El buen padre (Moisés Guzmán 1)

Esteban Navarro

Fragmento

 

 

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A Ester y a Raúl,

por comprender mis ausencias

cuando escribía este libro.

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

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—1—

 

A ese hombre lo habían detenido, esa misma mañana, dos eficientes agentes de la Policía Nacional destinados en la flamante Comisaría Centro, la más imponente de Madrid, cuando fue sorprendido pisoteando un nicho en el enorme cementerio vecinal del barrio de Vallecas. El ochentón vigilante municipal, Sebastián Maldonado, hombre de espalda encorvada y brazos nervudos, alertado por una anciana que visitaba la tumba de su marido, muerto hacía treinta años, y que reparó en la nada respetuosa actitud de aquel atolondrado, les llamó. La anciana se acercó hasta la caseta de las herramientas, tapándose la boca con un pañuelo, pues la ausencia de dentadura le producía salivar en exceso, y le dijo que alguien estaba golpeando uno de los nichos del cementerio. «¡Allí!», señaló con su mano comida por la artrosis.

El guarda del cementerio entornó los ojos y aunque no estaba lejos de su caseta le costó distinguir la silueta del loco. «Ese hombre está fuera de sí», dijo la anciana. Sebastián Maldonado, después de comprobar que era cierto lo que la anciana le dijo, pidió a la buena mujer que se marchara, pues temía por su seguridad, y se encerró en la barraca, corriendo el oxidado pasador y cerrando la única ventana de la choza con un pestillo desgastado por el orín. Desde su anticuado teléfono móvil marcó, apresurado, los números del servicio de emergencias de la Comunidad de Madrid. Sus dedos, temblorosos y sudorosos, tropezaron entre sí. Tuvo que cambiar varias veces de posición hasta cerciorarse de tener cobertura suficiente. Lamentó no ser más hábil en el manejo de esos chismes, como él los solía llamar. Sentíase tan ansioso y desasosegado que pensó que iba a ser golpeado por aquel loco en caso de ser descubierto. Lo imaginó derribando la puerta y se vio a sí mismo troceado en diminutos cachitos con las pocas herramientas de que disponía para los entierros. Y mientras pulsaba las teclas, miró de reojo el pico oxidado y con mango de madera resquebrajada que yacía, descuidado, al lado de unos ladrillos húmedos, algunos rotos. «En caso de necesidad podré utilizarlo como arma defensiva», se dijo para su tranquilidad. Y escondió bajo la mesa un serrucho enorme y un par de cinceles, lejos de la vista. No quería que aquella alimaña que troceaba tumbas bajo sus manos desnudas pudiera hacer lo mismo con él.

Cuando la telefonista le anunció que una patrulla se dirigía al cementerio se dedicó a observar los movimientos del loco a través de un hueco de la ventana. No perdió detalle. Lo vio levantar la lápida de una de las tumbas, acaso la mejor cuidada. Distinguió entre los arbustos cómo arrancaba de cuajo el mármol que la recubría y cómo, armado únicamente con sus manos, despedazaba los rojos ladrillos, acuosos y cuarteados, hasta descubrir un cadáver. Entonces trozos de ropa desgarrada asomaron por encima de los adobes desechos. Desde la caseta le pareció a Sebastián Maldonado que aquel cuerpo fuese un pelele, un monigote en manos de unos niños. Apaleado, deshaciéndose bajo la rabia de un desposeído. Indefenso. El vigilante martilleaba los zapatos contra el suelo sin soltar el teléfono que asía con fuerza en sus manos. Lo apresaba como si se tratase de una humeante taza de café hirviendo que le calentara en las frías y brumosas mañanas de enero.

«¿Dónde estarán esos policías?», masculló entre dientes. «¡Vamos, venid ya!».

Se creyó más seguro fuera de la barraca y viendo que el loco andaba a lo suyo y que era difícil que reparara en su presencia, abrió la puerta y se ocultó detrás de unos matorrales en la cercanía de la caseta. Se fijó en una inapreciable senda tras él, la que comunicaba la barraca con la entrada del cementerio, y que podría usar en caso de huida.

Desde allí observó cómo el cadáver recién destapado, cayó sobre la arena del suelo. No hizo ruido. Le pareció como si unos invisibles cojines hubieran amortiguado el golpe. El cuerpo se revolcó, cachazudo, sobre su propia cadera. Giró media vuelta y quedó hecho un guiñapo boca abajo. El anciano seguía mirando agazapado entre el polvoriento follaje que le parapetaba. El cadáver no llevaba demasiado tiempo enterrado, pues su rostro aún era reconocible. Fue un hombre joven. O eso le pareció. Ataviado con traje a modo de mortaja, los restos reposaban en el circuito de ilustres de la ciudad. Desde luego el difunto no era desconocido, ni pobre, pero no había leyenda al pie del sepulcro, ni epígrafe o inscripción alguna que delatara a quién perteneció aquel cuerpo, sucio de barro, que ahora se esparcía por el suelo, ridículamente dispuesto. Espantosamente siniestro. Nadie se había preocupado de inscribir sobre la lápida su nombre, algo de lo que ahora se daba cuenta Sebastián Maldonado. Un sinsentido. O un descuido. Trató de recordar el instante en que su cuerpo fue insertado dentro de aquella tumba y en los rostros de quienes presenciaron el cortejo fúnebre, pero su memoria se hallaba tan embrollada que apenas pudo rememorar nada. Solo le vino a la mente una alusión lejana de que fueron pocas personas las que asist

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