Un misterio en Toledo (Inspector Thomas Pitt 30)

Anne Perry

Fragmento

misterio-3

1

Pitt miró al ministro de Interior con incredulidad. Estaban en una estancia silenciosa y soleada de Whitehall, el tráfico de la calle apenas se oía.

—¿Una santa española? —dijo, esforzándose en mantener un tono más o menos neutro.

—No es española, es inglesa —respondió sir Walter con paciencia—. Simplemente vive en España. En Toledo, tengo entendido. Ha venido a ver a su familia.

—¿Y qué relación guarda eso con la Special Branch, señor? —preguntó Pitt. La Special Branch se había creado inicialmente para que se encargase del problema irlandés y ahora, en la primavera de 1898, su jurisdicción se había ampliado enormemente para abordar cualquier asunto que se considerase una amenaza para la seguridad nacional.

El caos era dueño de Europa mientras el siglo tocaba a su fin. La agitación social se intensificaba y era cada vez más patente. Cada pocas semanas había atentados anarquistas con bomba en uno u otro lugar. En Francia, el caso Dreyfus estaba exasperando los ánimos y apuntaba hacia un clímax que nadie era capaz de prever. Incluso circulaban rumores de que el gobierno podría caer.

Encarar la amenaza de asesinato de un dignatario de visita en Inglaterra era una de las misiones de la Special Branch, pero atender las necesidades de una monja en gira, o lo que quiera que fuese, sin duda no lo era. Pitt abrió la boca para señalarlo pero sir Walter habló primero.

—Ha recibido cartas que contienen amenazas contra su vida —dijo sir Walter, completamente inexpresivo—. Sus opiniones han causado cierta inquietud y... enojo. Por desgracia, las ha manifestado con excesiva libertad.

—Es un asunto policial —dijo Pitt lacónicamente—. Dudo que aquí haya alguien a quien le preocupe lo suficiente para discutir con ella, y mucho menos para alterar el orden público. Y si lo hubiera, sería incumbencia de la policía regular.

Sir Walter suspiró, como si la conversación le resultara tediosa.

—Pitt, esto no es una sugerencia. Quizá piense que muchas personas son apáticas en lo que atañe a los pormenores de la doctrina religiosa y que solo los cristianos más comprometidos discutirán con ella; y suponiendo que lo hagan, usted confía en que como mínimo sabrán comportarse dentro de los límites de la ley. —Enarcó las cejas—. Si es así, es tonto. Hay hombres que discutirán con más pasión sobre religión que sobre cualquier otra cosa. Para muchos, la religión representa el orden, la cordura, la inevitable victoria del bien sobre el mal. Les confirma el lugar que ocupan en la creación. —Sonrió apesadumbrado—. Casi el más alto. La falsa modestia impide que sea el más alto. Ese hay que reservárselo a Dios. —Su sonrisa se desvaneció y su mirada fue más adusta—. Pero si dice algo que ponga en entredicho ese lugar casi en lo más alto, lo estará poniendo todo en entredicho.

Negó con la cabeza.

—Por Dios, hombre, mire cómo nos ha desgarrado la religión a lo largo de la historia. Empiece por las Cruzadas y la Inquisición en España, la persecución de los cátaros y los valdenses, las masacres de los hugonotes en Francia. Hemos quemado en la hoguera a católicos y protestantes. ¿Piensa que no podría volver a ocurrir? Si Dreyfus no fuese judío, ¿cree que ese monstruoso asunto habría surgido alguna vez o que habría alcanzado estas proporciones?

Pitt tomó aire para rebatirlo, pero las palabras se le helaron en la boca.

Estaba terminando el mes de abril. Hacía poco que el presidente McKinley había solicitado al Congreso de Estados Unidos que declarase la guerra a España. Cuba llevaba varios años buscando independizarse de España, y Estados Unidos había comenzado a intervenir en la disputa, viendo una oportunidad para ganar poder y una posición estratégica. Cuando se produjo una misteriosa explosión a bordo del acorazado USS Maine en el puerto de La Habana, la poderosa prensa estadounidense acusó abiertamente a España. El 21 de abril el Congreso había ordenado el bloqueo naval de todos los puertos cubanos, exigiendo que España renunciara al control de Cuba. El 25 de abril, cuatro días después, Estados Unidos declaró la guerra. Era la primera vez que había hecho algo semejante en su breve e idealista existencia. Hasta entonces se había centrado en la expansión interior, había colonizado la tierra, construido, explorado y desarrollado su industria. Ahora, de repente, el país estaba aumentando el tamaño de sus ejércitos y de su armada y buscaba posesiones en ultramar, en lugares tan lejanos como las islas Hawái o las Filipinas.

Este nuevo deseo de expansión exterior podía terminar implicando otras potencias navales, incluso Gran Bretaña, si Estados Unidos así lo deseaba. Si algo iba mal durante la visita de la española, sería muy fácil que España lo malinterpretara. Una idea escalofriante, habida cuenta del estado de las cosas en Europa. Cuatro años antes habían asesinado al presidente Carnot de Francia. El año anterior le había ocurrido lo mismo al primer ministro Cánovas del Castillo en España, donde la violencia había alcanzado cotas abominables.

—Trae consigo a una media docena de sus... acólitos —prosiguió sir Walter, como si no hubiese reparado en que Pitt no le estaba prestando atención.

—Solo Dios sabe qué clase de personas son, pero no queremos que maten a ninguna de ellas en suelo británico. Seguro que comprende lo embarazoso que resultaría para el gobierno de Su Majestad. Especialmente a la luz de nuestra historia con España. Además, tampoco queremos darles excusas para que también entren en guerra con nosotros.

Miró a Pitt detenidamente, como si quizá lo hubiese sobreestimado y fuera a verse obligado a reconsiderar su opinión.

—Sí, señor —contestó Pitt—. Por supuesto que lo comprendo. ¿Existe alguna posibilidad, aunque sea remota, de que la ataquen aquí?

No hizo la pregunta llevado por la incredulidad, sino esperando alguna garantía de que no fuera así.

Sir Walter relajó un poco su expresión, las arrugas en torno a su boca fueron menos severas.

—Probablemente, no —contestó con un asomo de sonrisa—, pero, según parece, esta mujer no cuenta, ni mucho menos, con la aprobación de su familia inglesa. Para empezar, se marchó de resultas de una disputa por una cuestión de principios, tengo entendido. ¡Las familias pueden ser un verdadero infierno! —agregó con cierta compasión.

Pitt hizo un último intento para eludir la tarea.

—Permítame señalar que la violencia doméstica también es competencia de la policía, señor, no de la Special Branch. En este momento nos estamos ocupando de un caso de sabotaje industrial que parece estar orquestado desde el extranjero. Está yendo a peor y es preciso ponerle fin.

La mirada que le lanzó sir Walter fue intensa y brillante.

—Conozco muy bien las atribuciones de la Special Branch. Debo recordarle que son las consecuencias para la nación lo que determina a quién corresponde cada problema, Pitt, y usted lo sabe tan bien como yo. Si no fuese así, créame, no duraría mucho en su cargo.

Pitt carraspeó y habló en voz baja.

—¿Estamos enterados de la naturaleza de esa disputa en la familia de esa mujer, señor?

Sir Walter encogió ligeramente los hombros. Si se percató del cambio de tono en la voz de Pitt, fue lo bastante sofisticado para no demostrarlo.

—Creo que fue lo habitual con una hija obstinada —respondió, sonriendo de nuevo—. Rehusó casarse con el joven de excelente crianza y fortuna, y aburridas costumbres, que habían seleccionado para ella.

Pitt recordó que sir Walter tenía tres hijas.

—Huyó a España, se casó con un español de carácter desconocido y, probablemente, de linaje desconocido, al menos para los padres de Sofía —agregó sir Walter—. Me figuro que fue embarazoso para ellos.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Pitt, manteniendo el semblante tan inexpresivo como pudo. Su propia hija, Jemima, estaba alcanzando deprisa la edad de casarse. No le gustaba pensar en ello.

—Oh, hace ya algún tiempo —respondió sir Walter, restándole importancia—. Me parece que son sus creencias religiosas las que han agravado el problema. No revestirían tanta importancia si se las guardara para sí misma, pero ha formado una especie de secta. Tiene acólitos, como ya he mencionado.

—¿Católica romana?

Pitt imaginó un culto a la Virgen María que quizá reavivara el recuerdo de antiguas persecuciones.

—Parece ser que no. —Sir Walter levantó un hombro con un gesto elegante—. Apenas importa. Tan solo ocúpese de que nadie la ataque mientras esté en Inglaterra. Cuanto antes se marche, mejor, pero sana y salva, por favor.

Pitt se puso firmes.

—Sí, señor.

—¿Sofía Delacruz? —dijo Charlotte con repentino interés. Ella y Pitt estaban sentados junto al fuego mortecino de la chimenea en la sala, con las cortinas de las cristaleras que daban al jardín descorridas. Casi toda la luz se había desvanecido en el fresco cielo primaveral y el frío se hacía sentir en el aire. Jemima, de dieciséis años, y Daniel, de trece, estaban arriba, en sus habitaciones. Jemima estaría soñando despierta o escribiendo a sus amigas. Daniel, abismado en las aventuras de su último ejemplar de Boy’s Own Paper.

Pitt se inclinó hacia delante y echó otro tronco al fuego. Daba menos calor que el carbón, pero le gustaba el olor de la leña de manzano.

—¿Has oído hablar de ella? —preguntó, sorprendido.

Charlotte sonrió con una pizca de timidez.

—Sí, un poco.

Pitt recordó que sir Walter había aludido a un escándalo de tiempo atrás; le constaba que Charlotte detestaba los chismorreos aun cuando eran el meollo de una investigación. Los escuchaba, pero con sentimiento de culpa y un atisbo de miedo. Había visto de primera mano a demasiadas víctimas del chismorreo que antes se deleitaban con él.

—¿Qué te han contado? —dijo Pitt muy serio—. Es posible que corra peligro. Tengo que informarme.

Charlotte no discutió, cosa que en sí misma indicaba otro tipo de interés. Pitt detectó preocupación en sus ojos cuando su esposa dejó de coser.

—¿Vas a protegerla? —preguntó con curiosidad.

—He asignado esa misión a Brundage —contestó Pitt.

Charlotte se quedó perpleja.

—¿No a Stoker?

—Stoker ya es veterano —señaló Pitt. No quería mostrarse cortante y sembrar discordia entre ellos. Aquella tranquila velada a solas con ella era lo mejor de su jornada. La paz que compartían era sumamente importante para él—. Tiene otras responsabilidades. Brundage es un buen agente.

—Me han dicho que las ideas de Sofía son bastante radicales —dijo Charlotte, mirándolo fijamente.

—¿Por ejemplo?

—No lo sé —admitió Charlotte, dejando la costura a un lado e inclinándose un poco hacia delante—. A lo mejor iré a escuchar lo que cuenta, cuando llegue. Sin duda tendrá más ímpetu que nuestro pastor.

Charlotte iba a misa casi todos los domingos porque acompañaba a sus hijos. Era la costumbre al uso para integrarse en la comunidad y ser aceptado. Además la iglesia era el mejor lugar para que Jemima y Daniel conocieran a otros jóvenes cuyas familias Charlotte conocía bastante bien.

Las más de las veces, los domingos Pitt descubría que lo aguardaban deberes urgentes en otros lugares.

Pitt respondió con un gesto de asentimiento pero en realidad era mucho más consciente del recuerdo que le había acudido a la mente. Su madre lo había llevado a la parroquia sita en el linde de la finca cada domingo de su infancia. Aún podía rememorar los haces de luz multicolor que bajaban inclinados desde las vidrieras emplomadas, oler la piedra y el ligero tufillo a polvo. Gente que arrastraba los pies, crujidos de corsés y el seco chasquido del papel al pasar la página. Rara vez había escuchado de veras los sermones. Algunas historias del Antiguo Testamento eran buenas, pero estaban aisladas, sin formar una historia coherente de Dios y el hombre. La Biblia se le antojaba más bien una serie de errores y correcciones, desastres bien merecidos seguidos de rescates heroicos. Buena parte de lo demás eran listas de nombres o profecías maravillosamente poéticas sobre la desolación por venir.

¿Había creído en algo de todo aquello? Y aun si lo había hecho, ¿realmente importaba? Si era sincero, sus ejemplares prestados de Boy’s Own habían estimulado mucho más su corazón con sus relatos de aventuras, de héroes que cualquier niño querría emular. De pronto sonrió con silencioso deleite; cuando veía a Daniel leyendo se identificaba con su hijo. La revista había cambiado de nombre, los relatos estaban ambientados en otros escenarios, pero el espíritu era el mismo.

Siendo así, ¿por qué eran tan nítidos aquellos viejos recuerdos de la iglesia? ¿Por la sensación de compañía que tenía su madre, la rara paz interior que sentía cuando estaba allí, como si por fin estuviera a salvo, amada y sin ningún temor? A la sazón Pitt había pensado que la fe de su madre era simple e inquebrantable. Si bien se alegraba por ella, pues sabía que la confortaba de sus temores de un modo que no estaba al alcance de él, nunca había deseado ser igual que ella. Era un tema del que jamás habían hablado, por decisión de ambas partes.

Ahora se preguntaba si tal vez no había sido ni mucho menos tan fácil para ella mantener la fe como él había supuesto, si le había dejado creerlo para quitarle un peso de encima. En aquel ámbito podía seguir siendo un niño. Su madre se lo había permitido, igual que había hecho con tantas otras cosas de las que Pitt no fue consciente en su momento. Su madre había fallecido sin haberle dicho siquiera que estaba enferma. Lo había mandado lejos para que no se enterase ni sufriera a su lado.

Charlotte lo estaba observando, expectante. ¿Acaso le había leído el pensamiento?

—¿De verdad quieres ir a escucharla? —dijo Pitt, rompiendo el silencio por fin.

—Sí —respondió Charlotte de inmediato—. Tal como te he dicho, tengo entendido que sus ideas son escandalosas, incluso blasfemas. Me encantaría saber en qué consisten.

Pitt se dio cuenta de lo poco que él y Charlotte habían hablado sobre sus creencias en lo relativo a la religión. Sin embargo, sabía todo lo demás acerca de ella. Sabía qué le dolía, qué la enojaba, qué la hacía reír o llorar, quién le gustaba y qué pensaba de esas personas, así como lo que pensaba acerca de sí misma. A menudo descifraba sus sentimientos por la expresión de su rostro. Otras veces lo hacía fijándose en otros detalles: un silencio repentino, una amabilidad inexplicable, el olvido de un rencor al que otra persona podría haberse aferrado, y, a través de estos pequeños actos, Pitt sabía que Charlotte había comprendido un defecto o un sufrimiento.

—¿Realmente te importa? —preguntó Pitt—. Que sea blasfema, quiero decir.

Charlotte lo miró sorprendida. Primero Pitt pensó que se debía a su pregunta. Luego cayó en la cuenta de que su sorpresa obedecía a que no tenía una respuesta clara.

—No tengo ni idea —confesó Charlotte—. Tal vez por eso quiero ir. Ni siquiera estoy segura de saber qué es una blasfemia. Entiendo que maldecir o profanar un santuario lo sean. ¿Pero qué hace que una idea sea blasfema?

—El origen de las especies de Darwin —contestó Pitt en el acto—. La sugerencia de que evolucionamos desde seres inferiores para convertirnos en seres superiores. Eso amenaza por completo el concepto que tenemos de nosotros mismos.

Sonrió con fingido remordimiento.

—Bien, si ha venido a hablar de eso, llega un poco tarde para suscitar controversia —dijo Charlotte secamente—. ¡Llevamos treinta años discutiendo por lo mismo! Ya no es un tema interesante.

—¿Finalmente no vas a venir, pues?

Intentó mantenerse serio, como si no le estuviera tomando el pelo adrede.

—¡Claro que iré! —contestó Charlotte al instante, y entonces reparó en lo que estaba haciendo Pitt y sonrió—. Nunca he visto a una blasfema. ¿Crees que habrá disturbios?

Pitt no le dio la satisfacción de contestar.

La conferencia de Sofía Delacruz iba a celebrarse en un gran auditorio sito en una plaza. Pitt fue a media tarde para comprobar que se hubiesen tomado las precauciones pertinentes para evitar que una eventual protesta deviniera violenta. También quería hablar con Brundage y conocer su opinión acerca de Sofía y, quizás incluso más importante, acerca de sus seguidores.

Hacía un día típico de abril, soleado pero con chaparrones dispersos. Las hojas nuevas relucían pálidas en las ramas y había franjas de narcisos amarillos en el césped de la plaza.

Pitt pasó junto a ellos, deleitándose un momento en contemplarlos, y luego subió la ancha escalinata hasta las puertas del auditorio donde iba a celebrarse la conferencia. Se fijó en que ya había varios agentes de la policía local en las inmediaciones, aunque todavía faltaba una hora para que el acto empezara. Preguntó por Brundage y le indicaron cómo llegar a uno de los camerinos, que estaban justo detrás del escenario. Era un cuarto desnudo salvo por un par de sillas, un espejo y unos cuantos ganchos en la pared.

Brundage era un joven corpulento, casi de la estatura de Pitt pero más fornido. El pelo castaño le caía sobre la frente y se lo apartó con un gesto automático al enderezarse tras haber recogido unos cuantos folletos que anunciaban el acontecimiento. Sus rasgos eran inusuales, marcados pero en absoluto toscos.

—Señor —dijo educadamente al reconocer a Pitt.

—Buenas tardes, Brundage —respondió Pitt. Echó un vistazo a la habitación, fijándose en las ventanas y en la segunda puerta—. Dígame qué ha encontrado hasta ahora.

Brundage puso los ojos en blanco un instante.

—Ojalá pudiera decir que ha sido lo que me esperaba, señor. El auditorio es bastante seguro y la policía local ha desplegado efectivos para controlar a una gran multitud. Seguramente acudirán más curiosos que tipos con ganas de bronca, pero basta con unos pocos para que las cosas se pongan feas.

—¿Qué es lo que no se esperaba encontrar? —preguntó Pitt, un tanto escéptico.

Brundage se encogió de hombros.

—Alguien a quien no puedo descartar como loco ino­fensivo, supongo —contestó con cierto grado de menosprecio por sí mismo—. Creía que los seguidores de esta mujer serían la consabida colección de idealistas, iluminados y parásitos. Y por supuesto también están quienes desean ocupar su lugar. En eso no me equivoco. Aunque son más vehementes de lo que esperaba.

—¿Una amenaza para ella? —preguntó Pitt enseguida.

—Espero que no. —Miró a Pitt a los ojos—. Pero no es imposible.

—¿Quiénes son? Deme nombres. ¿Conocemos a alguno de ellos?

—Están constantemente con ella. No hacen otra cosa. Han entregado su vida a la causa. El más importante, por lo menos a su propio juicio, es Melville Smith —comenzó Brundage—. Es el único de nacionalidad inglesa. Cincuenta y tantos. Ambicioso, aunque lo niega. Parece leal, pero creo que lo es más a las ideas que a ella. Ramón Aguilar, por otra arte, es unos quince años más joven que Smith, y es leal a Sofía por encima de todo lo demás. Es español, de voz suave, afable. —Brundage sonrió—. Tararea mientras va por ahí. Las tres mujeres que vinieron con ella son más difíciles de descifrar. Cloe Robles es menuda y bonita, de unos veinticinco; madre inglesa y padre español. Intuyo que hay alguna tragedia en su pasado...

Dejó la frase inacabada puesto que no sabía qué añadir.

Pitt se formó en el acto la opinión de que a Brundage le gustaba.

—Elfrida Fonseca es reservada, vigilante —prosiguió Brundage—. Más rolliza, pero agradable a su manera. Femenina, no sé si me explico. Y tiene una piel preciosa, inmaculada.

Pitt asintió.

—¿Sabe algo acerca de ella?

—Parece muy devota y es bastante retraída —contestó Brundage, negando con la cabeza—. No consigo que me cuente nada. Pero se muerde las uñas. Algo la preocupa.

—Prosiga —le dijo Pitt.

—Henrietta Navarro es mayor. Me parece que estaba en una orden religiosa antes de unirse a Sofía. Se niega a hablar de ello, y no puedo presionarla sin provocar su enojo. Lo intenté y la propia Sofía me dijo a las claras que no la molestara con ese tema.

Pitt percibió una nota nueva en la voz de Brundage, algo que nunca había oído en el año y medio que llevaba tratándolo. Revelaba cierto sobrecogimiento.

—¿Y qué me dice de Sofía? —preguntó Pitt.

Brundage titubeó.

Pitt aguardó. La sinceridad era más importante que la rapidez.

—No lo sé —dijo Brundage finalmente—. Puedo hablarle de los demás. No son muy diferentes de muchos que he conocido. —Miró a Pitt muy serio—. Pero ella lo es. Ni siquiera puedo decirle si creo que las amenazas contra ella son reales. Tampoco sé decirle si ella piensa que lo son, o si cree que una especie de ángel custodio va a protegerla y que, por tanto, poco importan.

Pitt lo miró de hito en hito.

—¿Puede decirme algo útil? —preguntó, haciendo un esfuerzo por mostrarse cortés. Lo más probable era que a Brundage le desagradara tanto como a él aquella misión. Había otros casos más reales e importantes en los que trabajar, concretamente el de sabotaje industrial que había comentado a sir Walter, que estaba agravándose día tras día.

Brundage se removió.

—Ramón Aguilar es leal. Si va a producirse un ataque desde dentro, será obra de Melville Smith.

Se oían voces quedas y pasos que iban y venían por el pasillo.

—¿Relación entre los seguidores? —preguntó Pitt.

Brundage frunció los labios.

—Considerable antipatía entre los dos hombres. Ellos creen que la disimulan, pero es evidente. Las dos mujeres de más edad se muestran distantes entre sí, pero con educación. A juzgar por su actitud, Henrietta Navarro parece más próxima a Smith. Y hay otra mujer que barre y limpia en el patio de Angel Court, donde se alojan todos. Según parece es nueva, acaba de unirse a ellos y no habla con nadie.

—Pues veamos si Sofía Delacruz quiere hablar conmigo ahora —respondió Pitt—. Me figuro que se estará preparando para dar su sermón o lo que sea.

Brundage pareció aliviarse. Se irguió y salió por la puerta sin más comentarios.

Menos de cinco minutos después la puerta se abrió de nuevo. Pitt dio media vuelta seguro de que vería a Brundage de regreso con el mensaje de que Delacruz estaba demasiado ocupada para atenderlo, porque estaba rezando o estudiando, o lo que fuese que hiciera para prepararse. En cambio vio a una mujer esbelta más alta que la media. El pelo moreno recogido hacia atrás desvelaba el rostro más excepcional que recordara haber visto jamás. Su primera impresión fue que no era guapa. Era demasiado impactante, sus ojos azul pizarra estaban demasiado hundidos. Luego, cuando se acercó a él, se dio cuenta de que en realidad era muy guapa, de un modo que era al mismo tiempo salvaje y tierno. Irradiaba una ardiente inteligencia, y en su expresión se adivinaba algo que bien podría ser diversión.

—Soy Sofía Delacruz —dijo a media voz—. Tengo entendido que usted es el comandante Pitt de la Special Branch.

Pitt inclinó la cabeza.

—Sí, señora. Confío en que podamos contribuir a evitarle cualquier situación desagradable.

Para su sorpresa, Sofía se echó a reír con absoluta espontaneidad.

—Espero que no sea el caso. Significaría que soy tan anodina que nadie tiene nada que objetar. Para eso no habría sido preciso que hubiese venido.

Pitt se quedó confundido. Sofía Delacruz distaba mucho de ser la mujer entregada a su religión que había imaginado y a la que algunos consideraban una santa. Se dio cuenta de que había contado con encontrar una serenidad, una pureza ajena al mundo, de hecho ajena a la rea­lidad. Pero Sofía parecía ser una persona muy presente, muy terrenal.

—¿Ha venido con la intención de inquietar a la gente? —preguntó Pitt, procurando no dejar traslucir su sorpresa y una pizca de exasperación. Aquella mujer tal vez no fuese más que una alborotadora que disfrutaba llamando la atención y escandalizando. Pitt no veía nada sagrado en semejante actitud, más bien lo contrario. Era digna de desprecio.

Sofía caminaba delante de él. Mantenía la cabeza alta, orgullosa. La luz cenital acentuaba los pómulos y las finas arrugas que le rodeaban los ojos y la boca. Luego entró en una zona de penumbra. Se movía con una gracia extraordinaria.

—¿Qué espera que le diga? —preguntó a Pitt—. ¿Piensa que he venido para decirle a la gente que no hay nada que hacer, que no hay de qué preocuparse? ¿Que todo el mundo es perfecto, que sigan siendo como son? ¿Dios os ama y os dará todo lo que deseéis, de modo que no es preciso que hagáis nada en absoluto? —Encogió apenas los hombros, haciendo un gesto casi imperceptible—. A los satisfechos de sí mismos no es preciso que les cuente eso. Los que estén libres de pecado, y quienes saben en el fondo de su corazón que existe una gloria que pueden alcanzar, se marcharán de vacío, preguntándose por qué me he molestado en venir. ¿Es esto lo que esperaba de mí? Pecaría de mentirosa y de perpetuar el aburrimiento, pero nadie mata por tales cosas, siempre y cuando las mentiras no incomoden más de la cuenta.

Pitt respiró profundamente. Se recordó a sí mismo que, por más que le costara mantener la paciencia y actuar con tacto, sir Walter había dejado muy claro que cualquier ataque contra aquella mujer en suelo británico sería más que embarazoso; podría ser la chispa que inflamara un incidente internacional capaz de dar pie a una guerra.

—¿Y qué se propone decirles? —preguntó con tanta gentileza como pudo—. ¿Qué es lo que hace que alguien quiera hacerle daño?

—La verdad es que no sé por qué alguien querría hacerme daño —contestó Sofía con mucha labia—, pero me consta que he recibido varias amenazas de muerte. Y creo que ha habido otras que Ramón me ha ocultado.

—¿Solo Ramón? ¿No Melville Smith? —preguntó Pitt de inmediato.

Los ojos de Sofía volvieron a sonreír, más divertidos que cordiales.

—No. Las que me constan me las entregó Melville. No me protege a mí, sino la fe que nos une.

No hubo expresión alguna en su rostro ni en su voz. Estaba dejando que Pitt sacara sus propias conclusiones.

—¿Confía en él? —inquirió Pitt.

Sofía se quedó perpleja, aunque su mirada solo lo reflejó un instante.

—Es usted muy directo —respondió.

Esta vez el divertido fue Pitt.

—¿Eso la molesta? Me temo que no tengo tiempo ni predisposición para ser más diplomático. ¿Confía en el señor Smith?

—Confío en que haga lo que él considere que es mejor para el bien de la doctrina. —Miraba a Pitt de hito en hito mientras hablaba—. No doy por sentado que eso siempre vaya a coincidir con mi opinión. Pero antes de que me lo pregunte, no, no creo que Melville quiera hacerme daño.

—En su opinión, ¿desea suscitar controversia? —prosiguió Pitt.

De pronto hubo reconocimiento en su rostro. Sus sentimientos era tan raudos y visibles como un juego de luces y sombras en el agua.

—Muy buena pregunta, comandante. No estoy segura de poder contestar fácilmente.

—¿Escucha sus consejos?

—Por supuesto. Pero no siempre le hago caso.

Pitt se imaginó sus enfrentamientos. Melville Smith probablemente sería un tipo arrogante, insistente, tal vez temeroso de ella, sin duda exasperado. Ella se mostraría feroz, segura de sí misma, haciendo patente que solo lo escuchaba por mera cortesía. Haría exactamente lo que le viniese en gana.

—¿Qué va a decirle al público? —preguntó Pitt, retomando su pregunta anterior. Cada vez sentía más curiosidad por saber en qué creía aquella mujer tan poco común, qué era lo que tanto le importaba para tener que contárselo a desconocidos aunque pudiera costarle la vida. ¿Era una histérica, una víctima de sus propios delirios? Desde luego no sería la primera. La historia estaba llena de mujeres que tenían visiones y creían sinceramente que eran obra de Dios. A Juana de Arco la quemaron viva en la hoguera por negarse a renegar de sus «ángeles».

Pero aquella mujer que tenía delante, con un sencillo vestido azul, no parecía en lo más mínimo que padeciera algún trastorno emocional. En realidad, daba la impresión de tener más sangre fría que el propio Pitt.

Sofía sonrió, y por un instante Pitt vio incertidumbre en sus ojos. No fue como si dudara de sí misma sino tal vez de Pitt.

—Voy a decirles que son hijos de Dios —dijo con compostura, mirándolo a la cara—. Como todo ser humano en la faz de la tierra. Que no existe otra clase de persona.

—¿Y esto por qué debería molestarlos? —dijo Pitt, preguntándose en el acto si era una pregunta estúpida o si era exactamente lo que ella había querido que dijera.

—Porque a los niños se les exige que crezcan —contestó sin vacilar—. Si somos los hijos de Dios en vez de simples criaturas creadas por sus manos, quizá con el tiempo lleguemos a ser como Él. No en esta vida, pero este es el momento de empezar, de tomar la decisión de que este será nuestro camino. Y crecer puede ser doloroso. Hay lecciones que aprender, errores que enmendar, algunas equivocaciones que pagar. Pregunte a cualquier niño si le parece fácil convertirse en alguien como su padre, sobre todo si su padre es un gran hombre.

Esbozó una sonrisa, como burlándose de sí misma.

—Pero lo que más molesta a algunas personas, lo que de hecho constituye la «blasfemia» que no pueden tolerar, es que, si un día podemos llegar a ser como Dios, es lógico deducir que es posible que Él, en un pasado remoto, haya sido como nosotros somos ahora. Motivo por el que, naturalmente, nos comprende por completo; cada temor, cada error y cada necesidad. Y quizá todavía más aterrador para algunos, Él sabe que podemos hacerlo, que podemos llegar a ser como Él si estamos dispuestos a intentarlo con el empeño suficiente, a pagar lo que cueste en esfuerzo y paciencia, humildad y valentía, sin rendirnos jamás.

»Casi todos deseamos algo infinitamente más fácil, mucho menos ambicioso y más seguro. Ese es el plan que nos tiene reservado el diablo, que nos quedemos atrofiados, que seamos menos de lo que podríamos haber sido.

—¿Está diciendo que los hombres y Dios son lo mismo? —preguntó Pitt con incredulidad.

—Solo en el sentido en que una oruga y una mariposa lo son —contestó Sofía—. No hay seguridad alguna, nada que adquirir excepto si es mediante el crecimiento del alma. Y esto da miedo a mucha gente. Cambia las reglas que creíamos conocer. No hay jerarquía que valga, salvo la de la capacidad de amar con todo el corazón. La obediencia no basta, solo es un comienzo. Es muy pequeña, comparada con el conocimiento.

—¿Está asustada? —preguntó Pitt tras una prolongada pausa.

—Sí —contestó Sofía en voz muy baja—. Pero lo único que podría asustarme más sería negar lo que me consta que es verdad. Entonces no me quedaría nada en absoluto.

—Nos ocuparemos de que no le ocurra nada malo —prometió Pitt. Pero mientras se despedía y daba media vuelta, ya tenía claro que no había nada que temer. Las ideas de Sofía quizá fueran ofensivas, sobre todo si uno se las tomaba en serio, pero no más que las de cualquier activista que deseara reformas económicas, salarios más altos, derecho a voto para las mujeres. Aunque lo que predicara fuese una blasfemia, dudaba que fuese suficiente para inducir a cometer un acto violento.

La conferencia estuvo mucho más concurrida de lo que Pitt había previsto. Había corrido el rumor de que Sofía Delacruz era polémica y muchas personas habían acudido por mera curiosidad. En su inmensa mayoría eran mujeres.

Pitt consultó con Brundage las medidas de seguridad, y también con la policía regular que vigilaba a la muchedumbre, buscando a c

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos