Anochece en los parques

Ángela Armero

Fragmento

cap-2

1

Encerrada

A veces, lo más difícil en esta vida es respirar. Pienso en eso siempre que se me acelera el corazón y creo que voy a morir. Inhalo, despacio, sintiendo cómo el aire entra en mis pulmones y atraviesa el diafragma hasta llegar al estómago. Cuanto más se adentra en mi cuerpo, mejor me siento, como si con la corriente los miedos se fueran desplazando mágicamente al lugar del que surgieron.

Pero no siempre funciona, porque a veces el miedo continúa a pesar de mis esfuerzos.

Estoy encerrada en el baño del instituto, y Lorena está aporreando la puerta, gritando sin parar.

—Sal ya, gorda. Sal, que te quiero contar un chiste —dice, y su voz suena amenazante.

Yo no digo nada, me limito a dejar pasar el tiempo sin hacer ruido. Sé que antes o después ella y sus amigas se cansarán, tendrán que ir a alguna clase o a fumarse un pitillo al patio, o encontrarán a otra chica a la que atemorizar. Permanezco oculta, y me desprecio por ello, pero ya me he habituado a esconderme.

Me viene a la mente aquel cuento en el que un explorador se subió a un árbol porque le perseguía un león. Lejos de marcharse, el león seguía vigilándole, esperando que bajara. Mientras, el explorador rezaba y rezaba para que el animal se alejara. Pero las horas pasaban y los dos estaban cada vez más hambrientos. Pasó un día y luego otro, y la moral del explorador estaba debilitada por la sed, la falta de sueño y el hambre, y en cambio el león permanecía tan fresco como al principio. Al tercer día, el explorador acabó desmayándose y cayendo del árbol, y el león, que también estaba al límite de sus fuerzas, se lo comió y no dejó ni el gorro.

Oigo unas pisadas que se alejan. El baño, poco a poco, va recuperando su quietud habitual. Podrían haberlo hecho para que yo crea que se han ido. Quizá se hayan marchado de verdad. Me encaramo a la taza para asomarme por encima de la puerta del aseo; no hay nadie ya.

Salgo del baño, intentando que mis pisadas sean leves, cuando veo una sombra que se proyecta al lado de la mía. Es Lorena, y ahora está con Leticia y Lola. Antes de que pueda reaccionar, me llevan en volandas de nuevo al baño, abren la puerta del inodoro y me empujan hacia la taza. «Con cuidado, no le dejemos marcas», oigo que dice la líder, y colocan, con la fuerza necesaria, mi cabeza contra la porcelana y tiran de la cadena. No puedo mover los brazos ni la cabeza porque me están sujetando por todos los lados. Mis rodillas están empapándose en el suelo, mientras respiro afanosamente para no tragar agua. Se ríen a carcajadas. Noto que me sueltan. El murmullo de la cadena cesa. Se van. Por un fugaz instante, pienso que estaría mejor muerta. Me tomo media pastilla y espero diez minutos a que mi corazón recupere su ritmo.

Me dirijo a mi última clase del día sin levantar la mirada del suelo, como si así pudiera conjurar la posibilidad de que me siguieran acechando. El curso acaba de empezar pero todo vuelve a ser como siempre.

Sigo sin tener amigas ni amigos, solo a Javier; sigo teniendo ataques de pánico; sigo sintiendo una mezcla de desprecio y lástima por mí misma. Da igual que lleve dos años viendo al psiquiatra, hay ciertas cosas que me parece imposible que vayan a cambiar o a mejorar. «Esto no será así siempre», dice él, y yo me fuerzo a creerlo, pero no lo consigo.

Tener miedo es como tener los ojos de color marrón, algo que te va a acompañar toda la vida. Una no se levanta una mañana y de repente es otra persona. A veces sueño con ello, pero no pasa mucho tiempo sin que mis limitaciones me recuerden quién soy. A veces actúo como si fuera una de esas chicas populares, que parecen haber nacido sin una sola preocupación en su bonita cabeza. Pero siempre pasa algo que me recuerda que estoy enferma, o que soy distinta, o ambas cosas a la vez.

Odio el instituto, y eso que me gusta estudiar. Encuentro en los libros la única forma de tranquilidad que conozco, porque de alguna manera, cuando leo o estudio es como si dejara de existir y esa sensación me gusta. Otras veces también pienso en lo que seré el día de mañana... Creo que si me esfuerzo lo suficiente, algún día seré feliz, seré mucho más feliz que Lorena, que la Triple L (así llamo al conjunto formado por Lorena y sus acólitas, Leticia y Lola) y que todos esos rostros que se ríen de mí aunque no hayan iniciado la broma.

Entro tarde en clase. Murmullos, risitas. Al principio me afectaban, ahora me resultan indiferentes. Gradualmente, todo lo que no es la voz de la profesora, y las palabras en el libro de texto, acaba por desaparecer.

Suena el timbre. Me alegra que el día de hoy acabe. En la reja de salida me está esperando Javier. Él está en el último año, y es bastante atractivo, popular, inteligente y deportista, y nadie entiende por qué es mi amigo. Sé que Lorena y otras me miran con envidia, porque Javier siempre se preocupa por mí y me acompaña a todas partes. Ha habido ocasiones en las que algunas chicas del instituto se han hecho amigas mías por estar cerca de él; pero en cuanto él se ha enrollado con ellas o las ha rechazado, se han alejado de mí.

—¿Qué tal el día? —me pregunta, con una gran sonrisa.

—La misma porquería de siempre —digo yo, devolviéndosela sin ganas.

—¿Estás un poco despeinada o me lo parece a mí?

Claro, pienso yo, no siempre te peinas con los dedos bajo el secador de manos del baño después de haberte duchado en el retrete.

—Te lo parece a ti.

Javier me acompaña a casa, y nadie se atreve a decirme nada o a mirarme mal si voy a su lado. A veces creo que sería imposible venir aquí cada día si no fuera por él, pero el año que viene ya se irá a la universidad. Javier siempre me dice unas tonterías tremendas, le encantan los chistes malos, los datos absurdos, como que un estornudo puede alcanzar una velocidad de 127 kilómetros por hora en la nariz, y cosas por el estilo. También le encanta la historia, especialmente la de Europa en el siglo XX, la política y las noticias, pero no le gustan los libros de ficción; no entiende que él tenga que leer algo que alguien se ha inventado, algo que no es de verdad.

—Y si no es de verdad, no sirve para nada.

Yo me río, porque sé que es imposible convencerle. No tengo a nadie con quien hablar de libros, pero eso no hace que me gusten menos.

Javier era el mejor amigo de mi hermano Felipe, que murió hace dos años en medio de un partido de fútbol sala. Muerte súbita. Javier estaba con él. Le cogió la mano, le dijo que aguantara, como dos soldados en una heroica película bélica, pero mi hermano falleció enseguida. Después de aquello, instalaron un desfibrilador en el polideportivo municipal, pero no ha habido necesidad de usarlo; y cada vez que voy allí lo miro y lo toco, como si fuera un particular monumento a su memoria.

Supongo que a Javier no le parezco la mejor compañía de todos los tiempos, sino que se siente obligado a cuidarme porque se lo debe a mi hermano. Le conozco desde siempre, y mis padres están acostumbradísimos a verle por casa. Le tratan muy bien, porque era el mejor amigo de Felipe, y porque se puede decir que es el único amigo que tengo.

Mi madre, que es una romántica incurable, siempre me está preguntando por qué no nos hacemos novios. Pero pierde el tiempo. Javier nunca ha flirt

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