La primera maldición (Oscuros 4)

Lauren Kate

Fragmento

El libro de los Vigilantes

Buenos días. Una mano cálida rozó la cara de Luce y le puso el pelo por detrás de la oreja.

Ella se volvió sobre un costado, bostezó y abrió los ojos. Estaba profundamente dormida, soñando con Daniel.

—Oh —exclamó mientras se tocaba la mejilla. Lo tenía allí. Daniel estaba sentado a su lado. Llevaba un jersey negro y la misma bufanda roja que le envolvía el cuello la primera vez que Luce lo había visto en Espada & Cruz. Estaba tan guapo que parecía un sueño.

Su peso hundía un poco el borde del camastro, y Luce subió las piernas para arrimarse más a él.

—No eres un sueño —dijo.

Daniel tenía los ojos más soñolientos que de costumbre, pero, aun así, su brillo violeta fue igual de vivo que siempre cuando la miró a la cara y estudió sus facciones como si fuera la primera vez que la veía. Se inclinó y la besó en los labios.

Luce se acurrucó contra él y le pasó los brazos por el cuello, encantada de devolverle el beso. Le daba igual no haberse cepillado los dientes o estar despeinada. Le daba igual todo lo que no fuera aquel beso. Estaban juntos, y ninguno de los dos era capaz de dejar de sonreír.

Entonces, Luce lo recordó todo de golpe.

Unas garras afiladas y unos ojos enrojecidos. Un asfixiante hedor a muerte y podredumbre. Oscuridad por doquier, tan densa que, en comparación, la luz, el amor, toda la belleza del mundo, parecían gastados, rotos y marchitos.

No podía creerse que Lucifer hubiera podido ser algo más para ella (Bill, la gruñona gárgola de piedra a la que Luce había tomado por un amigo, era, en realidad, el mismísimo Lucifer). Le había permitido acercarse demasiado y entonces, como ella no había satisfecho su deseo (matar a su propia alma en el antiguo Egipto), él había decidido hacer tabla rasa.

Alterar el tiempo y borrar todo lo que había sucedido desde la Caída.

Preso de su arrebato, Lucifer iba a echar a la papelera todas las vidas, todos los amores, todos los momentos que todas las almas mortales y angelicales habían vivido, como si el universo fuera un juego de mesa y él fuera un niño llorón que se daba por vencido cuando comenzaba a perder. Aunque Luce no tenía la menor idea de qué quería ganar.

Notó calor en la piel al recordar la cólera de Lucifer. Él quería que ella la viera, que temblara en sus manos cuando la llevaba al momento de la Caída. Quería demostrarle que se trataba de un asunto personal.

Luego la había soltado y había modelado una Anunciadora en forma de red para atrapar en ella a todos los ángeles que habían caído del Cielo.

Justo cuando Daniel la cogió al vuelo en aquel vacío estrellado, Lucifer había desaparecido y provocado el reinicio de la Caída. Ahora estaba allí, con los ángeles que caían, incluido su antiguo yo. Como el resto, Lucifer caería sin poder remediarlo, al lado de sus hermanos pero aislado de ellos, juntos pero solos. Hacía milenios, los ángeles habían tardado nueve días mortales en caer del Cielo a la Tierra. Dado que la segunda Caída provocada por Lucifer seguiría la misma trayectoria, Luce, Daniel y su grupo solo tenían nueve días para detenerlo.

Si fracasaban, una vez que Lucifer y su Anunciadora llena de ángeles cayeran en la Tierra, el tiempo sufriría una convulsión que se propagaría hasta la Caída original y todo volvería a empezar. Como si los siete mil años que habían transcurrido desde entonces no hubieran existido.

Como si Luce no hubiera comenzado a entender la maldición al fin, a comprender dónde encajaba en todo aquello, a descubrir quién era y qué podía ser.

La historia y el futuro del mundo estaban en peligro, a menos que Luce, siete ángeles y dos nefilim pudieran detener a Lucifer. Disponían de nueve días y no tenían la menor idea de por dónde debían empezar.

Luce estaba tan cansada la noche anterior que no recordaba haberse tendido en aquel camastro ni haberse echado aquella fina manta azul sobre los hombros. Había telarañas en las vigas del techo, una mesa plegable llena de tazas a medio beber del chocolate que Gabbe

había preparado para todos la noche anterior. Pero a Luce todo le parecía un sueño. Su descenso desde la Anunciadora hasta aquel minúsculo islote de Tybee, aquella zona segura para los ángeles, había quedado velado por su profundo agotamiento.

Luce se había dejado arrullar por la voz de Daniel y se había quedado dormida mientras los demás todavía hablaban. En ese momento, la cabaña estaba en silencio y, detrás de la silueta de Daniel, la tonalidad gris del cielo que se veía por la ventana anunciaba que pronto saldría el sol.

Luce alargó la mano para tocarle la mejilla. Él volvió la cabeza y le besó la palma. Luce cerró los ojos con fuerza para no llorar. ¿Por qué, después de todo lo que habían pasado, tenían que vencer al diablo antes de poder ser libres para amarse?

—Daniel —dijo Roland desde la entrada de la cabaña. Tenía las manos en los bolsillos de su chaquetón marinero y llevaba un gorro gris de esquí encima de las rastas. Sonrió a Luce con cansancio—. Es la hora.

—¿La hora de qué? —Luce se apoyó en los codos—. ¿Nos vamos? ¿Ya? Quería despedirme de mis padres. Probablemente están muertos de miedo.

—Pensaba llevarte a su casa ahora —dijo Daniel—, para que te despidas.

—Pero ¿cómo voy a explicar mi desaparición después de la cena de Acción de Gracias?

Luce recordó lo que Daniel le había dicho la noche anterior: aunque el tiempo que habían pasado dentro de las Anunciadoras les había parecido una eternidad, en realidad, solo habían transcurrido unas pocas horas.

De todas formas, unas horas sin su hija eran una eternidad para Harry y Doreen Price.

Daniel y Roland se miraron.
—Nos hemos ocupado de eso —dijo Roland mientras entregaba a Daniel las llaves de un coche.

—¿Cómo? —preguntó Luce—. Una vez, mi padre llamó a la policía cuando llegué media hora tarde después de clase…

—No te preocupes —respondió Roland—. Te hemos encubierto. Solo necesitas un cambio rápido de vestuario. —Señaló la mochila que estaba en la mecedora próxima a la puerta—. Gabbe ha traído tus cosas.

—Hummm, gracias —dijo Luce, desconcertada. ¿Dónde estaba Gabbe? ¿Y los demás? La noche anterior, la cabaña había estado muy concurrida, increíblemente acogedora con el brillo de las alas de los ángeles y el olor a chocolate deshecho y canela. El recuerdo de aquella sensación, combinado con la perspectiva de tener que despedirse de sus padres sin saber adónde iba, hizo que aquella mañana le pareciera vacía.

Notó la rugosidad del suelo de madera cuando lo pisó descalza. Al bajar la vista, advirtió que aún llevaba el ceñido vestido blanco de su vida en el antiguo Egipto, la última que había visitado en su viaje por las Anunciadoras. Bill le había obligado a llevarlo.

No, Bill no. ¡Lucifer! La cara se le había iluminado cuando ella, después de meterse la flecha estelar en la cinturilla, se había planteado seguir su consejo de que matara a su alma.

«Nunca, nunca, nunca.» Aún le quedaba demasiado por vivir. Dentro de la vieja mochila verde que solía llevar al campamento de verano, encontró su pijama favorito, el de franela con rayas rojas

y blancas, muy bien doblado, con las correspondientes zapatillas blancas debajo.

—Pero es de día —dijo—. ¿Para qué necesito un pijama?

Una vez más, Daniel y Roland se miraron y, en esa ocasión, trataron de no reírse.

—Tú confía en nosotros —dijo Roland.

Cuando Luce se hubo puesto el pijama, salió de la cabaña de

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