El jardín de las hadas sin sueño (El bosque 2)

Esther Sanz

Fragmento

Alicia

Mi vida en Londres era un reflejo exacto de lo que siempre había soñado.

Vivía en Kensington, un elegante barrio victoriano con tiendecitas pintorescas y hermosos museos y parques. Estudiaba en la City, el centro financiero de la ciudad. Mis días transcurrían entre el ajetreo de las clases y el ambiente juvenil de la residencia donde me alojaba. Cualquier chica de mi edad —incluida yo misma un año atrás— se habría pellizcado sorprendida de su suerte.

Pero yo ya no era Clara. Ahora me llamaba Alicia. Y aquella vida había dejado de interesarme.

Solo la tranquilidad de Holland Park, en las inmediaciones de mi nuevo hogar, apaciguaba un poco mi alma convulsa. Me gustaba perderme entre sus jardines de árboles milenarios y pisar descalza la tupida alfombra de césped. Por sus dimensiones, me resultaba fácil en

contrar un lugar aislado, junto al estanque, y hacerme la ilusión de que me encontraba allí sola o, mejor aún, en otro lugar.

La naturaleza casi virgen de aquel parque me recordaba en cierta manera a la Sierra de la Demanda. Si cerraba los ojos podía ver a Bosco bañándose en el lago o paseando por el bosque, con su sonrisa angelical y su mirada azul.

Al principio, me había sentido más sola en aquella ciudad bulliciosa de lo que jamás había estado en la propia Dehesa. Aunque mi torreón se encontrara en mitad del bosque, a kilómetros de una aldea de doscientos habitantes, allí al menos vivía el recuerdo de mi madre.

Me llevé la mano al corazón y acaricié su colgante. Junto a la llavecita de plata llevaba ahora la abeja de oro de Álvaro. Cuando las fuerzas me fallaban pensaba en él. Conocer a mi padre me había ligado en cierta manera a este mundo. Sentir que alguien de mi sangre se preocupaba por mí alejaba los fantasmas de la locura que tanto temía. La historia de Bosco era tan fascinante y mi amor por él tan fuerte que, a veces, llegaba a dudar de mi cordura. Pero si mi padre le había dado raíces a mi corazón dormido, Bosco había conseguido que le salieran alas. Y yo vivía esperando el momento de volar de nuevo junto a mi ermitaño.

Habían pasado cuatro meses desde nuestra separación en Colmenar y aún me costaba pensar en él sin desgarrarme por dentro.

Tal vez por eso, desde mi llegada a Londres, me había ganado fama de rarita. Mi expresión abatida o enfurruñada ahuyentaba a los demás… Excepto a Emma, mi compañera de habitación. Estaba pensando en ella cuando noté unas palmas heladas en las mejillas.

Me quedé sin aliento y mis músculos se tensaron. —¿Quién soy?

Su acento escocés la delató al instante. Aun así, tardé unos segundos en recuperar la calma. Desde que me escondía en aquella ciudad, cualquier pequeño sobresalto me alteraba. La amenaza de los hombres de negro planeaba sobre mi cabeza como un agorero nubarrón.

—Hola, Emma. —Ni siquiera me esforcé en que mi voz sonara amable.

—¿Te he asustado?

Negué con la cabeza.

Se sentó a mi lado. Solo ella podía haberme encontrado en ese banco escondido de Holland Park. Era la única persona que buscaba mi compañía.

O, mejor dicho, la de Alicia.
—¿Otra vez aburriéndote sola, Alice? —Chasqueó la lengua y movió la cabeza con desaprobación.

Me había costado varias semanas entender su inglés de Escocia y seguir el ritmo de sus conversaciones. Hablaba tan rápido que apenas lograba separar las palabras de su discurso y darles un sentido lógico. Tal vez por eso repitió la pregunta más despacio acompañándola de un suave codazo.

—No me estoy aburriendo…

Observé su reflejo en el estanque.

Las aguas verdosas suavizaban el contraste de su rostro blanco y pecoso con su larga melena teñida de negro, pero apenas simulaban el maquillaje oscuro de sus ojos. Tenía un estilo gótico muy personal, conseguido a base de mezclar piezas de diseño con prendas de segunda mano que compraba en Camden Town y en otros mercadillos de la ciudad. Me fijé en su falda negra de satén con ribetes de punti

lla que le llegaba a la altura de sus botas Doc Martens. Sus ojos azules y sus pecas de pelirroja eran la única nota de color que su aspecto se permitía.

A su lado, mi nueva «yo» se colocaba un mechón dorado tras la oreja. Había estado a punto de cortarme el pelo como un chico, pero luego pensé que si me lo dejaba a la altura del mentón, a Alicia le resultaría más fácil esconder su rostro. El tinte entonaba a la perfección con mi piel clara y los ojos verdes, de tal manera que casi parecía rubia natural. Vestía vaqueros y un abrigo gris con el que podía camuflarme entre cualquier grupo de estudiantes sin llamar la atención.

Comprendí que debía cambiar de identidad nada más aterrizar en el aeropuerto. Robin había volado conmigo hasta Londres. Esquivarlo había resultado tan sencillo que aún no me explicaba cómo había sucedido. Tras bajar del avión, me había seguido hasta la cinta transportadora de equipajes, caminando apresurado a pocos pasos de mi espalda. Casi podía sentir su respiración en la nuca.

¿Y luego? Con mi enorme mochila a cuestas corrí aterrada a los lavabos y permanecí allí encerrada durante horas.

Después, ya no volví a verle. Me pareció tan sorprendente, que casi tuve la certeza de que me había dejado escapar. Tal vez, simplemente, me estaba vigilando y aquel no era el momento para darme caza… Pero no podía bajar la guardia. Si me había seguido hasta allí, podía volver a dar conmigo en cualquier momento.

Tras reservar un billete a Berlín para despistarlo, estuve una semana escondida en una pensión del Soho. Allí no me costó mucho

registrarme con un nombre falso; pero sabía que si quería moverme libremente por la ciudad y seguir con vida, debía procurarme documentación falsa y despedirme de Clara por una buena temporada.

Las monedas de oro que me había dado Bosco me ayudaron a conseguirlo. Aunque estaba segura de que el dueño de la casa de empeños me había timado, su valor era muy superior al que yo había calculado. Me bastaron tres para inscribirme en una prestigiosa escuela y pagar cuatro meses por adelantado de la residencia de estudiantes. Y solo una para hacerme con una nueva identidad. El mismo estraperlista al que vendí las monedas se había encargado de proporcionármela.

Después de una larga espera en un café de China Town empecé a temer que me hubiera denunciado a las autoridades. Al fin y al cabo, yo solo era una extranjera menor de edad cometiendo un delito, y quién sabe si para el viejo usurero también una forma de ganarse algún favor de la policía.

Horas más tarde, con mi nuevo DNI en las manos y un año más en mi fecha de nacimiento, me di cuenta de que el dinero es el mejor salvoconducto para viajar sin problemas. No era el primer carné falso que veía. Mi amiga Paula había falsificado el suyo años atrás para entrar en las discotecas. Le bastó un escáner, la impresora de su padre y una plastificadora de juguete para conseguir una réplica muy lograda de su DNI. El de Alicia Feliu era una obra de arte de la falsificación.

Había escogido «Alicia» por tres motivos. Primero, porque era el nombre de mi abuela, y eso me mantenía ligada en cierta manera a mi mundo anterior. Segundo, porque era uno de mis personajes lite

rarios favoritos; de niña mi madre solía leerme las aventuras de Alicia en el país de las maravillas antes de irme a dormir. Y tercero, porque después de caer en aquel hoyo y ser rescatada por un ángel, mi mundo se había transformado en un lugar insólito donde todo era posible, incluso la juventud y el amor eternos.

Acostumbrarme a mi nuevo aspecto había sido fácil. Nunca he sido muy amiga de los espejos. Sin embarg

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos