La jota de corazones (Doctora Kay Scarpetta 3)

Patricia Cornwell

Fragmento

Creditos

Título original: All that Remains

Traducción: Jordi Mustieles

1.ª edición: enero, 2016

© 2016 by Patricia D. Cornwell

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-322-3

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Este libro es para

Michael Congdon.

Como siempre, gracias.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

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1

El sábado, último día de agosto, empecé a trabajar antes del amanecer. No vi cómo se alzaba la bruma de la hierba ni cómo el cielo se volvía de un azul brillante. Las mesas de acero estuvieron ocupadas por cadáveres toda la mañana, y no había ventanas en el depósito. El fin de semana del Día del Trabajo había comenzado en la ciudad de Richmond con un estallido de accidentes de tráfico y tiroteos.

Eran las dos de la tarde cuando por fin regresé a mi hogar, en el West End, y oí a Bertha que fregaba la cocina. Venía todos los sábados a hacer la limpieza y sabía por anteriores ocasiones que no debía hacer caso al teléfono, que justo empezaba a sonar.

—No estoy en casa —dije en voz alta, mientras abría el frigorífico.

Bertha dejó de fregar.

—Hace un momento también sonaba —me informó—. Y antes han llamado otra vez. El mismo hombre.

—No hay nadie en casa —repetí.

—Lo que usted diga, doctora Kay. —La bayeta volvió a moverse por el suelo.

Traté de no prestar atención al mensaje impersonal del contestador automático que se infiltraba en la cocina bañada de sol. Los tomates de Hanover, tan abundantes durante el verano, con la llegada del otoño se convertían en algo precioso. Solamente quedaban tres. ¿Dónde estaba la ensalada de pollo?

Tras el pitido sonó una conocida voz de hombre.

—¿Doctora? Soy Marino...

«Oh, Dios», pensé, y cerré la puerta del frigorífico con un golpe de cadera. Pete Marino, inspector de la brigada de homicidios de Richmond, había estado en la calle desde la medianoche anterior, y acababa de verlo en el depósito, mientras extraía las balas de uno de sus casos. En aquellos momentos debería estar camino del lago Gaston para pasar lo que quedaba del fin de semana pescando. Por mi parte, deseaba ponerme a trabajar en el jardín.

—He intentado localizarla antes de salir. Tendrá que probar con mi busca...

En la voz de Marino había una nota de urgencia, y descolgué bruscamente el auricular.

—Estoy aquí.

—¿Es usted o su maldito aparato?

—¿A usted qué le parece? —respondí.

—Malas noticias. Han encontrado otro coche abandonado, en New Kent, en el área de descanso número sesenta y cuatro, dirección oeste. Benton acaba de llamarme...

—¿Otra pareja? —lo interrumpí, descartados todos mis planes para el día.

—Fred Cheney, varón de raza blanca, diecinueve años. Deborah Harvey, mujer d

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