Muertes poco naturales (Adam Dalgliesh 3)

P.D. James

Fragmento

 

Título original: Unnatural Causes

Traducción: Margarita Cavándoli

1.ª edición: septiembre 2012

 

© P. D. James, 1967

© Ediciones B, S. A., 2012

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.22776-2012

ISBN DIGITAL:  978-84-9019-219-1

 

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

 

Contenido

Portadilla

Créditos

 

LIBRO UNO. SUFFOLK

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

LIBRO DOS. LONDRES

1

2

3

4

LIBRO TRES. SUFFOLK

1

2

3

4

5

 

LIBRO UNO

SUFFOLK

 
 

1

 

El cadáver sin manos yacía en el fondo de un pequeño bote de vela que iba a la deriva y apenas se divisaba desde la costa de Suffolk. Era el cuerpo de un hombre de mediana edad, un cadáver pequeño y atildado; su mortaja, un traje de rayas oscuras que en la muerte se adaptaba a su delgado cuerpo tan elegantemente como en vida. Los zapatos hechos a mano brillaban aún, salvo en las punteras algo desgastadas, y la corbata de seda seguía anudada bajo la prominente nuez. El desventurado viajero se había vestido con ortodoxa pulcritud para pasear por la ciudad, no para ese mar solitario ni para su muerte.

Corrían las primeras horas de una tarde de mediados de octubre y los ojos vidriosos estaban vueltos hacia un cielo de un azul sorprendente, a través del cual la ligera brisa del sudoeste arrastraba unos pocos jirones de nubes. El casco de madera, sin palo ni toletes, se balanceaba suavemente sobre las olas del mar del Norte, moviendo la cabeza que rodaba como en un inquieto sueño. Había sido un rostro corriente incluso en vida, y la muerte no le había proporcionado más que una penosa vacuidad. El cabello rubio crecía ralo a partir de una frente alta y desigual; la nariz era tan delgada que la blanca cordillera de hueso parecía a punto de atravesar la piel; la boca, pequeña y de labios delgados, se había abierto y permitía ver dos piezas dentales sobresalientes que conferían al rostro el aspecto altanero de una liebre muerta.

Las piernas, aún dominadas por la rigidez, estaban encajadas a uno y otro lado de la caja de la orza de deriva, y habían depositado los antebrazos sobre la bancada. Le habían cortado las manos a la altura de las muñecas. Apenas había perdido sangre. Un hilillo de sangre había tejido una red negra entre el vello rubio y rígido de cada antebrazo, y la bancada estaba manchada como si la hubiesen usado a modo de tajo. Eso era todo: el resto del cadáver y las tablas del bote de vela no estaban manchados de sangre.

Habían seccionado limpiamente la mano derecha, y el extremo curvo del radio destacaba por su blancura; con la izquierda habían hecho una auténtica chapuza y las irregulares astillas de hueso, afiladas como agujas, sobresalían en medio de la carne retraída. Habían subido las mangas de la chaqueta y los puños de la camisa para practicar la carnicería, y los gemelos de oro con iniciales colgaban centelleando a medida que giraban lentamente bajo el sol otoñal.

Con la pintura desteñida y desconchada, el bote de vela se movía como un juguete abandonado en un mar casi vacío. En el horizonte, el perfil de un barco de cabotaje se dirigía hacia Yarmouth Lanes; no se veía nada más. Alrededor de las dos, un punto negro sobrevoló el cielo en dirección a la tierra, desplegando su cola en bandera, y el aire se rasgó con el chillido de los motores. El rugido amainó y de nuevo se oyó tan sólo el chapoteo del agua contra el bote y el grito ocasional de una gaviota.

De pronto se sacudió violentamente el bote de vela, recuperó el equilibrio y giró poco a poco. Como si percibiera el potente impulso de la corriente que lo empujaba hacia la playa, empezó a moverse con más decisión. Una gaviota de cabeza negra, que se había posado suavemente en la proa y permanecía rígida como un mascarón, emprendió el vuelo soltando frenéticos chillidos y trazando círculos encima del cadáver. Lenta pero inexorablemente, mientras el agua bailaba en la proa, el pequeño bote acarreaba su tétrica carga hacia la orilla.

 

2

 

Poco ante

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