De aquí a la Luna

Adolessence Voluntarios

Fragmento

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1

ENCUENTROS

—Por más que me llames cada media hora, no tienes el poder de hacer que deje de sentirme como una mierda. Ya, claro, como si fuera tan fácil... Tú no tienes ni idea de qué va esto. ¡Ni idea! Paso de escuchar ese rollo otra vez. ¡Déjame en paz!

En cuanto cesan los gritos, algo negro sale disparado de la habitación 211 de la planta de oncología y se estrella contra la pared del pasillo con un crujido metálico y de vidrio. Es un móvil. Bueno, lo era. El hospital duerme todavía, así que nadie excepto yo ha visto el espectáculo. Recojo las partes del suelo y las encajo, aunque no creo que sirva de mucho porque la pantalla está destrozada. Sin pensármelo dos veces, golpeo con los nudillos la puerta abierta de la 211. No responde nadie, pero es obvio que hay alguien. Pese a los avances de la tecnología, los móviles todavía no salen volando solos. Suelto un carraspeo discreto por si la bateadora o el bateador de móviles no me ha escuchado. Silencio absoluto. «Vale, lo interpretaré como un “adelante, puedes pasar”», me digo. A medida que entro en la penumbra de la habitación, descubro la silueta de un chico estirado en la cama de al lado de la ventana. La otra está vacía.

—Hola. Creo que se te ha caído esto... —le digo mientras estiro el brazo para devolverle el móvil.

El chico se gira hacia mí con una lentitud increíble, como si yo fuera la última persona de la tierra a quien quiere ver, y gruñe algo que soy incapaz de descifrar. Creo que es un «gracias», pero por la cara que ha puesto también podría ser un «pírate».

—¿Te lo dejo aquí? —le pregunto, señalando la mesa a los pies de su cama.

En realidad, podría haber dejado el móvil ahí directamente y largarme, pero tengo ganas de comprender qué le pasa al chico.

—Como quieras —murmura desganado.

—Menos mal. ¡Nos vemos! —Suelto el móvil-rompecabezas en la mesa y salgo de la habitación como si nada.

Cuando estoy a punto de cruzar el umbral de la puerta, escucho de nuevo la voz del chico, pero esta vez lo entiendo a la perfección:

—Gracias. Y lo siento —añade con un tono seco pero que no puede ocultar que, en el fondo, solo es un buen tío pasando por un mal momento.

«¡Bingo! Mi fórmula para hacer hablar a la gente difícil nunca falla: muestra interés, sé simpático y luego esperemos que funcione», pienso para mis adentros.

—Bah, no hay de qué. Más lo siento yo por tu móvil —le digo.

Al chaval, que aún tiene el ceño fruncido, se le escapa media sonrisa.

—Soy Alejandro. ¿Y tú? —Se presenta un poco brusco, todavía sin querer dejar atrás el enfado que lo ha llevado a destruir su teléfono.

—No, yo no soy Alejandro —le tomo el pelo.

—Ja, ja, ja. —Se burla de mi chiste malo, pero en sus ojos azules veo que le ha hecho gracia.

—Me llamo Rodrigo. Encantado. —Me acerco a su cama y nos damos la mano—. ¿Quieres que te haga compañía un rato?

—No —responde muy serio.

Me quedo cortadísimo y creo que balbuceo algunas sílabas sin sentido mientras bajo de la cama vacía donde me estaba empezando a sentar.

—¡Que es broma, hombre! —suelta Alejandro de repente, partiéndose de risa.

—¡Uf! Ja, ja, ja. Me la has devuelto, ¿eh? —digo aún sofocado.

—No me he podido resistir, sorry. —Se disculpa entre risas.

—Y, bueno, cuéntame... ¿qué te ha hecho el móvil para que lo eches así de tu suite? —pregunto mientras me siento, ahora sí, en la cama de al lado.

Los ojos de Alejandro se vuelven a ensombrecer.

—Ah, nada —dice mirando los fluorescentes apagados del techo.

—¿Nada? — insisto, a riesgo de correr la misma suerte que el smartphone.

Alejandro suspira sin parar de mirar al techo, cierra los ojos un instante, deja caer la cabeza hacia el lado derecho, me mira y suelta:

—¿De verdad te interesa?

—Claro. Si no, no te lo preguntaría, ¿no? —Trato de convencerlo.

Alejandro se toma unos segundos más de contemplación del pladur desconchado del techo antes de responder.

—Me he cabreado con mi madre.

Se nota que no está muy orgulloso de su reacción, pero también me doy cuenta de que no sabe actuar de otra forma.

—¿Puedo preguntar por qué? —digo cauteloso.

Alejandro respira hondo. Por un momento creo que he agotado su paciencia, pero asiente y sigue hablando.

—Porque piensa que esto de tener cáncer es muy sencillo y que se cura con actitud positiva, sonrisas, unicornios, arcoíris y esas mierdas —escupe enfadándose otra vez.

—Ajá. —Lo escucho en silencio.

—Y me molesta... Me da rabia que dé consejos cuando ella no ha pasado por esto ni por nada parecido y no sabe qué se siente —sigue explicando Alejandro indignado.

—Entiendo...

—Y a la vez me sabe mal ponerme así con ella porque también lo está pasando mal, pero es que no lo puedo evitar —dice Alejandro gesticulando con las manos. Su voz tiembla por un momento, pero se traga las lágrimas—. Y este es el tercer móvil en tres semanas que rompo por no poder controlarme.

—Y ¿qué te hace estar tan enfadado con el mundo? —le pregunto.

—Pues... todo, no sé. Todo me molesta —dice Alejandro.

—Define «todo». Porque, por ejemplo, no te está sentando mal que yo esté aquí sentado ahora hablando contigo —le pido.

—Pues... lo que me da rabia es estar enfermo. No paro de preguntarme por qué me ha tocado a mí esto. Tengo dieciséis años y... no sé, ¿qué he hecho mal? —explica Alejandro con la voz entrecortada por unas lágrimas finas que se deslizan por sus mejillas y aterrizan en el pijama verde y blanco.

No puedo evitar levantarme y acercarme a su cama y, de manera instintiva, pongo mi mano sobre su hombro.

—No has hecho absolutamente nada mal, Alejandro —le digo con seguridad, mirándolo a los ojos—. Las batallas más duras les tocan a los mejores guerreros.

—Pero yo no soy el típico viejo de ochenta y pico años que... Bueno, igual está feo decirlo, pero que ya tiene más números para... —Aunque Alejandro no se atreva a acabar la frase, sé perfectamente lo que quiere decir.

—Ya, ya... Te entiendo. Pero la vida es así. Joven o mayor, nadie está libre de que le pueda suceder esto. Tú puedes con esto. Eres fuerte, se te ve. Además, no estás solo. Tienes a tu madre, a mí y a los unicornios —le digo en coña intentando sacarle una sonrisa.

Lo consigo.

—¡Joder, tío! —dice riendo.

—Bueno, voy a ponerme yo también en plan consejero. Aunque tu madre te puede parecer pesada, un poquito de razón no le falta. Vale, estamos de acuerdo en que solo con actitud positiva no se cura una enfermedad tan bestia como el cáncer, pero sí es de gran ayuda para sobrellevar todo el proceso. Imagino que eso es lo que ella intenta transmitirte porque te ve desanimado y se preocupa —le explico.

—Ya... —dice Alejandro, que empieza a bajarse del caballo.

—Piensa que acompañar a una persona enferma, y más cuando es un hijo, tampoco es fácil —sigo argumentando.

—Ya, si tienes razón...

—Y, por último, mi consejo de oro: cuenta hasta

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