Noah

Sebastian Fitzek

Fragmento

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Contenido

Fase 1

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Fase 2

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Fase 3

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Epílogo

Agradecimientos

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A Sandra

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Cuando Jesucristo nació, en nuestro planeta vivían
trescientos millones de personas.

Actualmente son siete mil millones.

Cada minuto son 156 personas más.

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Fase 1

Los despiertos viven en un mundo común, pero en el sueño cada uno se vuelve hacia el suyo propio.

HERÁCLITO

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1

El silencio despertó a Alicia. Normalmente eran los gritos los que la hacían levantarse asustada a intervalos irregulares, pero esa noche era diferente. Esa noche su pecho permanecía mudo.

—¿Noel? —susurró, y buscó a tientas la cabecita de su hijo. Faltaba poco para la una de la mañana, de modo que probablemente no hubiera corriente eléctrica en Lupang Pangako, la «estación final», como llamaban sus habitantes al mayor barrio de chabolas de Quezon City, en la zona metropolitana de Manila. Pero aun cuando hubiera podido encender la luz, Alicia habría decidido no hacerlo.

Jay dormía, y era una suerte. No quería despertar a su hijo de siete años, ya que entonces recordaría que el día anterior no habían tenido nada que comer.

—Enseguida, tesoro —había respondido ya entrada la noche a sus preguntas impacientes, mientras removía el agua hirviendo—. Has tenido un día agotador en Payatas. Descansa, te despertaré en cuanto la sopa esté lista.

Él había asentido con el gesto serio de Christopher, su padre, y los ojos enrojecidos de tanto restregárselos, a pesar de que no servía de nada contra los vapores del mayor vertedero de Filipinas. Trabajaban allí diez mil «carroñeros», o «buitres», como se llamaban a sí mismos; la mitad eran niños como Jay, que proferían el grito de guerra, «¡cien!», en cuanto otro camión de la basura llegaba desde la metrópoli de doce millones de habitantes. «Cien» quería decir «cien pesos», el precio de un kilo de hilo de cobre. Con el metal se podía ganar mucho más que con el plástico, por lo que Jay se pasaba diez horas al día quemando neumáticos y cables eléctricos para desprender la goma barata del valioso material.

Por suerte, era un chico obediente y el día anterior se había tumbado en su rincón sobre el saco de arroz relleno de arena sin echar un vistazo antes a la cazuela en el fuego. De lo contrario Alicia le habría tenido que explicar por qué no había allí nada más que agua y guijarros.

«Mi hijo se muere de hambre y yo cuezo piedras.»

Alicia se asombró de conservar aún energías para llorar. Era evidente que para dar de mamar ya no tenía.

—¿Noel?

Intentó introducir su dedo meñique entre los labios del recién nacido, en vano. Había cumplido seis días, y al principio aún chupaba con fervor cuanto rozaba su boca. Ahora ya ni siquiera cerraba los puños.

Desde que había pisado por primera vez aquel mundo de sombras, dos años atrás, no lograba evitar sentir que vivía en una colmena desparramada. Miles de almas apiñadas al borde del vertedero, fundidas en un organismo vivo en Lupang Pangako. Una serpiente de chapa ondulada que se retorcía y crecía, alimentada por un suministro ininterrumpido de despojos humanos envueltos en una nube de hedor ácido y corrosivo de basura y excrementos.

La serpiente mudaba la piel una y otra vez, los ciclones y las lluvias derribaban hileras enteras de casas y las arrastraban junto con su miserable contenido como si fueran bolsas de plástico. Muchos habían tratado ya de matar a la serpiente. Pirómanos a sueldo iniciaban fuegos, los bulldozer arrollaban «por descuido» a familias dormidas. O la serpiente se envenenaba a sí misma bañando a sus hijos en el río marrón verdusco en el que, debido a los vertidos industriales, hacía ya tiempo que no nadaban peces.

Sin embargo, Alicia sabía que podría haber corrido peor suerte. Su cabaña en el corazón del barrio de chabolas era grande, cuatro metros cuadrados para solo seis personas, y las paredes eran planchas firmes de cartón, no una lona suelta como la de la vivienda vecina. Hacía medio año, desde que Christopher, su marido, ya no vivía y sus dos hermanos pasaban la noche en una obra en construcción de la ciudad, disponían de espacio suficiente y Jay ya no tenía que dormir sentado, como ella misma hacía. Apoyada en el cubículo de contrachapado en que hacían sus necesidades, con el bebé apretado contra el pecho reseco, había intentado cerrar los ojos y había logrado sumirse en el sueño de una vida mejor que conocía de la televisión. Ella también podría haberse tumbado y haber estirado las piernas, había espacio suficiente, pero tenía miedo de las ratas. La semana anterior habían mordido al bebé de su mejor amiga en el dedo gordo del pie. La pequeña de diez semanas no había sobrevivido a la fiebre.

«¿Y Dios también te llevará consigo, Noel? ¿Es ese su plan?»

Comprobó aliviada que su bebé todavía no había muerto. Aún oí

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