El (sin)sentido del amor

Javier Ruescas

Fragmento

cap-1

1

La noche se prestaba a ello totalmente. A ser como en las películas, quiero decir. Con una mansión llena de chicos y chicas en diferentes estados de embriaguez, la música a todo volumen, cerveza en vasos rojos de plástico o derramada sobre alfombras de lujo, y una protagonista, yo, que seguía sin entender qué demonios hacía allí. Supongo que habría que esperar un poco más para ver si terminaba como una de las frikadas que tanto me gustaba ver con Ciro o como un sangriento slasher.

Siempre he pensado que la amistad lleva incorporada una tanda de superpoderes que ríete tú de la posibilidad de volar o de atravesar paredes. Los que yo digo son más alucinantes. Y útiles, o peligrosos, según el lado de la balanza en el que te encuentres. Con ellos, eres capaz de sentir si le pasa algo a tu amigo, aunque estés de vacaciones en la otra punta del mundo, te permite descubrir vídeos y fotos de internet que debes compartir al instante o te ayuda a saber cuándo es más útil un abrazo que un millón de palabras.

También, como era ese el caso, te obligaba a asistir a una fiesta en la que no pintabas nada cuando tenías cero ganas. De lo contrario, era incapaz de entender cómo me había dejado convencer para terminar en aquella casa.

Ciro tenía la culpa. Él era quien me había llamado esa misma mañana para rogarme de rodillas que lo acompañara (a través del teléfono oí cómo su madre le pegaba un grito para que dejara de hacer el idiota delante de la vitrocerámica) y prometerme que lo pasaríamos genial. Total, que aunque yo tenía ganas de quedarme en casa trasteando con la tableta gráfica, tuve que resignarme a ir. Por suerte, del mismo modo que Ciro me había obligado (sin obligarme) a cruzar media ciudad, yo también había hecho lo mismo con Julia para no sentirme tan desubicada. Sin embargo, y a pesar de mis ruegos para que se diera prisa, mi acompañante (no obligada) aún tardaría un buen rato en aparecer por allí.

—Menos mal que pestañeas. Cualquiera podría confundirte con un cuerpo disecado.

Ciro apareció de entre un grupo de chicas como un mago gafapasta.

—¿Y te crees que a alguien le extrañaría? —dije señalando los excéntricos y carísimos elementos decorativos a nuestro alrededor—. En el fondo tengo miedo de perderme.

Él asintió, comprensivo.

—Antes he preguntado por el baño y he acabado en la piscina climatizada del piso de abajo. ¿Te apetece tomar algo? ¿Refresco, cerveza, champán, una copa de Henri Jayer Cros Parantoux de la cosecha del 85? —añadió, acercándome el vaso de plástico lleno de vino que sujetaba.

—Pero si tú no bebes alcohol —comenté, extrañada.

—Lo sé. Pero este es uno de los vinos más caros del mundo y lo están utilizando para hacer sangría. ¡Es un crimen! Así que he hecho lo único que estaba en mis manos: salvar una copa y huir de allí como un refugiado de guerra. Creo que voy a regar el jardín con él mientras grito: «¡Sé libre, sé libre!». —Se recolocó las gafas y añadió—: A lo mejor crece una parra.

La carcajada que solté en ese momento fue la primera de toda la noche y me sentó fenomenal. Así era Ciro: por fuera, un chico alto y enclenque, de pelo moreno, gafas de pasta gruesa y jerséis cárdigans hasta en verano. Por dentro, una contradicción lógica detrás de otra, un coleccionista de datos tan fascinantes como inútiles y tan rápido con las palabras y los comentarios ingeniosos como un actor con el guión memorizado.

—Prefiero un refresco —decidí—. ¿Cuánto tiempo más tenemos que quedarnos?

—¡Pero si acabamos de llegar! ¿No iba a venir tu buena amiga Julia?

Mi buena amiga Julia se retrasa.

—Para variar…

—¡Ciro! —exclamé. Ambos eran mis comejores amigos, y aunque apenas se conocían por ser de círculos distintos, existía entre ellos una curiosa rivalidad que a veces me encantaba y otras me ponía de los nervios—. Di, cuánto.

—No lo sé. Aún no he encontrado la historia.

—Ya estamos…

—¿Cómo que ya estamos? —Después bajó el tono de voz—. Soy un cronista, Lana. Para eso he venido. Vivo por y para ello. Las historias…

—… esperan que las descubras y las compartas, bla, bla, bla —conocía el discurso de memoria.

—Exacto. Y no puedo aparecer mañana en el blog sin una historia interesante de esta fiesta que compartir con mis lectores. Por lo tanto, voy a seguir buscando.

—¿Y para qué me necesitas aquí?

—Apoyo moral —respondió él antes de darme un beso y esfumarse de nuevo como el gato de Cheshire. Desde la lejanía, añadió—: Mantén los ojos abiertos, ¡por si ves algo!

O sea, que encima de estar allí contra mi voluntad, me había puesto deberes. La verdad es que tener de amigo al creador de la blognovela más popular de la red era, en ocasiones, un coñazo.

En2a2 era el título que le había puesto, y para entonces contaba con varios millones de lectores fieles que esperaban cada tarde un nuevo fragmento de la novela interminable. Los protagonistas habían ido cambiando con el paso del tiempo, pero la narración seguía siendo igual de adictiva que al principio y la gente no dejaba de pedirle más y más. Lo más curioso de todo era que, probablemente, algunos de aquellos lectores habían sido la inspiración para determinados capítulos sin tan siquiera imaginarlo. Porque eso era parte del secreto de Ciro y del éxito de En2a2: se dedicaba a robar historias de la vida real y a cambiar los nombres a sus protagonistas para que nadie se diera cuenta.

Todos los días recibía decenas de e-mails de lectores entregados que incluso le pedían consejo sentimental y varias editoriales ya se habían puesto en contacto con él para publicar el texto en papel, aunque por el momento prefería seguir trabajando online.

Lo más impresionante era que lo había hecho todo sin dar su verdadero nombre. Nadie, excepto yo, sabía que el autor de todas y cada una de las entradas de la web era él. Bajo el seudónimo de Bergerac, en honor al famoso poeta francés, enviaba y recibía los e-mails y la correspondencia, y escribía los capítulos con puntualidad británica.

Fue él quien me ofreció mi primer trabajo remunerado. No como redactora, porque además de que la escritura no es mi fuerte, suficiente tenía con vivir mi vida para estar pendiente de la de los demás, pero sí como diseñadora de la portada del libro y también de la web. El portal de En2a2 era uno de los trabajos de los que más orgullosa me sentía, y parecía que a los lectores les encantaba.

La puerta principal de la mansión se abrió detrás de mí y me giré con la esperanza de ver aparecer por ella a Julia, pero no hubo suerte. El grupo que entró levantó en el aire las botellas de alcohol que traían y gritaron al encontrarse con sus amigos. Pasaron a mi alrededor como si yo fuera un fantasma y se perdieron en el fragor de la fiesta. Sedienta, me dirigí a la mesa principal del salón y pesqué un refresco de una fuente de hielos derretidos.

Que prestara atención, me había pedido Ciro. ¡Como si supiera quién era quién entre toda esa gente! Aquellas vidas me eran tan desconocidas como las de los personajes de una película de la que solo hubiera visto el cartel promocional. La fiesta la daba la amiga de una cono

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