El último corazón (Mystic City 2)

Theo Lawrence

Fragmento

cap-3

1

—Y bloquea —me ordena Shannon.

Se encuentra a unos pasos de mí, con un sable de kendo de madera al costado. Sin vacilar, levanta el sable y lo hace oscilar hacia mi cabeza.

Yo alzo el codo derecho para bloquearlo, pero es demasiado rápida.

No veo más que un destello de color antes de acabar en el suelo, mirando el sol abrasador, con la cabeza palpitando. Hace un calor opresivo, tan opresivo que me cuesta pensar.

Al menos la hierba está blanda. Más o menos.

—¡Levanta! —Shannon se inclina sobre mí—. Dios. Es como si no hubieses luchado en toda tu vida.

—Y no lo he hecho —contesto mientras me froto un lado de la cabeza para asegurarme de que no me sale sangre.

Hasta hace unas semanas, toda la actividad física que había practicado se reducía a un puñado de partidos de squash en el gimnasio de la Academia Florence. Y bailar, por supuesto, en los diversos bailes de debutantes de las Atalayas.

Si mis padres pudieran verme en este momento, les daría algo: la única hija de Johnny y Melinda Rose despatarrada en el suelo reseco de las afueras de Nueva York, aguantando los gritos de una mística.

—Ah, ¿sí? —dice Shannon, y me da un golpecito con el sable en la pierna—. Creo recordar que recientemente has participado en una batalla bastante descomunal. Aunque, claro, acabaste en el hospital. Así que yo diría que perdiste.

Su tono es provocador, lo cual me molesta. ¿Qué sabe ella de esa batalla? No recuerdo haberla visto allí. Por supuesto, tengo un recuerdo borroso de la noche entera: el ejército de mis padres asaltó el escondite de los rebeldes místicos en los túneles del metro, y estos contraatacaron desplegando sus poderes con contundencia. Acabó con la muerte de Violet Brooks y mi propia hospitalización… y una guerra que continúa hasta hoy.

Shannon me pincha de nuevo.

—¿Qué piensas hacer si alguien te ataca y te caes? ¿Quedarte ahí tirada? Levántate y devuelve el golpe.

Gimo y me incorporo hasta sentarme. Estamos rodeadas de naturaleza: árboles altos, aire vigorizante y un agua azul que ha engullido los valles más bajos —en otro tiempo una excelente tierra de cultivo en el norte del estado de Nueva York—, con lo que solo las colinas permanecen por encima del nivel del mar. Por supuesto, la tierra ya no es excelente para nada: este sofocante calor ha dejado la hierba marrón y amarilla, y tiesa.

No hemos tenido ni un respiro en las últimas dos semanas, desde que salí del hospital. Shannon ha estado entrenándome desde entonces. Según ella, soy una alumna terrible.

Me seco el sudor de la frente con las manos y me las limpio en la ropa de deporte, de una tela elástica negra que se supone que refleja el calor. Es evidente que no funciona. Tengo tanto calor que estoy a punto de explotar.

—Ahora mírame a mí. —Shannon deja caer el sable de kendo al suelo y alza las manos. Cierra los puños con fuerza. Entonces se lleva los brazos al pecho hasta juntar los puños justo debajo de la barbilla—. Esta es la posición correcta.

La imito.

—Vale.

—Digamos que corro hacia ti, lista para atacar. No tienes tiempo de huir, así que debes defenderte. Adoptas esta posición… ¿y luego qué?

Pienso un segundo.

—¿Te doy un puñetazo?

Shannon niega con la cabeza fervorosamente. Su coleta roja se balancea con furia de un lado al otro. Ella ni siquiera se ha despeinado.

—¿Por qué no?

Hay una chispa de luz en sus ojos.

—Intenta darme un puñetazo.

Shannon echa a correr hacia mí, y adelanto el brazo en lo que considero que va a ser un firme puñetazo, pero ella lo rechaza de un manotazo y me clava la rodilla en el estómago. Experimento un dolor lacerante y termino de nuevo en el suelo.

—¡Ah! —Me cubro el abdomen con las manos—. ¿A ti qué te pasa? ¿Disfrutas haciéndome daño?

Shannon me dirige una amplia sonrisa.

—Por eso es por lo que no debes intentar dar un puñetazo a tu oponente. Eres demasiado débil, Aria. ¿Qué os enseñan ahí arriba? —Alza la barbilla y mira al cielo.

Desde aquí no vemos los puentes plateados ni los espléndidos rascacielos de las Atalayas, pero sé a qué se refiere.

—A pelear, no. —Me vuelvo sobre el costado, me incorporo y me limpio las manos en la parte posterior de las piernas. Si Shannon supiese cómo era mi vida hace apenas unas semanas (que iba de compras con mis amigas Kiki y Bennie, y asistía a fiestas y cenas, y disponía de una criada para atender cada una de mis necesidades), me odiaría más de lo que ya lo hace—. Al menos, no físicamente.

Shannon se ríe.

—Ya lo veo.

Extiende el brazo y tira de la cadena que llevo al cuello, de la que pende el guardapelo con forma de corazón que me regaló Patrick Benedict. Otro aliado, ahora muerto.

—Qué soso —añade, acariciando la plata sin brillo con los dedos—. Habría esperado algo más sofisticado de ti.

—Lamento decepcionarte —repongo. Me siento repentinamente cansada. Y dolorida. Me duelen las corvas, y también la parte baja de la espalda. Y todas las demás partes del cuerpo—. No sabía que esto fuera un desfile de moda.

Miro atrás, a la casa reformada, una alta estructura blanca de tres plantas. Nunca dirías que en su interior se apelotonan cincuenta místicos. Se trata de uno de los varios centros de mando del ejército rebelde en la periferia de Nueva York. Como los demás, aparte de hacer de refugio, en él se preparan las provisiones para los místicos que siguen en la ciudad, chicos mayores, hombres y mujeres que luchan contra las Atalayas para reinstaurar la igualdad en la ciudad. Aunque no se nos ha proporcionado demasiada información acerca de la guerra que se está librando, sí que sabemos que ha muerto mucha gente y que las Profundidades han quedado prácticamente destruidas. Manhattan ya no es la ciudad que recuerdo.

—¿Hemos acabado por hoy?

—En absoluto. —Shannon recoge su sable de kendo como si fuese una pluma—. Hagamos bloqueos de piernas.

No quiero ni imaginar qué es eso.

—Finge que te ataco. —Shannon echa el peso de su cuerpo hacia atrás y levanta el sable por detrás de su cabeza. Hay un momento en el que el sol incide en sus ojos, haciendo que el marrón de sus iris brille y resulte casi… agradable.

Qué lástima que no lo sea.

Su mirada vuelve a ser sombría cuando asegura con sequedad:

—Si te adelantas a mi ataque, puedes evitar el golpe y desarmarme. Probemos.

Levanto el brazo para protegerme del sol.

—¿Probar qué?

Shannon no responde, balancea el brazo hacia abajo y me acierta en la espinilla izquierda.

—Por todas las Atalayas, ¿qué…?

—Otra vez. —Entrecierra los ojos—. Demasiado lenta. Si te golpease con mi fuerza real, estarías en las últimas. Una rosa arrancada —añade tras una pausa, haciendo hincapié en la palabra «rosa».

Me froto la espinilla, que ya se me está empezando a amoratar, irritada porque Shannon considere que es el momento oportuno para jugar con mi apellido.

—Eres una especie de monstruo del entrenamiento.

Shannon inclina la cabeza hacia mí. Resulta fácil odiarla. Más allá de ese aire de suficiencia perpetuo, yo nunca tendré su belleza: ella es

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