Shiny Broken Pieces (Brillantes, rebeldes y peligrosas)

Dhonielle Clayton
Sona Charaipotra

Fragmento

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Cassie

A veces deseas tanto algo que estás dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirlo. Tu mente extiende ese sueño ante ti como masilla y lo dobla en formas perfectas. Tu alma susurra, ansiosa: «No tienes que hacer nada más». Tu corazón bombea sangre, adrenalina y esperanza. Cada giro, cada salto y cada papel en el escenario te acerca un paso más y te recuerda que el ballet y los latidos de tu corazón son lo mismo. Las zapatillas de punta dura elevan tu cuerpo por encima de los demás y te convierten en ingrávida y etérea.

Porque así deben ser las bailarinas. Así quiero ser. Tengo que serlo. Haré cualquier cosa por conseguirlo. Lo que sea.

Dos pastillas lisas y alargadas me miran fijamente como si fueran ojos. Llenas de promesas. Están metidas en un frasco de vitaminas, como zapatillas de punta en una caja, rogando que las utilicen. La capa exterior brilla a la luz de los fluorescentes de la cafetería. Paso el dedo por su superficie, me chupo las yemas y siento su ácido amargor. «Toma una solo para ver si funcionan.»

Las demás chicas pasan, inquietas. Como estamos a mediados de noviembre, hablan de cosas como las vacaciones de Acción de Gracias, la última película que han visto y el chico que creen que sería el mejor Príncipe Cascanueces. Temas normales y rutinarios, pero desde que volví de Londres todo me parece muy extraño. Aquí los cuerpos son más pequeños, más ligeros y algo más delicados que el mío. No puedo mezclarme con ellos como lo hacía allí. Me odian por eso. Al menos es lo que siento.

—¿Son tu secreto? ¿Por eso eres tan buena?

Bette se sienta a mi lado. Está tan cerca que me llega el olor de la laca que usa. Tenemos el mismo tono de rubio. O lo teníamos. Ahora tengo el pelo morado porque alguien echó tinte en mi acondicionador.

—No, solo son vitaminas.

Recorro la cafetería con la mirada en busca de Alec. Los conserjes grapan pavos de papel en los tablones de anuncios de la cafetería, y las camareras sirven yogur de calabaza bajo en calorías. Cuando vuelvo a mirar mi bandeja, Bette está observándome. Todavía no me he acostumbrado a estar a solas con ella. Debería agradecerle que se haya sentado conmigo, porque los demás no lo harán. Es como si su presencia en la mesa creara una burbuja protectora a mi alrededor. Es segura e impenetrable, pero ahora estoy atrapada dentro con ella.

—No tomo pastillas.

Intento evitar que parezca que la estoy juzgando.

Bette se lleva una mano a la clavícula, y sus dedos descienden por la cadena hasta el relicario. Lo lleva siempre, como si fuera un rubí que quiere que veamos, no un simple objeto sin brillo y descolorido del tamaño de medio dólar.

—¿Y qué hay en ese frasco? ¿Qué son?

Me gustaría preguntarle por qué le importa tanto. Pero aquí, en el American Ballet Conservatory, nadie hace este tipo de preguntas.

—Vitaminas. Para tener más energía —miento mirando las pequeñas pastillas adelgazantes.

En esta cafetería la comida es diferente de la de la Royal Ballet School, y aunque solo llevo aquí dos meses, los cambios hacen que me sienta como si hubiera perdido el centro en una pirueta. Peso un kilo cuatrocientos gramos más de lo que quisiera. Observo a las petits rats que apilan sus bandejas en la cinta transportadora y las mesas llenas de bailarines de séptimo y octavo, que se preocupan por qué comer antes de la clase de ballet. Pero no puedo esquivar la intensa mirada de Bette.

Levanta una ceja.

—¿Solo dos vitaminas?

Me quita el frasco antes de que haya podido cerrarlo. Mira las pastillas como si intentara descifrar algún código y cuando termina de jugar a los detectives me lo devuelve.

—Mi dosis diaria. Las tomo con la comida.

Cierro el frasco y lo meto en mi bolsa con la esperanza de que eso dé por concluida la conversación. Eleanor viene hacia nuestra mesa con la clara intención de sentarse con nosotras. Casi suspiro de alivio. Pero Bette mueve la mano como si apartara una mosca que se hubiera acercado demasiado al agua que está bebiendo. Y Eleanor se marcha inmediatamente.

—Podría haberse sentado con...

—Está bien así —me dice Bette—. Hoy no estoy de humor para aguantarla. —Repiquetea con las uñas en la mesa, que recorre con la mirada buscando mi frasco—. Mira, no tienes que ocultarme nada. —Clava su mirada azul en la mía—. Eres nueva, así que quiero que tengas una amiga aquí. Ahora somos prácticamente familia. Le he dicho a Alec que te cuidaría. Cree que es buena idea.

Quiero que sea una buena idea. Quiero tener a una confidente en esta escuela. Echo de menos a mis amigos de la Royal Ballet. Se acerca un poco más. Me roza con el hombro y nos adentramos aún más en la burbuja. Mira a izquierda y a derecha, se desabrocha el collar y se lo quita del cuello. Lo deja en la mesa, delante de nosotras, y abre el relicario con delicadeza. Por dentro es un círculo perfecto, con una capa de píldoras azules alrededor de otra blanca, más pequeña. La blanca parece idéntica a las mías. Me pregunto cómo pueden tener la misma forma y el mismo tamaño, pero prometer cosas tan diferentes.

—Yo tampoco tomo pastillas —me dice—. Solo cuando de verdad las necesito. El impulso extra para poder hacer las correcciones que me pide Morkie. Incluso mi hermana y otros de la compañía las toman. No es tan grave. —Me da unas palmaditas en la pierna. Los ruidos de la cafetería subrayan sus palabras—. Un consejito... Nunca te quedes sin energía. Los rusos te quitan las cosas tan rápido como te las dan.

—Lo sé —le digo pensando en que me han seleccionado para La sílfide, con las chicas de octavo. El señor K dice que soy una de las bailarinas más talentosas que ha visto a mi edad. Pero no sé si debería haberme marchado de la Royal Ballet para venir aquí. Bette me acerca el relicario—. ¿Qué son?

—Adderall. Te da energía.

Sus ojos se agrandan mientras observa los míos en busca de respuesta.

—¿Efectos secundarios?

—¿En serio? Tú te lo pierdes. —Cierra el relicario y vuelve a colgárselo del cuello. Retira su oferta tan rápido como la había hecho, pero consigue sonreír para suavizarlo, como si estuviera haciéndome un favor—. Solo intento ayudarte.

—Gracias, pero...

Alec y su padre, mi tío Dom, entran en la cafetería y vienen directamente a mi mesa. Mi tío Dom me abraza y Alec se sienta en la silla vacía.

—¿Qué tal, Cass? —El tono preocupado de mi tío Dom hace que se me salten las lágrimas, pero me las limpio antes de que las vea. Tiene los mismos ojos que mi madre. Me toca el pelo—. Ya casi ha desaparecido el color morado. La verdad es que no me disgustaba.

Intenta que me ría, pero me cuesta incluso sonreír.

Es una de las muchas jugarretas que me han hecho las chicas en los dos meses que llevo aquí, junto con empaparme las zapatillas con vinagre, destrozarme las mallas y robarme el correo, las cartas de amor de mi novio, Henri, desde París. Solo de pensarlo vuelven a saltárseme las lágrimas, pero no puedo llorar. Aquí no. Ahora no.

—Bien —le contesto deseando que fuera verdad. Me da un beso en la frente y me sonríe—. Los principios siempre son duros, ¿verdad?

—Aguanta, Cass. —Mi tío Dom vuelve a abrazarme y luego se da media vuelta y se marcha de la cafetería.

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