Un gángster en Berlín (Detective Gereon Rath 3)

Volker Kutscher

Fragmento

GangsterBerlin.html

1

Olía a madera, cola y barniz fresco. Estaba a solas con la oscuridad y el silencio. Solo oía su respiración y el tictac del reloj que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Aunque parecía que el hombre se había ido, decidió aguardar un poco más y se estiró para que la sangre corriera por los brazos y las piernas. Al menos no había perchas colgando de la barra. Por la rendija de la puerta se colaba un poco de luz y sacó el reloj. Algo más de las nueve; en realidad el vigilante nocturno no tardaría en terminar la ronda de arriba también, en el sexto piso.

El ruido rechinante del ascensor, que resonó tanto en la oscuridad que la hizo estremecer, la sacó de dudas. Misión cumplida. Bajaba de vuelta y en las siguientes horas únicamente se ocuparía de las persianas metálicas que había delante de las puertas y los escaparates, y de que todo estuviese bien cerrado y nadie intentase entrar a robar.

Alex abrió el armario con sigilo y se asomó por la ranura que se iba ensanchando. La prudencia es la madre de todas las ciencias, solía decir Benny. Fuera, los anuncios luminosos de Tauentzienstrasse arrojaban tanta luz de colores a través de la ventana que ni siquiera tuvo que encender la linterna; lo distinguía todo: el lujoso dormitorio que habían instalado, una cama tan ancha que toda una familia podría haber dormido ahí y una alfombra tan mullida que los pies se hundían en ella. Cuando pensaba en la áspera alfombrilla de coco que había delante de la cama que se veía obligada a compartir con Karl, cuando todavía vivía en casa de sus padres, con cuatro personas en demasiado pocos metros cuadrados con demasiada poca luz... ¡Qué habría sido de Karl! Ni siquiera sabía si la poli lo había estado buscando tras la muerte de Beckmann. No añoraba en absoluto a su familia, pero a su hermano pequeño, a él sí le habría gustado volver a verlo.

Alex dio media vuelta, sus ojos habían captado un movimiento, al borde de su campo visual, y de pronto reconoció el gran espejo del tocador y en su superficie a una muchacha de dieciocho años con mirada provocadora, las piernas enfundadas en unos pantalones holgados y el cabello recogido bajo una gorra de tela toscamente tejida.

Dirigió una sonrisa maliciosa a su imagen en el espejo. Por el extremo del tablero contrachapado, forrado con un elegante papel que simulaba la pared del dormitorio, Alex se asomó una vez más. Algo en realidad inútil, el vigilante nocturno haría la siguiente ronda por las distintas salas de venta por la mañana temprano, hacia el final de su turno, algo que sabían por Kalli. Ahí no había ni un alma. En las siguientes horas, todo eso les pertenecía a ella y Benny. Le gustaba esa sensación.

Alex se orientó sin problemas; la inquieta luz del exterior, que relampagueaba sin parar en distintos colores, le bastaba totalmente. Antes, cuando todavía estaba todo iluminado y lleno de gente, había grabado en su mente lo más importante. Detrás se hallaban las puertas que daban a la escalera sur y allí a la izquierda, pasando por la pared que formaban los modelos de cortinas, se llegaba a la escalera mecánica.

Todo estaba en silencio, el ruido del tráfico le llegaba sofocado y tenue, un susurro ahogado de otro mundo que nada tenía que ver con el panorama encantado de ahí dentro. Se internó en la desierta sección de cortinas; también le pareció un castillo de cuento en el que largos cortinajes caían desde el techo hasta el suelo, de terciopelo, tul y seda. Siendo niña ya había estado allí, de pie y atónita de la mano de su madre que, como la pequeña Alexandra pronto advertiría, nunca iba a comprar, sino solo a mirar, admirar y soñar. «Mira bien esto —le había dicho a Alex—, los pobres proletarios como nosotros nunca podremos permitírnoslo. Pero nadie podrá prohibirnos que lo contemplemos.»

El dinero nunca había alcanzado para comprar en la rica zona Oeste, ni siquiera en los mejores tiempos, cuando el padre todavía trabajaba y la madre limpiaba casas. Ya eran pocas las veces que habían salido de su Boxhagener Kiez, ¿y cuántas al Oeste? La Ku’damm, el KaDeWe y la Tauentzien solo representaban para su padre la imagen pecaminosa de un capitalismo derrochador, el Oeste era un lugar de perdición que evitaba como el demonio huye del agua bendita. De no haber sido por la insistencia de la madre, el obstinado anciano no se habría dejado convencer para realizar las escasas visitas al zoo durante el verano. Pero hasta el mismo Emil Reinhold reconocía que no convenía ocultar a los hijos de los proletarios las maravillas de la naturaleza. Alex nunca se había interesado por las criaturas maltratadas detrás de las rejas, frente a los osos polares ya estaba pensando en el camino de vuelta, pues toda la familia Reinhold recorría habitualmente a pie Tauentzienstrasse antes de meterse en el metro de Wittenbergplatz y volver a la zona Este. En cuanto aparecían las primeras lunas de los comercios, empezaba Emil Reinhhold su reiterativo sermón sobre las aberraciones del capitalismo, mientras que Alex y su madre ya llevaban tiempo con la mirada y el pensamiento puestos en los escaparates. Los del KaDeWe ya ejercían por aquel entonces una mágica fascinación sobre Alex. También en los ojos de la madre se veía brillar de nuevo los sueños tiempo atrás desvanecidos, el sueño de una vida mejor, por ejemplo, de una vida que sin duda alguna la dictadura del proletariado no podía ofrecerle. El padre nunca se había percatado de ello. O no había querido percatarse. Había seguido sermoneando y sus hijos varones lo habían escuchado con atención, sobre todo Karl, quien siempre se lo tomaba todo tan en serio. Karl, el príncipe de los proletarios, el comunista íntegro. ¿Y ahora? Ahora tenía que ocultarse de los polis igual que su hermana pequeña, la ladrona.

Alex ya casi había llegado a la escalera mecánica, cuando un ruido la devolvió al presente, un chasquido fuerte, mucho más cercano y directo que el murmullo amortiguado del tráfico. Se agachó a toda prisa detrás de dos enormes balas de tela y escuchó: algo golpeaba el cristal, algo batía y arañaba una de las ventanas. Intentó identificar los sonidos. Un aleteo y un arrullo. Cuando se atrevió a salir de su escondite, reconoció detrás del vidrio iluminado por el neón de colores las siluetas de dos palomas que se habían instalado fuera, en la repisa de la ventana.

¡Qué boba! Alex respiró profundamente para calmar los agitados latidos de su corazón. ¡Un momento antes el espejo, y ahora esto! ¡Benny se habría partido de risa si la hubiese visto así! ¿Desde cuándo era tan asustadiza? ¿Desde que había descubierto que su jodida vida le importaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer?

Con un ruidoso batir de alas, las palomas se internaron de nuevo en la noche y Alex reemprendió la marcha. Con cada paso que daba se sentía más segura, el intenso nerviosismo que había ido acumulando durante las horas de espera en el armario ropero se iba derritiendo hasta formar un núcleo pequeño y despierto en las profundidades de su interior, mientras disfrutaba deambulando por los grandes almacenes silenciosos y nocturnos. Parecía como si todo hubiese permanecido cien años dormido y ella fuese el único ser despierto

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