La ternura (Colección BlackBirds)

Roy Galán

Fragmento

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La primera vez que veo al pingüino es en la ciudad. He ido a cortarme el pelo, no porque en el pueblo no haya peluquerías (de hecho, en el último año han abierto tantas que puedo decir que tocamos a un peluquero e incluso a dos, o tres, o cuatro, o siete, u once mil por persona), he ido porque me gusta mucho el trayecto de cuarenta y cinco minutos en tren que tengo hasta allí. Siempre lo hago sola, a no ser que me acompañe mi mejor amiga, C. Y siempre voy con bastante margen como para quedarme muy bien con todos los detalles: el color amarillento de los dientes del hombre que sonríe a todo el mundo al subir al vagón, las bolitas de los jerséis, los árboles que me hacen una ola verde infinita detrás de las ventanas, los cordones mal atados del niño con legañas, el traqueteo que se te mete tan adentro...

Creeréis que soy tonta, pero si cierro muy fuerte los ojos, parece que todo lo demás está quieto y la que se mueve soy yo.

Al salir de la peluquería estoy supereufórica, a nivel «primer baño de verano», y allí, a la vuelta de la esquina, donde antes había un quiosco propiedad de un señor inmenso al que los niños bautizamos como el «Ogro del quiosco», y que al parecer murió de manera fulminante en su interior (y nadie lo supo hasta pasadas dos largas semanas), está el pingüino mirándome. Y si no fuera porque es de cristal, realmente podría jurar que me está picando un ojo. Tiene los colores exactos que deben tener los pingüinos de bohemia y los rayos del sol que atraviesan el escaparate muestran que es hueco y colorido, y por eso pienso que igual aquello puede servir como regalo, que igual aquello le puede gustar muchísimo, que igual aquello puede arreglar mi cagada máxima y universal.

Los rayos del sol también iluminan el precio y cuesta un verdadero pastizal. Fuck.

Hago un cálculo por encima porque yo soy más de letras (y la verdad es que las cuentas de cabeza se me dan fatal) y compruebo que el pingüino me sale como por unas treinta pagas. Así que me enfrento a treinta semanas, más de dos años según otro cálculo de cabeza, sin hacer absolutamente nada, de clase a casa y de casa a clase…, en un ciclo sin fin que lo envuelve todo. Pero eso no va a pasar, el encierro tiene que ser mi último recurso, porque me conozco, y cuando me siento atrapada me pongo de muy mala leche. Y no, no queréis verme así porque yo tampoco me quiero ver así.

De nuevo.

Me alejo del escaparate en dirección al parque para poder sentarme en algún lado y empezar a trazar un plan que me ayude a conseguir el dinero. Tal vez en la pastelería del pueblo… Allí está R., un compañero de clase que tripite y que no es que tenga muchas luces (que no lo digo yo, se lo oigo decir a una de las profesoras en la sala de juntas después de afirmar que yo soy una chica conflictiva). Pero cuando vas a comprar una tarta, o el pan, o unos refrescos, notas que él se mueve como sabiendo lo que hace, como alguien que ha nacido para ello. Casi como si su destino estuviera escrito en azúcar glas, y una vez que lo encontró ya todo, absolutamente todo, cobró sentido. Qué envidia. Estará allí nada más que tres o cuatro fines de semana, y luego lo echarán, pero oye, qué alegría me da verle.

Saco el móvil y le escribo un mensaje privado por Facebook para preguntarle cómo consiguió el trabajo en la pastelería, y justo después me doy de bruces con las dichosas actualizaciones.

B. O. se siente entusiasmada (y besada) con H. A. en la playa.

¡Delicioso mi batido verde!

A. S. con L. F. (poniendo morritos y con unas orejas de conejo color fucsia) en un concierto de reguetón.

Mi abuela es la mejor abuela del mundo. ¡Felices 99 años, abu!

Un vídeo de un gato asustándose de un pepino.

Voy a resurgir de mis cenizas como el ave fénix.

Siempre que entro en Facebook me siento igual. A medida que voy deslizándome hacia abajo va invadiéndome mucha envidia, pero creo que es algo que se parece más a la tristeza. Es agradable lo que me muestra, aunque en el fondo sé que no es verdad. Sé que B. O. está fatal con H. A. Que ese batido sabe a rayos. Que a L. F. los padres la recogen antes de que empiece el concierto. Que esa abuela no tiene posibilidad de ver la felicitación. Que los gatos no se asustan con los pepinos. Y que no se resurge de ninguna ceniza.

Pero nadie dice nada de eso, y yo tampoco. Y es una especie de pellizco que se te queda en algún lado, como cuando vas a saludar a alguien y ese alguien no te ve y se te queda el saludo ahí muerto. Le doy «me gusta» a la foto de A. S., porque la conozco desde la guardería aunque no hablamos, y le pongo un emoticono muy sonriente con varios corazones y exclamaciones. No sin antes mirar hacia ambos lados del parque por si viene alguien que sabe quién soy y ve que mi cara no sonríe, que tiene una mueca de asco, que estoy siendo muy falsa.

Dice R. que en la pastelería ya hay otro R. Pues nada. Fuck.

El móvil empieza a vibrar en mis manos con una llamada que, evidentemente, no cojo. Nunca contesto al teléfono a la primera de cambio por varios motivos. El principal es que no piensen que soy una enganchada de la vida y que tengo todo el santo día el móvil en la mano, cosa que es bastante cierta pero que no me da la gana que sepa nadie. El otro motivo importante es porque el noventa y nueve coma nueve por ciento de las veces es ella, y al no responder me manda mensajes.

—¿Dónde coño estás, borron.psd?

Esta es mi madre. Probablemente debería hablar maravillas de ella porque sé que esto lo leerá y seguro que me busco un problemón al contar lo que cuento, pero si de verdad quiero hacerlo bien por una vez, no puedo distorsionar la realidad.

Mamá, sáltate esta parte, porque ahora hablo mogollón de ti.

Puedes ver que mi madre dice tacos. Lo hace continuamente, y yo también. Lo que pasa es que ella me regaña a mí y yo no tengo a quien regañar, porque si la regaño a ella se enfada aún más, y yo ya paso de movidas. También puedes ver que tacho mi nombre. Esto es porque ella no me llama Gata. Ella usa el nombre que eligió para mí al nacer sin pedirme permiso para hacerlo. Da igual las veces que le pida por favor que no quiero que me llame así. Ella erre que erre pronunciando el mismo nombre que a veces me ponen unos desconocidos en un papel al lado de una mala calificación en un examen. Dice ese nombre después de hacer una pausa mínima, después de cualquier frase, y me lleva al pasado, dice ese nombre y tengo pañales de nuevo, dice ese nombre y me hace una foto con dos coletas, dice ese nombre y soy su niña por siempre jamás.

Y no.

Digamos que mi madre es un poco pobre diabla, por no decir pobre mujer. Trabaja como editora en la mayor editorial del mundo: Penguin Random House. Y es por eso mismo por lo que surge la coña de los pingüinos. Cuando la contrataron, el primer regalo que recibió de una amiga fueron unas zapatillas de estar por casa con forma de pingüino, y otra le mandó una postal, y alguien más un peluche. Eso era divertido hasta que dejó de serlo. Porque a mi madre le e

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