la recepción.
—Pero ¿no puede hacer una excepción?
—Por desgracia, no. Especialmente en días como hoy, en que a causa de la pandemia el Ministerio de Sanidad nos controla el doble o el triple.
—Sí, es una tragedia, pero no podemos hacer nada —dijo Oscar, e hizo amago, con ademán exagerado, de pasar por delante del mostrador en dirección a la consulta del médico, supuso Noah. Esta vez fue él quien lo sujetó del abrigo.
—Oh, sí, sí que podemos hacer algo. —Se volvió hacia Patricia, a quien le temblaba el labio inferior, a todas luces le costaba respirar y había cruzado de nuevo los brazos sobre la mochila.
Sin embargo, su mirada estaba menos vacía que antes. El miedo a perder lo único que aún le importaba en la vida la había aclarado incluso.
—¿Qué te propones? —preguntó Oscar, con tono de preocupación, cuando Noah se inclinó hacia la chica y trató de mirarla fijamente a los ojos.
Tres minutos más tarde Patricia se hallaba tumbada en la camilla de la enfermería del albergue, envuelta en gruesas mantas, mientras una enfermera le colocaba cuidadosamente un catéter para administrarle una solución electrolítica.
Y Noah estaba con Oscar a la intemperie de nuevo.
4
—No me lo creo. Esto no puede ser verdad. —Oscar caminaba sobre la nieve y a Noah, a pesar de tener las piernas mucho más largas, le costaba seguir el ritmo de su furioso y parlanchín compañero—. ¡No te he salvado la vida ni he compartido contigo todas mis provisiones, mi dinero y mi escondite, para que ahora la palmemos juntos en una tormenta de nieve!
Efectivamente, desde que habían salido del albergue algunos copos se habían mezclado con el viento helado que le azotaba la cara.
—No deberías haberme acompañado —repuso Noah desde su postura agazapada, con la cabeza gacha para ofrecer al viento la menor resistencia posible.
—¿No acompañarte? —Oscar se echó a reír histéricamente y se volvió hacia él—. En mi mundo no durarías ni diez minutos sin mí, joder... —Levantó las manos hacia el cielo como los creyentes que preguntan a su creador por qué les impone semejante carga—. Hace uno de tripas corazón, gasta todos sus ahorros en un desconocido, en medicamentos, esparadrapo y vendajes, a pesar de que el sentido común ya le avisa de que no puede significar nada bueno que alguien con un tiro en el cuerpo aparezca a sus pies. Que casi se pueden oler los problemas. Pero no quise escuchar a mi voz interior. «Oscar», me dije, «Oscar, tú mismo fuiste un fugitivo una vez. Quizás este tipo tenga los mismos problemas que tú. Quizá sea por fin el compañero que tan bien te vendría, al fin y al cabo ya no eres ningún crío, y la vida solitaria en la calle es cada vez más dura, ¿verdad?» —Se dio una palmada en la frente—. El día que te encontré en realidad no quería salir de mi escondrijo. Pero no conseguía pegar ojo, quería estirar un poco las piernas. Fue pura casualidad: normalmente el túnel cerrado no forma parte de mi paseo, de modo que pensé que el destino nos había reunido a propósito y que Dios recompensaría mi amor al prójimo. Y vaya si lo está haciendo. Y de qué manera, mierda. —Se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y clamó al cielo—: Señor, estoy tan feliz de poder dormir al raso hoy. Por favor, haz que haga mucho frío y no calor como en el albergue, es mejor para la circulación, y dicen que las duchas calientes no son sanas para la piel.
Un hombre de negocios que se cruzó con ellos en la acera dirigió a los sin techo una mirada despectiva y siguió su camino sacudiendo la cabeza.
—No deberías haber venido —insistió Noah, y avanzó hacia Oscar, que se había puesto de nuevo en marcha. Dentro de la mochila, que al igual que Patricia también se había colocado sobre el pecho, sintió un ligero movimiento cuando Toto cambió de postura.
Oscar apretó los labios furioso y después señaló la mochila sobre el vientre de Noah.
—Llevarte al perro ha sido realmente el mayor disparate que podías cometer.
—¿Pero? —preguntó Noah a continuación, ya que Oscar había acabado en tono ascendente, como si quisiera añadir algo.
—Pero también me ha demostrado que no me equivoqué contigo.
—¿Quieres decir que soy una buena persona por ocuparme del animal?
—Tonterías. La mitad de los vagabundos lleva siempre a cuestas a su chucho. Y es precisamente eso. —Se puso de nuevo en marcha y a Noah le costó entenderlo, porque Oscar hablaba ahora contra el viento y de espaldas a él.
—¿A qué te refieres? —preguntó insistente, haciendo esfuerzos por alcanzarlo.
—Me refiero a que no conozco a un solo vagabundo que haya confiado jamás su animal a un extraño. —Lanzó a Noah una mirada interrogativa con el rabillo del ojo—. ¿Cómo has conseguido que Pattrix te diera su mochila?
Noah se encogió de hombros.
—No lo sé. Solo le prometí que cuidaría bien de Toto.
Se acercaron a un puente y cruzaron un río congelado que según las señales se llamaba Spree. Como tantas veces, Noah no tenía ni idea de adónde lo llevaba Oscar, pero se había acostumbrado a la situación. Los últimos días había trotado tras él igual que un perro. Al principio apático, como en trance, y con el tiempo cada vez más desesperado. La realidad en la que había abierto los ojos le había parecido tan irreal como un mal sueño del que esperaba despertar en cualquier momento. Sin embargo, a medida que comprendía que ni su herida de bala ni Oscar ni el escondite subterráneo en el túnel que apestaba a polvo y a aceite lubricante resultarían ser alucinaciones, se vio paralizado por una fase de desconcierto. ¿Adónde debía ir? ¿Con quién debía hablar? ¿Era un fugitivo? ¿En realidad lo perseguían fuerzas oscuras, tal y como Oscar trataba de explicarle una y otra vez? ¿De verdad correría peligro si se dirigía a las autoridades o acudía a un hospital? ¿O el peligro que supuestamente lo amenazaba no era más que otra de las innumerables teorías conspiratorias que poblaban la excéntrica mente de aquella extraña persona de la que Noah apenas sabía más que de sí mismo? Únicamente sabía que en su día había sido médico, tal y como había admitido al preguntarle con insistencia por qué sabía tanto de heridas de bala, vendajes compresivos, antibióticos y dosis de analgésicos.
—Deberías pensarte bien tus próximos pasos —le había informado Oscar cuando la fiebre hubo remitido lo suficiente para que Noah se sentara por primera vez erguido en la tumbona de cámping que durante dos semanas había hecho las veces de lecho de enfermo. Había querido ir a la Policía para averiguar si alguien estaba preocupado por él y había denunciado su desaparición, pero Oscar había abierto los ojos de par en par horrorizado.
—Yo lo dejaría estar.
—¿Y eso por qué?
—Alguien ha querido matarte, grandullón. A mí puedes descartarme tranquilamente como asesino, si no no habría cuidado de ti hasta curarte. De manera que tienes que partir del hecho de que el asesino, sea quien sea, sigue tras de ti en este instante. Y probablemente eso solo sea la punta del iceberg. No tienes heridas en la cabeza, así que es probable que tu pérdida de memoria se deba a un trauma psicológico. Tu cerebro quiere reprimir algo horrible, algo espantoso. Y te está esperando ahí fuera. Mientras sigas aquí escondido estarás a salvo.
Noah había mirado alrededor desconcertado, observando el escondite del que hasta entonces no había salido ni una sola vez. Ni siquiera para hacer sus necesidades, de las que se había ocupado Oscar con una cuña y una botella con un embudo.
—¿Quiere eso decir que debo vivir aquí abajo contigo para siempre?
«¿En un trastero sin ventanas?»
Entonces Noah aún no sospechaba que no se encontraba en un sótano, sino en un cuartucho al final de un túnel ciego de metro, a diez metros bajo el suelo de Berlín. No había identificado los ruidos que se repetían con regularidad como el traqueteo de un tren de metro sobre su vía, sencillamente porque estaba demasiado ocupado resolviendo los demás acertijos. Además el escondite, en efecto, le proporcionaba una sensación de seguridad que no había querido cuestionar.
Oscar había hecho un gran esfuerzo por convertirlo en un lugar agradable. En tres de las cuatro paredes de hormigón había estanterías, colocadas por él mismo, cuyas tablas se combaban bajo el peso de incontables libros. Había también corriente eléctrica y un lavabo que funcionaba, junto a una maleta de cuero que descansaba sobre dos pilas de ladrillos y hacía las veces de escritorio.
Oscar sacaba el agua directamente de una tubería en la pared; la electricidad, de los cables de abastecimiento de los raíles, que recorrían el techo formando gruesos haces. En conjunto el cubículo recordaba a un garaje transformado en sala de ocio, cubierto con restos de alfombras de diferentes colores, con un televisor portátil atornillado a la pared (que funcionaba desde hacía dos años, desde que la red de cobertura móvil se había reforzado en el metro de Berlín, tal y como le había explicado Oscar), y una cama de canapé pequeña pero limpia, como la que uno esperaría ver más bien en una habitación infantil, junto a la cocina provisional, que consistía en un mechero Bunsen.
Era evidente que todos los muebles y objetos se habían sacado de la basura, reparado y limpiado, solamente parecía nueva la neverita que había debajo del lavabo, cuyo ventilador emitía un runrún ininterrumpido.
—Por supuesto que no tendrás que quedarte aquí para siempre —había dicho Oscar, deslizando la mirada por el escondrijo humilde aunque incluso agradable a su manera.
Lo único que le había molestado realmente a Noah del habitáculo era el calor constante. Un enorme conducto de aire caliente recorría el suelo y hacía así las veces de sistema de calefacción, que funcionaba bien pero que no podía regularse. Noah había tenido la esperanza de acostumbrarse cuando su propia temperatura corporal bajara de los cuarenta grados, pero no lo había conseguido.
—Solo te quedarás hasta que hayas recuperado la memoria —había propuesto Oscar—. Hasta que no sepas cuál es el infierno que te espera, no deberías volver a él, ¿no crees? Y ¿qué puedes perder, aparte de tiempo? Si tu estado no mejora, siempre te queda la opción de correr el riesgo de acudir a la Policía.
Entonces Noah se había mostrado de acuerdo, si bien solo en apariencia. Estaba demasiado resignado y agotado para elaborar su propio plan. Su consentimiento para quedarse por el momento con Oscar y aceptar sus consejos solamente debía mantenerse hasta que hubiera reunido fuerzas suficientes para emprender de nuevo su propio camino, le llevara este a donde le llevara.
Hoy, dos semanas después de aquella conversación, sentía que el momento de la despedida no estaba lejos. En aquel instante decidió que sus caminos se separarían, al día siguiente a más tardar.
—¿Te ha dejado a Toto así sin más? —preguntó Oscar de nuevo. Ya habían cruzado el puente y la acera no estaba tan helada como el paso elevado, en el que apenas habían esparcido anticongelante.
—Sí.
—¿Ves? Precisamente por eso he cuidado de ti. No sé quién eres, pero sí sé qué eres.
—¿Y bien?
«¿Qué soy?»
Oscar se detuvo de nuevo, esta vez para atarse el cordón de un zapato. Al tener que quitarse los guantes para hacerlo, el aire helado hizo que se contrajeran sus dedos hinchados.
—Eres algo especial, Noah. Sí, sí. Ahórrate los comentarios, esto no es una declaración entre maricas. Es la verdad. —Levantó la mirada hacia él sin soltar el cordón—. Estás tan entrenado como un nadador poco antes de unos Juegos Olímpicos, tus manos nunca han trabajado duro, pero en el cuerpo tienes varias cicatrices. Cuando te haces el catre en el escondite, lo haces con tanta puntillosidad como un soldado acostumbrado a recibir órdenes, y al mismo tiempo hay en tus ojos una triste melancolía que prácticamente le grita a uno: «Confía en mí. No te haré nada.» Bueno, y por lo que parece, Pattrix ha oído el grito de tus ojos y no ha podido resistirse a él. —Se incorporó y se puso los guantes de nuevo—. Y es evidente que yo tampoco puedo.
Un todoterreno aceleró por la carretera a velocidad excesiva e hizo sonar la bocina. Teniendo en cuenta que la hora punta del final de jornada aún no había pasado, era sorprendente el poco movimiento que había, lo que probablemente no solo se debía al mal tiempo, sino también a esa ola de gripe de la que todo el mundo hablaba. Quien no tenía por qué salir de casa, se quedaba entre sus propias cuatro paredes.
—¿Falta mucho? —preguntó Noah, que comenzaba a preguntarse cómo era posible que el habitáculo de Oscar le hubiera parecido nunca demasiado caliente. Le estaban creciendo carámbanos diminutos en la barba, y añoraba las altísimas temperaturas del escondite que resecaban las mucosas.
«Pero esta noche no podemos ir allí, porque la suma de las cifras no es la correcta», pensó, y no supo si reír o llorar. «Un amnésico y un paranoico de excursión.»
—¿Adónde estamos yendo?
—Al Kempinski —respondió Oscar. Como Noah no reaccionó, lo miró enarcando las cejas—. No has pillado el chiste, ¿verdad?
—¿Es un hotel?
Oscar suspiró.
—Madre mía, poco a poco voy entendiendo por qué te dispararon. Sí, es un hotel. Pero las camas me resultan demasiado blandas, ya sabes; tengo problemas de espalda, así que mejor vayamos allí. —Señaló un letrero luminoso que, a lo lejos, anunciaba la existencia de una boca de metro.
Diez minutos más tarde estaban montando su campamento en la estación de Hansaplatz, una de las tres que la empresa de transportes de Berlín abría para los sin techo cuando la temperatura descendía de los tres grados bajo cero.
5
—Tres estaciones para todo Berlín —había dicho Oscar en tono de crítica al entrar en la estación, señalando a la gran cantidad de personas que se habían instalado junto a la pared de azulejos blancos para pasar la noche. Los lugares más codiciados, es decir aquellos que ofrecían la menor superficie de ataque a jóvenes borrachos y demás matones, hacía tiempo que estaban ocupados. Muchos de aquellos que ni siquiera habían acudido al refugio, o que habían sido rechazados por tenencia de alcohol o drogas, falta de espacio o algún otro motivo, estaban tumbados sobre cajas de cartón aplastadas, bolsas de plástico o sobre el suelo desnudo, hacían circular una botella o un tetrabrik o intentaban dormir un poco.
Después de buscar un rato, Noah y Oscar se habían hecho con un sitio en el pasillo lateral de un paso peatonal, algo apartado de la entrada; un pequeño nicho entre el quiosco de prensa y un chiringuito móvil, ambos ya cerrados.
—Si hubiera sabido desde el principio que esta noche te apetecería pasarla en un refugio de animales, habríamos venido aquí directamente y nos habríamos asegurado un sitio mejor —seguía gruñendo Oscar diez minutos después. En ese momento estaban cubriendo el suelo con los periódicos que el quiosquero no había vendido durante el día y que había colocado junto a su puesto para la recogida de papel reciclable.
—¿Qué tiene de malo este lugar? —preguntó Noah al ver que su compañero no dejaba de protestar. Estaban tumbados lado a lado, Oscar junto a la pared. Al fin y al cabo. allí hacía un calor agradable, en el nicho podían protegerse de la omnipresente corriente, y además los ruidos de las escaleras mecánicas y el vocerío de los borrachos llegaban muy amortiguados. Solo el neón deslumbrante sobre su cabeza le dificultaría considerablemente conciliar el sueño.
—Aquí no hay cámaras —repuso Oscar.
Noah lo miró con expresión interrogativa.
—¿Y?
—Y por eso nadie verá si alguien alborota por aquí. —Para demostrarlo señaló, junto a la papelera, un teléfono público medio destrozado cuyo auricular colgaba del cable—. Y nadie te ayudará si alguien quiere quitarte algo. —Hizo una pausa—. O prenderte fuego.
—¿Prenderme fuego?
Oscar chasqueó la lengua.
—No me preguntes por qué —dijo, lacónico—, pero por alguna razón ahora está de moda rociar con gasolina a vagabundos dormidos y... —Movió el pulgar como si estuviera encendiendo un mechero. A continuación se quitó el gorro de lana y lo dobló, al parecer para emplearlo como almohada—. Por eso hay tan poca gente en esta zona. La mayoría tiene miedo, y es que a medianoche aquí se apagan las luces y entonces eres presa fácil. Pero de todas formas esto sigue siendo mejor que tener que dormir abajo, en el andén.
—¿Por qué? —preguntó Noah,