El heredero del diablo

José Luis Caballero

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: noviembre, 2016

© José Luis Caballero, 2016

Autor representado por Agencia Literaria Bookbank S.L., Madrid

www.bookbank.es

© Ediciones B, S. A., 2016

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-571-5

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Contenido

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Epílogo

Notas

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Kiel (Alemania), mayo de 1945

El chico no sabía exactamente en qué día vivía, pero sí estaba seguro de que acababa de cumplir doce años. Tenía hambre y el recorrido por las casas derruidas no había servido de gran cosa: restos de algo de color gris en una lata y un pedazo de pan tan duro como los ladrillos que se esparcían por la calle. Se entretuvo un momento en un montón de escombros, hurgando en ellos junto a varios críos más pequeños y descubrió entre los restos algo que parecía una bufanda. Tirando de ella recuperó por fin un viejo abrigo, verde, con manchas oscuras por todas partes. Tenía frío también. Había perdido la guerrera de paño de las Juventudes Hitlerianas y la basta camisa no era suficiente para paliar la fría y lluviosa tarde de la ciudad de Kiel. Se sintió mejor cuando se colocó el abrigo raído y manchado, aunque le quedaba un poco grande y las mangas le sobresalían, dejando en su interior unas manos cubiertas de sabañones, recuerdo del invierno.

Mientras trataba de roer el mendrugo de pan se fijó en un hombre, unos metros más allá, medio escondido tras una de las escasas paredes que se mantenían en pie. Era joven, o parecía joven. Más joven que su padre, muerto en el frente ruso. El muchacho era buen observador, siempre lo había sido. En el colegio, cuando aún era pequeño, unos seis años o así, ya había sido capaz de detectar quién era judío y quién no. Eso le había valido un premio y una mención en el boletín mensual. Poco después había ingresado en las Juventudes Hitlerianas para orgullo de su padre.

El hombre junto a la pared llevaba el uniforme de la Wehrmacht, pero sin insignias, ni gorra. Fumaba un cigarrillo sin perder de vista la calle, como si todavía estuviera esperando al enemigo, aunque la guerra hacía días que había acabado. Llevaba desabrochado el cuello de la guerrera y de su hombro, de cualquier manera, colgaba una mochila marrón. El chico trató de ver la expresión de sus ojos porque eso sería determinante para saber si debía acercarse o no. Sus dotes de observación le habían valido una tableta de chocolate de un soldado británico y un puñado de garbanzos secos de una mujer caritativa. Así que era importante saber si merecía la pena acercarse al soldado alemán que tenía delante. Llevaba el pelo corto y desaliñado, barba de un par de días y sus ojos, cuando se cruzaron con los del muchacho, le parecieron fríos y duros, como debían ser los de un soldado. Por un momento, el chico se sintió inquieto, más todavía cuando vio que el hombre echó a andar hacia él. Era alto, más de lo que recordaba de su padre, andaba con soltura, aunque tal vez un poco cansado. Se fijó en sus manos, de dedos largos y finos y en sus facciones, regulares y duras. Sujetaba el cigarrillo en la mano izquierda, ocultándolo dentro de la palma, como su padre le había contado, en sus cartas, que hacían los soldados en el frente. Es la manera de que los francotiradores no vean el punto rojo, le había dicho. Aunque a la postre algún francotirador le había alcanzado, con cigarrillo o sin cigarrillo. O tal vez había sido una granada de artillería o un T-70 pasándole por encima. No lo sabía y nunca lo sabría.

El soldado se plantó ante él y sin decir una palabra le ofreció el cigarrillo encendido. El mozalbete ya había fumado otras veces, claro, y dio una larga calada. Luego se lo devolvió y aguantó la mirada que, poco a poco, le pareció que se volvía menos dura. Se fijó también en las botas embarradas y en que el uniforme estaba mojado, señal de que llevaba horas o días a la intemperie.

—¿Tienes algo de comer? —preguntó el chaval.

—Me temo que no y este es mi último cigarrillo. ¿Cómo te llamas?

—Fritz.

—Bien, Fritz. ¿Cuántos años tienes?

—Doce. ¿De verdad no tienes nada de comer?

—De verdad. ¿Por qué no les pides algo a los ingleses?

El chico se encogió de hombros. No se le había ocurrido. Tenían su cuartel general junto al puerto, en Altstadt, pero no se atrevía a acercarse hasta allí. Quedaba demasiado lejos de su casa, bien, de lo que quedaba de su casa.

—¿Eres de aquí? —preguntó el soldado.

—Sí. Vivo aquí cerca. ¿Qué llevas en la mochila? La gente vende cosas o las cambia por comida. Tal vez podrías vender algo y te darían... yo te puedo llevar al mercado negro.

—¿Qué calle es esta? Me temo que me he perdido.

—Es Schutzenwall. Si te vas por ahí, a la derecha llegas al puerto. Pero está todo destruido. Solo hay ingleses por todas partes.

—¿Por dónde queda Kronshagen?

—Ahí —señaló el chico con un gesto de cabeza—, pero por allí hay más ingleses. Se han instalado

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