Scarlet (Las crónicas lunares 2)

Marissa Meyer

Fragmento

Capítulo uno

Scarlet descendía hacia el callejón que daba a la parte trasera de la Taberna Rieux cuando su portavisor sonó en el asiento del pasajero seguido de una voz automatizada: «Com de la Unidad de Personas Desaparecidas de la Comisaría General de Toulouse para mademoiselle Scarlet Benoit».

El corazón le dio un vuelco; viró con brusquedad, justo a tiempo de evitar que uno de los costados de la nave rozara la pared de piedra, y empujó el mando de los frenos hasta que el vehículo se detuvo por completo. Scarlet apagó el motor y se abalanzó sobre el portavisor, que había tirado en el asiento. La pálida luz azulada que proyectaba se reflejaba en los controles de la cabina de mando.

Habían averiguado algo.

La policía de Toulouse tenía que haber dado con algo. —¡Aceptar! —gritó, prácticamente estrujando el visor entre los dedos.

Esperaba un enlace de vídeo del inspector asignado al caso de su abuela, pero lo único que recibió fue una cadena de texto plano.

A continuación apareció un pequeño vídeo de la policía en el que se recordaba a los conductores de naves de reparto que pilotaran con precaución y llevaran los arneses abrochados mientras el motor estuviera encendido.

Scarlet se quedó mirando la pequeña pantalla con la sensación de que el suelo desaparecía bajo la nave, hasta que las palabras se volvieron borrosas. La carcasa de plástico del visor crujió entre sus dedos.

—Imbéciles —masculló entre dientes.

Las palabras CASO CERRADO resonaron en su cabeza, riéndose de ella.

De pronto, lanzó un grito cargado de frustración y estampó el pequeño aparato contra el panel de control de la nave, con la intención de reducirlo a pedacitos de plástico, metal y cable; sin embargo, después de tres mamporrazos, solo había conseguido que la pantalla parpadeara ligeramente.

—¡Serán imbéciles!

Arrojó el visor a los pies del asiento del copiloto, y se hundió en el suyo mientras se enredaba los dedos en los rizos.

Justo en ese momento, el arnés se le clavó en el pecho y le cortó la respiración. Scarlet se lo desabrochó al tiempo que abría la puerta de una patada y salió trastabillando a las sombras del callejón. El olor a fritanga y whisky procedente de la taberna estuvo a punto de asfixiarla cuando trató de coger aire a bocanadas y de racionalizar lo que acababa de ocurrir para calmar su rabia.

Iría a la comisaría. Y era demasiado tarde, así que lo dejaría para el día siguiente. A primera hora de la mañana. Para entonces ya se habría tranquilizado y sería capaz de pensar con lógica y explicarles por qué sus suposiciones eran equivocadas. Haría que reabrieran el caso.

Scarlet pasó la muñeca por el escáner que había junto a la puerta trasera de la nave y la levantó con más fuerza de lo que el sistema hidráulico requería.

Le diría al inspector que debía seguir buscando. Le obligaría a escucharla. Le haría comprender que su abuela no había desaparecido por voluntad propia y que, desde luego, no se había suicidado.

La parte trasera de la nave iba hasta arriba de cajones de plástico llenos de hortalizas, aunque Scarlet apenas los veía. Se encontraba a kilómetros de allí, en Toulouse, planeando mentalmente la conversación. Recurriría a sus dotes de persuasión, apelaría a toda su capacidad de argumentación.

Algo le había sucedido a su abuela. Algo no iba bien, y, si la policía dejaba de investigar, estaba dispuesta a llevar el caso a los tribunales y a no parar hasta que el último de esos inspectores cabeza de chorlito fuera inhabilitado y no pudiera volver a trabajar y…

Tomó un lustroso tomate rojo con cada mano, dio media vuelta y los estampó contra la pared de piedra. Los tomates se despachurraron y el jugo y las semillas rociaron las montañas de basura a la espera de ser introducida en el compactador.

Le sentó bien. Scarlet cogió otro, visualizando la expresión dudosa del inspector cuando ella le había explicado que no era nada propio de su abuela desaparecer así, sin más. Visualizó los tomates reventando contra su engreída…

En el preciso instante en que el cuarto tomate se estrellaba contra la pared, una puerta se abrió con brusquedad. Scarlet se quedó helada, con la mano dirigida hacia el quinto, mientras el dueño de la taberna se apoyaba contra el marco de la puerta que acababa de abrir. Gilles, con el enjuto rostro reluciente de sudor, se quedó mirando los churretones anaranjados con que Scarlet había decorado una de las paredes de su edificio.

—Espero que esos no sean mis tomates.

La joven apartó la mano del cajón y se la limpió en los vaqueros, llenos de manchas, sintiendo el calor que desprendía su rostro y el latido irregular de su corazón.

Gilles se secó el sudor de la calva, en la que apenas asomaba un pelo, y le lanzó una mirada asesina, que solía ser su expresión habitual.

—¿Y bien?
—No eran tuyos —musitó Scarlet. Y no mentía; técnicamente no le pertenecían hasta que se los pagara.

Gilles rezongó por lo bajo.
—Entonces solo te descontaré tres univs por tener que limpiar esa porquería. En fin, si ya has terminado de practicar tu puntería,

sería todo un detalle que empezaras a entrar esas cajas. Llevo dos días sirviendo lechuga mustia.

El hombre regresó al restaurante y dejó la puerta abierta. El rumor de los platos y las risas inundó el callejón, extraño en su normalidad.

El mundo de Scarlet se desmoronaba a su alrededor, y nadie parecía darse cuenta. Su abuela había desaparecido, y no parecía importarle a nadie.

Se volvió hacia la puerta trasera de la nave y agarró los extremos de la caja de tomates, esperando que el corazón dejara de aporrearle el esternón. Las palabras de la com seguían asediándola, aunque poco a poco empezaba a pensar con claridad y dejó que aquel primer arrebato de ira se pudriera junto a los tomates despachurrados.

En cuanto fue capaz de respirar sin que sus pulmones se convulsionaran, colocó la caja sobre las patatas rojas y las sacó de la nave.

Los pinches no le hicieron el menor caso cuando pasó esquivando las salpicaduras de las sartenes, abriéndose paso hacia las cámaras frigoríficas. Finalmente, empujó las cajas en los estantes con rotulador, tachados y rescritos una decena de veces a lo largo de los años.

Bonjour, Starlet!

Scarlet se dio la vuelta, apartándose el pelo de la nuca sudorosa. Émilie le sonreía desde la puerta, con la mirada iluminada por un secreto, aunque se puso seria en cuanto vio la expresión de su amiga.

—¿Qué…?
—No me apetece hablar de ello.

Scarlet pasó junto a la camarera y volvió a atravesar la cocina, pero Émilie rezongó audiblemente y salió corriendo tras ella.

—Pues no hables. Me alegro de que estés aquí —dijo, y la cogió del codo cuando salían al callejón—, porque ha vuelto.

A pesar de los rizos dorados y angelicales que enmarcaban el rostro de Émilie, su amplia sonrisa sugería unos pensamientos bastante menos inocentes.

Scarlet se zafó de la mano que la retenía y sacó una caja de chirivías y rábanos, que le pasó a la camarera. No podía importarle menos saber de quién le hablaba y por qué era tan emocionante que hubiera vuelto.

—Ah, muy bien —dijo, al tiempo que cargaba una cesta de cebollas acartonadas.

—No te acuerdas, ¿verdad? Vamos, Scar, el luchador del que te hablé el otro día… ¿O se lo conté a Sophia?

—¿El luchador? —Scarlet entrecerró los ojos, empezando a sentir el dolor de cabeza

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